Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

miércoles, 21 de junio de 2017

PROLEGÓMENOS DE LA TRANSICIÓN

Ahora que celebramos los 40 años de Democracia y de la Transición, me gustaría rememorar, como fueron, al menos como los viví yo, los prolegómenos de la misma.
Me es imposible recordar cuando escuché por primera vez la palabra “Democracia”. Nací en una familia demócrata a carta cabal, y debí escuchar el vocablo prácticamente en mi alumbramiento, junto a otros como libertad, respeto, educación, leer…
Cuando accedí a la universidad en 1963, “Democracia” se repetía insistentemente a todas horas y en todos lo círculos. Pero el sentido que a la misma se le daba, era equívoco e incluso contradictorio, en boca de según quien. Para unos democracia era algo burgués y por tanto rechazable: democracia “formal”, “burguesa”. Para otros democracia equivalía a democracia radical que, a su vez, se confundía con revolución democrática. Sólo para unos pocos, muy mal vistos entonces, democracia significaba la sumisión voluntaria, a las reglas del juego de la representación parlamentaria, pues asumíamos la negociación política, como expresión legítima de la opinión de la ciudadanía, concienciada o no concienciada, alienada o no alienada.
Como recordaba muy bien Jordi Gracia en El País: La convencida ilusión revolucionaria, que fraguó entre las juventudes universitarias más politizadas desde los años sesenta, no dio el menor crédito a la democracia como sistema de pactos, contrapesos y transacciones, pues eso era claudicación socialdemócrata y pequeño burguesa, como mínimo.
Y no, no me fue cómodo ser un asqueroso socialdemócrata pequeño burgués, durante mis cinco años en la Complutense. El ideal hegemónico allí era otro, porque la revolución, como el poder y la autoridad, no se pacta ni se negocia, se impone. La revolución se venía a entender como un despotismo ilustrado: para el pueblo, pero sin el pueblo. El “sueño” era cual moneda de una sola cara, no había lugar para más. La revolución tenía que acabar con el franquismo, incluso con el que se titulaba reformista, pero también – y me temo que esencialmente – con las formaciones que denominaban “burguesas” o “pequeño burguesas”, tan dispuestas a plegarse al teatro de una democracia parlamentaria a la europea.
Me supo mal, de verdad, por muchos de mis amigos que andaban mecidos en aquel sueño. La Transición la vivieron como una despiadada traición a su juventud revolucionaria que, con la literatura, la ideología, el ideario libertario, el comunismo soviético, el trotskismo, el maoísmo y la contracultura toda, había pergeñado un detallado programa de futuro, sin contar con una población que ni sabía quienes eran Rimbaud, Lautramont ni Allen Ginsberg. Y aquella población real, cuantificable, votó a Adolfo Suárez, ignorando los ensueños de la marihuana y del “caballo” letal.
El fracaso fue estrepitoso para las “vanguardias”, porque la población de aquella democracia en construcción, no soñó con revolución alguna, ni se prendó de sus condiciones despóticas. Pero sí aquella precaria democracia de los “pequeños burgueses” y los cerdos socialdemócratas, arrasó con el sistema legal del franquismo, y fundó otro de nuevo cuño: a partir de 1978 llevó a cabo una auténtica ruptura democrática. El despiste de aquella revolucionaria contracultura, fue entonces descomunal, porque la revolución era ya sólo una fantasía derrotada, un objetivo ya no viable con las cifras electorales en las manos. Fue entonces, como cuenta Jordi Herralde en El País Semanal, cuando los lectores de la “revolucionaría” Anagrama abandonaron la editorial, diez años después de su fundación. “De golpe y porrazo buena parte de aquellos lectores inquietos, que se interesaban por todo, dejaron de leer no sólo textos políticos, sino también de pensamiento, de teoría, lo cual provocó la desaparición de la totalidad de las revistas políticas, y el colapso de la mayoría de las editoriales progresistas”.
Y ¡al loro! los menos avisados: Podemos no tiene nada que ver con la revolución enterrada, que algunos soñaban en los setenta: para ellos, al menos en su imaginario, la revolución lo era de verdad, porque quería cambiarlo todo. Podemos carece de aquel “élan” revolucionario: discute, amaga, recela, engaña, traiciona, teatraliza… como las demás fuerzas “pequeño burguesas”.
Pero para muchos, entre los que me cuento, para la gran mayoría de la población, sí fue una gran noticia que triunfara la ruptura pactada – como la denominó Carrillo – por encima de la soñada revolución. El “demos” no era revolucionario, como apunta Gracia, o más bien fue democrático en el sentido en que lo eran, lo son, las democracias realmente existentes en la Europa de aquel tiempo. Y sí, la democracia es imperfecta y, además, no es nunca ni pura ni inmaculada. Lo malo fue que la fantasía de la pureza siguió viva y, por ende, la frustración también. Muchos de aquello jóvenes, hoy ya adultos y hasta muy mayores, no renunciaron a que la literatura y la vida siguieran siendo lo mismo: un ensueño fascinante y adictivo. Pero al que personalmente, no le veo ejemplaridad alguna.
Lo que no podemos remediar, es el trágico error que anidaba en los sueños líricos e ideológicos, de los que soñaba con la revolución. A ellos sin duda la Transición los traicionó. Pero los que la llevaron a buen puerto no se equivocaron. Sólo quien mida el éxito de la Transición desde el romanticismo revolucionario, puede afirmar que fue un fracaso. No es mi caso.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Junio del 2017.




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