Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 27 de marzo de 2017

"CINQUE". ANNA AJMÁTOVA

Hoy, cuando comienzo a escribir este artículo, me parece que es “El día de la poesía”. Pero ya me he hecho un lío con los “día de”, cada mañana se despierta uno con un “día de”. De todas formas el otro día, un amigo o amiga citaba en su muro, entre otras poetisas, a Anna Ajmátova, y me llamó la atención, pues la rusa no se suele mencionar mucho por estos lares. Como sea, ello me recordó una noche memorable que pasaron juntos, ella e Isaiah Berlin, en San Petersburgo (entonces aún Leningrado).
Berlin (en 1945) fue en busca del antiguo piso, en el que había vivido con su familia hasta 1917 en la Angliiski Prospekt. Ante él permaneció allí un rato, en medio de la nieve, absorbiendo la atmósfera fría y húmeda del patio interior, tan sórdido y abandonado como la última vez que él lo había visto, en época de Lenin. Ya de regreso, se detuvo en una vieja Librería de Escritores, al final de la Nevsky Prospekt. Inició una conversación con una de las personas que husmeaban por la sala trasera, y que resultó ser el crítico e historiador Vladimir Orlov. Berlin le preguntó que había sido de los escritores de la ciudad, y le mencionó dos nombres: Mijaíl Zoshchenko, cuya sátira mordaz y melancólica “Escenas de la casa de baños”, le habían convertido en uno de los escritores soviéticos más populares de los años veinte; y también el de Anna Ajmátova, una poetisa de la era prerrevolucionaria, a quien no se le había permitido publicar nada desde 1925, y de la cual no sabía siquiera si aún vivía. Para su sorpresa, Orlov le respondió: “Pues claro que vive, y no muy lejos de aquí ¿Le gustaría conocerla?”. Pues claro que sí. Orlov hizo una llamada telefónica, y le dijo a Berlin, que la poetisa les recibiría aquella misma tarde.
Anna Ajmátova
Ambos se encaminaron a Fontanny Dom, palacio del siglo XVIII de la familia Sheremetiev, en el que mal vivía Ajmátova. Su ornamentación barroca de escayola amarilla y blanca, estaba agujereada por la metralla, y en algunos sitios desconchada por el abandono. La mayor parte del piso estaba ocupado por el ex marido de Ajmátova, Nikolai Punin, su mujer y su hijo. Al fondo la poetisa tenía una habitación vacía y desnuda: ni alfombras en el suelo, ni cortinas en las ventanas, sólo una mesa pequeña, tres sillas, un arcón de madera, un sofá y, cerca de la cama, un dibujo de Ajmátova, un apunte rápido de su amigo Amedeo Modigliani.
Majestuosa, con el pelo cano y un chal blanco sobre los hombros, Ajmátova se levantó para saludar a su primer visitante de aquel continente perdido. Isaiah se inclinó; parecía lo apropiado porque tenía el aspecto de una reina trágica. Tenía veinte años más que él, había sido en su día de una afamada belleza, y ahora vestía pobremente, estaba gruesa, tenía sombras bajo los ojos oscuros, pero su porte era arrogante, y su expresión de dignidad distante. Berlin sólo sabía de ella, que había sido una figura brillante y hermosa, del círculo poético prerrevolucionario conocido como los Acmeístas; la estrella más fulgurante de la “avant-garde” de San Petersburgo durante la guerra, y de su lugar de reunión: el Café del Perro Vagabundo. Pero no sabía nada de lo que le había ocurrido después de la revolución.
Nada había falsamente dramático en el aire trágico de la poetisa. Su primer marido, Nikolai Gumilyov, había sido ejecutado en 1921 por la falsa acusación de conspirar contra Lenin. Los años de terror habían comenzado para ella en aquel momento, y no en 1937. Aunque escribía continuamente, a Ajmátova no le permitieron publicar ni una sola línea de su poesía (como ya hemos avanzado) entre 1925 y 1940. Durante aquellos años había sobrevivido, trabajando en la biblioteca de un instituto agrario, traduciendo, y escribiendo estudios críticos sobre Pushkin y escritores occidentales como Benjamin Constant.
Dibujo de Modigliani

Berlin le habló de todos los rusos insignes, que se habían refugiado en los países de la Europa occidental, a muchos de los cuales conocía personalmente. Pero en esto de la emigración Ajmátova se mostraba categórica. Los demás eran muy libres de elegir el camino del exilio, pero ella nunca abandonaría Rusia. Su lugar estaba entre su gente y su lengua madre. Isaiah estaba impresionado. La más grande poetisa en su lengua madre, estaba allí hablando con él como si hubiera pertenecido siempre a su círculo, como si él conociera a todas las personas que ella conocía, hubiera leído todo lo que ella había leído, y comprendiera todo lo que decía y quería decir. Estaba a punto de producirse, un momento de la más pura comunicación, de esos que sólo ocurren una o dos veces en toda una vida. A Berlin le encantó descubrir el lado desdeñoso, sarcástico y levemente malicioso de Anna; entonces su regio talante, se mostraba algo más humorístico y humano. Habló divertida sobre la pasión recurrente de Pasternak por ella; en los años veinte Boris se presentaba en su casa y decía suspirando, que no podía vivir sin ella, pero al cabo se cansaba y rogaba a su mujer, que viniera a recogerle para volver a casa.
Ajmátova le confesó que se sentía muy sola, que su Leningrado se había convertido en un lugar desolador. Le habló a Isaiah de sus amores pasados, por Gumilyov, Shileiko y Punin y, movido por aquel tono confesional – pero quizá también para impedir cualquier interés erótico en él – Isaiah confesó que él estaba también enamorado (por aquel entonces de Patricia Douglas). Sin embargo Ajmátova, parece haber transmitido una versión desaforadamente tergiversada de los acontecimientos de esa noche, a Korney Chukovsky. Y ese comentario seguramente ha sido el responsable, del malentendido que ha pendido siempre, sobre ese memorable encuentro. Ningún ruso que lea “Cinque”, los poemas que dedicó a su noche juntos, puede creer que no se acostaran. En realidad apenas se rozaron. Él permaneció en un extremo de la habitación y ella en el otro. Lejos de ser un Don Juan, él era un neófito en materia sexual, que se encontraba solo en el piso de una mítica seductora, que había tenido profundas relaciones amorosas, con media docena de hombres de talento supremo. Pero aquella noche en el Fontanny Dom, en aquella habitación vacía y desnuda, con solo un plato de patatas, el dibujo de Modigliani, el humo de los cigarros asentándose en todo lentamente, la vida de Berlin se acercó más que nunca, a la quieta perfección del arte.
Posteriormente a esa noche inolvidable, Ajmátova le hizo llegar unos versos compuestos después de su visita. Berlin descubrió que los mismos formaban parte de “Cinque”, un ciclo de poemas de amor, que trazaban la trayectoria de su embeleso, su batalla contra la esperanza, su euforia y su pena ante la partida de Isaiah.
1
Como en el perfil de una nube
recuerdo tus palabras,
y por las palabras que yo te dije,
la noche se hizo más clara que el día.
Así arrancados de la tierra,
nos elevamos, como estrellas.
No hubo desesperanza ni vergüenza,
ni ahora, ni después, ni entonces.
Pero en la vida real, ahora mismo,
me oyes llamarte.
Y esa puerta que tú entreabriste,
no tengo fuerzas yo para cerrar de golpe.
2
Los sonidos se apagan en el éter,
y las tinieblas se apoderan del crepúsculo.
Hay tan sólo dos voces, la tuya y la mía.
Y al sonido casi de campanas
del viento que viene del invisible lago Ladoga,
el diálogo de noche cerrada se trocó
en delicado relumbrar de arco iris entrelazados.
3
Tanto tiempo detesté
ser complacida,
pero una sola gota de tu piedad
y giro como si tuviera al sol dentro del cuerpo.
Es por esto que hay alba en torno a mí.
Voy por ahí creando milagros.
¡Es por esto!
4
¿Qué dejarte en recuerdo?
¿Mi sombra? ¿De qué puede servirte un fantasma?
¿La consagración a un drama quemado
del que no queda una sola ceniza,
o el terrible retrato de Año Nuevo
súbitamente arrancado del marco?
¿O ese sonido apenas audible
de las brasas del abedul,
que no tuvieron tiempo de hablarme
del amor de otro?
5
No habíamos respirado la somnolencia de la amapola.
Y nosotros mismos desconocemos nuestro pecado.
¿Qué había en nuestras estrellas
que nos destinara al dolor?
¿Y que suerte de bebedizo infernal
nos brindó la oscuridad de enero?
¿Y qué suerte de fulgor invisible
nos volvió locos antes de amanecer?

Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Marzo del 2017.

domingo, 19 de marzo de 2017

EL PERDÓN

En estos tiempos en que andamos tan airados, y en los que tantos se creen poseedores de la única verdad, y defensores de una acertada moral intransigente. En el que a nadie se le perdona ni el mínimo fallo o error cometido en el pasado, como si en la vida ya no se pudiera tropezar y volverse a levantar. En el que ya no se le permite a nadie rectificar ni enmendar su andadura. Unas reflexiones de Hannah Arendt, me vuelven a diario a la memoria.
Nos recordaba Arendt que la incertidumbre de la acción humana, en el sentido de que nunca sabemos del todo, lo qué es lo que estamos haciendo, cuando comenzamos a actuar dentro de la red de interrelaciones y dependencias mutuas, que conforman el campo de la acción, de la política, fue tomada por la filosofía antigua, como el argumento supremo contra la seriedad de los asuntos humanos. Y que, más adelante, fue esta incertidumbre, la que provocó la aparición de todas esas afirmaciones, de sobra conocidas, según las cuales los hombres que actúan, se mueven en una red de errores y de culpabilidad inevitables.
Hannah Arendt
Con Kant y con Hegel se hacía precisa una fuerza secreta, la “estrategia de la naturaleza” o la “astucia de la razón”, que funcionaba a espaldas del hombre, para explicar, a modo de “deus ex machina”, como la historia, que es hecha por hombres que nunca saben lo que están haciendo, y que siempre acaban por desencadenar, por así decirlo, algo distinto de lo que pretendían y querían que sucediera, y ello podía tener sentido, constituir una narración que transmitía un cierto sentido. Pero contra esa preocupación tradicional por un “poder superior”, al cual los que actúan saben que están sometidos, y comparado con el cual los hechos humanos, aparecen tan sólo como los movimientos juguetones, de un dios que maneja los hilos de las marionetas (Platón “Las leyes”) se sitúa el interés inmediatamente político por encontrar un remedio, en la propia naturaleza de la acción humana, que ponga la vida en común de los hombres a salvo de su incertidumbre de base, y de sus errores y culpas inevitables.
Una personalidad nada religioso como Hannah Arendt, nos explica que Jesús encontró ese remedio, en la capacidad humana para perdonar, que se basa asimismo en la comprensión de que en la acción, nunca sabemos lo que estamos haciendo (Lucas 23, 34), de modo que, no pudiendo dejar de actuar mientras vivamos, no debemos tampoco dejar nunca de perdonar (Lucas 17, 3-4).
La gran audacia y el mérito incomparable de este concepto del perdón – nos explica Arendt – consiste en que el perdón pretende hacer lo que parece imposible: deshacer lo que ha sido hecho, y establecer un nuevo comienzo, allí donde los comienzos parecían haberse hecho imposibles. Que los hombres no saben lo que están haciendo con respecto a los otros, que pueden querer el bien y hacer el mal, ha sido en gran tema de la tragedia desde la antigüedad griega.
Lo que se perdió por parte de la tradición de pensamiento político, y sobrevivió únicamente en la tradición religiosa, donde era válido para los "homines religiosi", fue la relación entre hacer y perdonar, como un elemento constitutivo del trato entre los hombres, lo cual era la novedad específicamente política, y no religiosa, de las enseñanzas de Jesús. (La única expresión política que encontró el perdón, es el derecho puramente negativo del indulto, prerrogativa de los Jefes de Estado en todos los países civilizados.) La acción, que es de modo primordial, el comienzo de algo nuevo, posee la cualidad contraproducente, de causar la formación de una cadena de consecuencias impredecibles, que tienden a atar para siempre al actor. Todos nosotros sabemos que somos, al mismo tiempo, el actor y la víctima en esta cadena de consecuencias, que los antiguos llamaban “destino”, los cristianos “providencia”, y que nosotros los modernos hemos degradado, arrogantemente, a “mero azar”. Perdonar es la única acción estrictamente humana, que nos libera a nosotros mismos y a los demás, del encadenamiento y la pauta de consecuencias, que toda acción engendra; como tal, perdonar es una acción que garantiza la continuidad de la capacidad de actuar, de comenzar de nuevo, en todo ser humano, el cual, si no perdonara ni fuera perdonado, se parecería al hombre de la fábula a quien se le concede un deseo, y es castigado, para siempre, con la satisfacción de ese deseo.
Pues eso ¡al loro!

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Marzo del 2017.

lunes, 13 de marzo de 2017

LA CASA DE LOS VEINTE MIL LIBROS

Acabo de leer un libro hermoso e intenso. En él arden la pasión por las ideas, el valor de la Historia, la necesidad de debatir. El inventario de Sasha Abramsky, acerca de la devoción de su abuelo (Chimen) por los libros y la lectura, me parece un bello testimonio, de la persistencia de la curiosidad humana, en un mundo en el que tener inquietudes intelectuales, parece algo ya muy a la deriva. Y es además un pedazo de la historia de Europa, creo que poco conocido.
Tuve noticias del mismo, por una de esas estupendas reseñas que escribe José María Guelbenzu en El País. ¿Qué hacen 20.000 libros en una casa de una pequeña urbanización, justo al lado del parque de Hampstead Heath en Londres? se pregunta Guelbenzu. Una urbanización construida en su día, sobre una antigua propiedad de una familia de banqueros victoriana, en una de cuyas calles se encuentra el cementerio donde yace Karl Marx (Highgate). Y no deja de ser irónico que a este lugar de antigua prosapia, vinieran a instalarse numerosos comunistas. Pero allí, en la zona llamada Hillway, fue donde Chimen y Miriam Abramsky (abuelos del autor) compraron en 1944, la que acabaría siendo la Casa de los Libros, y que fue el anzuelo que mordieron desde simples simpatizantes, hasta los grandes pensadores marxistas o liberales del momento.

<Se ve a sí mismo como parte de los libros, o a los libros como parte de sí mismo, no estoy seguro>

(William Morris. “Noticias de ninguna parte”)

Como se informa en el libro, Chimen Abramsky era hijo de Yehezkel Abramsky, uno de los rabinos más importante e influyentes del siglo. Chimen nació en 1916 en Minsk, vivió su adolescencia en Moscú y emigró a Londres, donde leyó a Karl Marx y se hizo ateo y comunista. Con la invasión nazi de Rusia se alistó en el Partido Comunista de la Gran Bretaña, que abandonaría en 1958, decepcionado por la realidad soviética. A partir de ese momento, se interesó más por la literatura judaica, se convirtió en un pensador liberal y humanista, y enseñó en la universidad. Pero sobre todo, fue un gran coleccionista de libros, y la formidable biblioteca de marxismo, socialismo y judaísmo de su casa, atrajo a toda suerte de visitantes.
Su nieto Sasha Abramsky, periodista y autor del libro, divide la ubicación de los libros de casa su abuelo en estancias. Cada habitación contenía colecciones temáticas de libros, de rarezas a verdaderas joyas. Chimen fue un enamorado de los libros y la cultura y un hábil coleccionista, al punto de codearse con los grandes compradores de la época. Llegó a trabajar, durante un tiempo, como asesor de la casa de subastas Sotheby’s.

Chimen Abramsky
La pasión por el marxismo, el deseo de saber, el desarrollo de la revolución de 1917, de la que ahora se cumple un siglo, el conflicto laicismo-judaísmo, la discusión viva de la realidad… convertía aquella casa en un especie de caldero en ebullición de noticias, pensamientos, teorías y esperanzas de un nuevo orden. El libro es, en realidad, la expresión de un mundo que estaba siendo sacudido por dos guerras mundiales, un cambio sustancial de mentalidades y, todo ello, englobado en el problema del judaísmo (Maimónides, la herejía de Spinoza, el famoso “Caso Jacobs”…) la creación del Estado de Israel, el antisemitismo… El cuadro de época que Sasha Abramsky proporciona al lector, me parece apasionante.
Como digo, este relato de vida me ha fascinado. Los que lo lean hallarán en él tesoros librescos, y oirán hablar de personalidades extraordinarias en la vida de Chimen, como Isaiah Berlin (el gran pensador liberal) como Harold Laski (politólogo, economista, escritor y conferenciante; que fue presidente del Partido Laborista entre 1945 y 1946. Y en cuyas clases se inscribió John F. Kennedy en 1935, como ya había hecho en el pasado su hermano mayor Joseph, aunque parece que por motivos de salud, no pudo asistir a ellas) o como los historiadores marxistas, que también formaron parte de mis lecturas no hace tanto: E. P. Thompson, Cristopher Hill, Maurice Dobb y, especialmente, Eric Hobsbawm, y tantos otros notables ensayistas y profesores. Pero lo más importante creo, es que el lector conocerá de primera mano, una época crucial de nuestro tiempo – al menos del que ya no somos jovencitos – desde cuatro perspectivas: familiar, política, religiosa y literaria. El retrato de la pasión por las ideas, junto a la solidaridad intelectual y familiar, ofrece una inteligente e impagable visión, de los dos primeros tercios del siglo XX en Europa.
Pues eso: un libro que bien vale la pena.

Palma. Ca’n Pastilla a 1 de Marzo del 2017.

martes, 7 de marzo de 2017

LAS CARTAS DE PAPEL Y "EL PETARDO"

En casa era una norma no escrita, que cuando yo estaba en el despacho, leyendo o escribiendo, nadie entraba a interrumpirme. Mis hijos la respetaron. Luego fueron naciendo mis nietas, y lo mismo. Hasta que nació la cuarta Emma, “El petardo” (en Mayo cumplirá 8 años). Desde bien pequeña, cuando comenzaba a caminar, decidió que las normas, especialmente las no escritas, estaban para incumplirlas. Entraba en el despacho, sin decir nada, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, se sentaba en mis rodillas, y me pedía que le enseñara mis fotos (cientos) de montaña, y le explicara lo que se veía en ellas. Cuando ya conocía la mayoría de los picos, y el nombre de mis compañeros de cordada, se fue aburriendo del tema. Así que comenzó a interesarse por las múltiples pipas esparcidas por mi mesa. Me pidió que le enseñara como se carga una pipa, como se introduce el tabaco por tercios en la cazoleta: el primero apenas presionado por el atacador, el segundo un poco más presionado, y el tercero presionado casi a tope. Luego quiso saber como se encendía la pipa con las cerillas. Hoy ya es una experta, que me las prepara y me las va pasando listas para fumar.
Con Emma esquiando en Boí-Taüll 2012
Cuando comenzó a enlazar las letras, jugábamos a que abríamos un Word en la pantalla del pc, y yo le iba indicando las teclas que tenía que pulsar. Ahora ya escribe bien y lee mejor, así que también ha superado ese estadio. Últimamente ha comenzado a interesarse por las plumas estilográficas, que yacen enterradas en los cajones; así como por unos extraños papeles doblados que yo llamo sobres, y por unas extrañas hojas en blanco de papel, timbradas con el nombre de su abuelo. No me ha sido nada fácil explicarle el porqué de esas extrañas cosas. Para que lo entendiera, hace un tiempo le escribí una carta a mano, a la antigua usanza, a la dirección de su casa. Y ahora jugamos a escribirnos cartas sin salir del despacho. Toma una hoja de papel, escribe cualquier cosa, la mete en un sobre, y me lo pasa. Yo le respondo de igual manera. Y así una y otra vez, hasta que le digo que ya tengo que volver a mis lecturas y escritos. Entonces, siempre sin poner mala cara, se va al salón a jugar con su hermana y/o sus primas, con esos raros artefactos, que a ella no le acaban de interesar del todo, pero que maneja como una experta, que se llaman móviles, tablets o que sé yo.
Emma
Pero escribo todo eso, porque el interés de “El petardo”, ha desatado mi nostalgia por los viejos tiempos de las cartas de papel. Un periodo que imagino que algún día, se estudiará en las Facultades de Comunicación, como la última década de la Historia sin correo electrónico: la época en que las cartas de papel, escritas a mano o a máquina, iban y venían, con sus sellos pegados, en sacas de correos. Cartas deseadas, no extractos bancarios que, por otra parte, también ya están desapareciendo. Papeles que se habían preparado, tocado, doblado, por los que se había pasado la lengua, para mojar la cola del sello y el cierre del sobre. Objetos físicos que ya por si mismos, al margen de su contenido, sólo por tu nombre escrito en el anverso, significaban: “me acuerdo de ti”. Un recuerdo sólido que se podía coger con las manos, oler, estrechar contra el pecho, besar.
Éramos gente de papel y pluma. Yo escribía con tinta negra con mi vieja y querida Montblanc, con su característica estrella blanca de varias puntas, que ahora Emma rescata con frecuencia, del cajón en que yace. Otros, sin embargo, te escribían con tinta verde o roja, de manera que antes de abrir el sobre, ya sabías quien era el remitente. Con esas antiguas armas, nos enfrentábamos a la tarea de guardar los recuerdos. A día de hoy, cuando cualquiera va armado con un telefonino al que llaman inteligente, en el que se puede confiar para sacar infinitas fotos, de una calidad garantizada, grabar incluso vídeos, y dejar registradas todo tipo de conversaciones, aquellos tiempos parecen ciertamente un mundo primitivo.
Y sin embargo algunos ¡qué poco necesitábamos de esa modernidad!

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Marzo del 2017.