Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 30 de mayo de 2019

BATALLAS SEMÁNTICAS

¿Un combate por el significado de las palabras? Allá que voy yo. En el fondo, todos los combates políticos lo son. Si manda quien decide que significan las palabras, tal como le dice Humpty Dumpty a Alicia en el cuento de Lewis Carroll, el combate por el poder comienza con la ocupación de los campos semánticos, convertidos en campos de batalla.
Las batallas semánticas, eso sí, tienen la enorme ventaja de ser incruentas, especialmente adaptadas a la cultura digital de hoy, donde las guerras cibernéticas no dejan el campo sembrado de cadáveres, al menos físicamente hablando. Gran parte de los combates políticos, empiezan y terminan ahí. Pero quizá es muy ingenuo pensar, que no terminen produciendo consecuencias importantes, y lleguen, incluso, a convertirse en batallas y guerras efectivas, con muertos y heridos.
El carácter digital de los combates – nos recordaba hace poco Lluís Bassets – ha permitido incluso, conceptualizar lo ocurrido en Cataluña, entre septiembre y octubre de 2017, como un golpe de Estado posmoderno. Era una lucha por el poder, y todo empezó por la posesión del significado de las palabras. Los insultos supremacistas de hace poco, proferidos por la expresidenta del Parlament, Nuria Gispert, son las salvas con las que el independentismo, gasta la última pólvora que le queda, “Pólvora del rey” (utilizar alegremente recursos ajenos) como en todo el “Procés”, por cierto.
La ventaja o inconveniente, según se mire, de los combates semánticos, es que poseen licencia, para continuar una vez concluida la guerra. También para mantener bien tenso el hilo del relato, de forma que los funambulistas, puedan seguir manteniendo que se sostienen sobre el vacío.
Irónicamente los frentes abiertos son muchos, precisamente porque ya no hay guerra, no hay frente. ¿De qué viviremos mientras tanto? El primer frente aún vigente, es el referido a la “sociedad dividida”, concepto que, por cierto, impugna uno de los mitos preferidos del nacionalismo, el del pueblo único y unido. La historia del proceso independentista, recordémoslo, es la del intento fracasado de construir una mayoría cualificada, social y política, a partir del supuesto catalanismo transversal. Había que hacerlo con sumo cuidado decía Artur Mas: el tren debía avanzar todo entero, aunque fuera a velocidad limitada, sin que en ningún momento se rompiera por la mitad. Pero las prisas, la radicalidad y los cálculos erróneos, llevaron muy pronto a que la larga fila de vagones se partiera. Ahora se discute si se partió en dos o tres fragmentos.
El segundo frente, casi continuación del anterior, tiene que ver con la idea de Pedro Sánchez, del no a la independencia y sí a la convivencia. Alternativa que produce en muchos, muchos de nosotros, recuerdos inquietantes sobre todo lo que nuestros padres y abuelos, nos contaron de nuestra guerra incivil, en la que no sólo se rompió la convivencia, sino muchas más cosas: vidas, familias, patrimonios…
Pero, al menos de momento, la convivencia en general, la paz en las calles, la de las libertades individuales, de la tranquilidad en las madrugadas, no se ha roto. Por mucho que los medios magnifiquen incidentes aislados. Cierto que existen momentos y ambientes tensos: en las comidas en familia, en los lugares de trabajo, en las que algunos se sienten momentáneamente incómodos, pero de ahí a que no se pueda convivir, aún falta mucho. Tal cual me lo confirman mis hijos y mis consuegros, que viven en Girona y Barcelona.
La convivencia que preocupa y hay que cuidar, es la que precisamente se opone a la idea de secesión, como voluntad de seguir viviendo juntos, los catalanes secesionistas con los que no lo son, y todos ellos con el conjunto de España. Hay dos proyectos políticos, que significan un peligro para la convivencia. Uno, el más visible, es el secesionista, el que trata de construir una nueva comunidad política en Cataluña, aun a costa de que la mitad de los ciudadanos, tenga que sentirse excluida. Otro, quizá el más profundo y persistente, es el unitarista, duramente aplicado años ha, y resurgido hoy precisamente a rebufo del anterior: reconstruir una comunidad política, en la que la mitad de los ciudadanos catalanes, y probablemente otros, tengan que conformarse o marcharse, si no quieren sentirse excluidos. Hay que escoger entre la convivencia, o cualquiera de estos dos proyectos que fragmentan y excluyen.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Mayo del 2019.

jueves, 23 de mayo de 2019

DISPUTA O DISCUSIÓN

En puridad no es lo mismo una disputa que una discusión. Y no estaría mal, me parece, que algo de eso recordaran algunos líderes políticos, en estos meses de campañas electorales.
Mientras que una acción comunicacional “normal”, se refiere a una interacción que se desarrolla sin malicia alguna, en el contexto del mundo real; en los procesos de dilucidación que Habermas llama “discusión”, se presupone la obligación de motivar claramente lo que se dice. Estos procesos deben además, satisfacer ciertas condiciones preliminares, con el fin de alcanzar su objetivo. Como el filósofo lo expondrá repetidamente, a lo largo de sus años, deben atenerse a las siguientes reglas de discusión: Primero, una implicación plena y completa de las partes concernidas; Segundo, un reparto igual de los derechos y deberes de argumentación; Tercero, el carácter informal de la situación de comunicación; y Cuarto y último, una actitud de los participantes orientada hacia la intercomprensión.
Desde el inicio, Habermas es muy consciente que ninguna situación comunicacional real, puede cumplir enteramente las exigencias draconianas de una discusión tal cual él la entiende. Pero partir del principio de que pretensiones válidas, implícitamente muy elevadas, en la actuación cotidiana pueden cumplirse en el cuadro de una discusión ideal, vale al menos de forma contractual. La discusión, desde su punto de vista, no es en absoluto una institución, más bien es el tipo de una contra-institución. A su vez la “disputa”, en tanto que medio de realización estratégica de objetivos definidos, a través de un reparto de papeles, no es en absoluto una “discusión”. Una discusión se desarrolla más bien a la luz de la búsqueda de la verdad, bajo forma de cooperación, es decir, de la comunicación por principio incondicional y sin coacción, sirviendo al único objetivo de la intercomprensión. Sin embargo, como ya se habrá entendido, la intercomprensión es un concepto normativo, que debe ser determinado bajo forma contrafactual.
Con demasiada rapidez, estimo, los debates políticos se sitúan sobre el muy delicado terreno de cuestiones morales y de principios. El umbral de irritabilidad emocional, se traspasa rápidamente desde ambos lados del debate. Desde la hoguera de la emoción, el cambio de perspectiva, susceptible de ser provocado por un esfuerzo de empatía, constituye una rara excepción, y exige demasiado a las partes, en vista de sus altas apuestas. Desde las pasiones encendidas, el riesgo de olvidar totalmente la ética de la discusión, es en todo caso demasiado alto.
Muchos políticos, especialmente en esta nuestra época, sucumben conscientemente y reiteradamente a estos peligros, convirtiendo dicho olvido en un arma ideológica-política. Recurren a la dramatización, a las generalizaciones, a los insultos, a figuras retóricas destinadas a agudizar sus propósitos, conscientes como son, que la política de las ideas así vapuleada, separa, divide, escinde… bien conscientes también, que de esta forma se aplasta, se deforma la argumentación, y se entra en contradicción con el ideal del debate político, el ideal de la “Aufklärung”, de la Ilustración. No se pretende convencer al adversario, se busca destruirlo.
Jürgen Habermas
En las intervenciones de este tipo, caracterizadas por los insultos y la intransigencia de las opiniones, es casi inevitable que los exabruptos sustituyan a los argumentos. Si al menos, aunque no se escuchara al adversario, se dedicaran todos a defender sus propios argumentos, sin faltar a la mínima educación, algo avanzaríamos. Pero no, ya se sabe, cuando no se tienen argumentos, se grita. Y “Dove si grida non è vera scienza”.
En lugar de hablarse directamente, de dialogar in person, se sirven de forma predeterminada de los medios. Y como consecuencia los desacuerdos se convierten, por así decirlo, en preprogramados. En vez de que las partes, en una confrontación objetiva, se sometan implícitamente a un imperativo de veracidad, cada una de ellas hace ostentación de lo suyo, y deniega la condición de veracidad al adversario.
Escribía hace unos días Pepe Borrell: “Faraday, el británico que estudió el electromagnetismo decía: "Un orador resta mucha dignidad a su carácter, cuando sesga la información para que lo obsequien con aplausos y halagos".
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Febrero del 2019.

jueves, 16 de mayo de 2019

LAS PALABRAS Y LA LENGUA

Muchos amigos saben ya bien, que soy un histérico con el tema del uso correcto de las palabras. Un convencido de que a falta de consenso, sobre el significado exacto de las palabras que utilizamos, el diálogo se hace difícil. Y no hace mucho Pepe Borrell, en una inolvidable intervención en Sevilla, nos recordó los males que se derivan de la renuncia a la palabra. Que el voto sí, es muy importante en política, pero es su último trámite. La política, en democracia, es primordialmente diálogo, conversación, palabras.
Ahora bien, Tony Judt en su última obra, antes de que el ELA acabase con su vida, “El refugio de la memoria”, nos recordaba que la pura facilidad retórica (arte de hablar o escribir) con independencia de su atractivo, no significa necesariamente profundidad ni originalidad de contenido. Del mismo modo que la falta de elocuencia (facilidad de hablar o escribir con fluidez) seguramente sugiere una deficiencia de pensamiento. Una idea que sonará rara, a la generación de las redes sociales, más preocupada por lo que intenta decir, que por lo que realmente dice.
Hay como una inclinación a retraerse de la crítica formal, con la esperanza de que la libertad así conquistada, favorecerá el pensamiento independiente. “Lo que importa son las ideas, no te preocupes de cómo las digas”. No quedan muchos, al menos en el mundo digital, con la suficiente confianza en sí mismos, como para replicar una expresión desafortunada, y explicar claramente que la misma, inhibe la reflexión inteligente.
Pareciera que hoy en día, la expresión “natural”, tanto en el lenguaje como en el arte, fuera preferida al artificio (predominio de lo elaborado, sobre lo natural). Suponemos de forma irreflexiva que la verdad, no menos que la belleza, se transmiten así de manera más efectiva. Alexander Pope, en su “Ensayo sobre la crítica” decía: “El verdadero ingenio es la naturaleza hermosamente vestida. Lo que fue pensado muchas veces, pero nunca tan bien expresado”. Como nos enseña la historia, en la tradición occidental, durante siglos, ha habido una estrecha relación entre lo bien que uno expresa su punto de vista, y la credibilidad de su argumentación. Los estilos retóricos podían variar, desde lo espartano hasta lo barroco, pero el estilo mismo nunca era una asunto indiferente. Y el “estilo” no consistía sólo, en una oración bien construida: una expresión pobre, ocultaba un pensamiento pobre. Las palabras confusas sugerían, en el mejor de los casos, ideas confusas, y en el peor, disimulo.
La inseguridad cultural engendra su “doble” lingüístico. Si nos fijamos, sucede lo mismo con los avances tecnológicos. En el mundo de Facebook y Twitter, la concisa alusión sustituye a la exposición. En la generación de mis hijos, no digamos en la de mis nietos, la taquigrafía comunicativa facilitada por su “hardware”, ha calado en la comunicación misma: la gente habla como en los mensajes.
Esto debiera preocuparnos, al menos a mí me preocupa. Cuando las palabras pierden su integridad, también lo hacen las ideas que expresan. Si privilegiamos la expresión personal de cada uno, por encima de la convención formal (las gramáticas establecidas) entonces estaremos privatizando el leguaje, no menos de lo que hemos ya privatizado tantas otras cosas. Recordáis a Humpty Dumpty, en “A través del espejo y lo que Alicia encontró allí”: “Cuando yo utilizo una palabra, significa lo que yo elija que signifique, ni más ni menos”. A lo que Alicia contesta: “La cuestión es si tu ‘puedes’ hacer, que las palabras signifiquen cosas tan diferentes”. Y sí, Alicia tenía razón: el resultado es la anarquía.
Puede que la prosa de baja calidad, sea hoy indicativa de inseguridad intelectual. Hablamos y escribimos mal, porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos, y nos resistimos a afirmarlo de un modo rotundo e inequívoco. En opinión de Judt, más que padecer la aparición de la “neolengua”, nos amenaza el auge de la “no-lengua”.
Mis capacidades intelectuales disminuyen. No sé cuanto tiempo aún seré capaz, de forma aceptable, de seguir traduciendo el ser a pensamiento, el pensamiento a palabras y las palabras a comunicación. La riqueza de las palabras en que me crié, era un espacio público por derecho propio. Y de espacios públicos adecuadamente conservados es, con demasiada frecuencia, de lo que carecemos hoy. Si las palabras se deterioran ¿qué las sustituirá? Son todo lo que tenemos.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Abril del 2019.


jueves, 9 de mayo de 2019

PIERDEN LOS MAXIMALISMOS

La política de diálogo y combate contra las desigualdades, del PSOE con Pedro Sánchez al frente, ha sido premiada en las urnas. Los maximalismos y exclusivismos han sido severamente castigados. Los ciudadanos de este país, una vez más, han estado de acuerdo en que los problemas que nos afectan, son complejos y, por tanto, no tienen soluciones simples ni milagrosas.
Los tres partidos de la derecha han sacado el 44,34% de los votos y 149 diputados, cuando el PP de Rajoy y C’s en 2016, obtuvieron el 46,07% y 169 diputados. La triple derecha se ha quedado así, nada menos que a 27 escaños de la mayoría absoluta. Pero el fracaso de Casado ha sido mucho más espectacular, porque ha perdido la mitad de los diputados (de 137 a 66) y de sus electores (de 33% al 16,7%). Y por si fuera poco, el Senado ha pasado de una mayoría absoluta del PP, a otra socialista.
El PP no sólo ha perdido, sino que está viéndose obligado, a modificar a toda velocidad su discurso. Y su futuro como gran partido de la derecha está muy amenazado, algo así como nos pasó a nosotros en 2015 en la izquierda. Algunos barones peperos ya comienzan a remugar, y C’s ya le alienta en el cogote.
El segundo maximalismo que se ha llevado una buena bofetada es el de Podemos, que ha bajado de 71 diputados en 2016 a 42. Incluso si no contabilizamos los diputados de sus confluencias, que se han evaporado, la pérdida conjunta de Podemos y En Comú Podem (su franquicia catalana) es de 15 diputados. Muchas causan explican esta caída.
Si olvidamos las relacionadas con su origen: un artefacto de aluvión, que recogía los indignados de diversas madres, en absoluto amparados bajo un proyecto común, sin estructura entendible ya que no sólida, con el único fin del “sorpasso” al PSOE, hay otra muchas causas más actuales. La primera podría ser que la salida de la gran crisis económica (con el PIB creciendo desde 2014, y la creación de nuevos puestos de trabajo) ha demostrado que la democracia española, no es ni la ruina ni el desastre, que pintaban a brochazos. El mismo triunfo de la moción de censura, ya demostró que la corrupción sí importa a los ciudadanos. Y que la justicia española, muy lenta por muy garantista, al final llega y condena.
De verdad he sentido vergüenza ajena, contemplando al cruzado Pablo Iglesias, que en 2015 embestía lanza en ristre, contra el corrupto “régimen del 78”, debatir en la tele con la Constitución del 78 en la mano, cual paladín de la misma. Aunque fiel a su gusto por el extremismo, considerando a la misma no como un texto reformable, sino la Biblia intocable de este siglo. Todas las encuestas – incluso después de su buen desempeño en los dos debates – siguen señalando a Iglesias como el líder peor valorado. Puede que por su exceso de verbalismo y sus cambios radicales de discurso, puede que por las múltiples trifulcas internas y fugas de destacados compañeros, puede que porque su discurso sobre los buenos y los de abajo, siempre saqueados por los de arriba, la casta, ha entrado en flagrante contradicción, con hechos como la compra de un bonito chalé de clase media alta, en las afueras de Madrid.
Como bien nos recordaba el otro día Juan Tapia, circunstancias externas a España, tampoco han ayudado nada a Unidas. Lo sucedido en la UE, con la aceptación por la Grecia de Tsipras, con buenos resultados, de las recomendaciones europeas, ha dejado en muy mal lugar las tesis de Iglesias, sobre las economías europeas. Por lo menos yo no le he escuchado decir ni pío, de la salida, expulsión, de Varoufakis del gobierno griego, tras comprobar Tsipras que el desafío al BCE, llevaba a la salida del euro y a la catástrofe. Además, aunque queda muy claro que Podemos, no es culpable de lo que pasa ahora en Venezuela, la realidad es que los que defendían las democracias bolivarianas, no salen bien librados de la imagen horrorosa, que transmite hoy el régimen de Maduro.
El tercer maximalismo que sale trasquilado de las elecciones, más allá de las simples apariencias, ha sido el independentismo, aunque aquí los resultados sean menos unívocos: baja del 47% de las elecciones autonómicas del 2017, al 39%, pero respecto a las anteriores legislativas, las del 2016, sube del 32 al 39%. Estas elecciones como sabemos, han coincidido con el juicio en el Supremo, a nueve dirigentes secesionistas cuya sentencia – según los iluminados Torra y la ANC - debe producir por fin el “momentum” tan esperado, para una nueva proclamación de la independencia.
A nivel de Estado, los 22 diputados separatistas, irónicamente, pesarán mucho menos que los 17 anteriores, porque el PSOE puede construir diversas mayorías de gobierno, alguna de ellas sin la participación del independentismo catalán. Por ejemplo con Podemos, PNV, los canarios y el diputado regionalista de Revilla, llega de facto a la mayoría absoluta.
Más relevante quizá, es que dentro del secesionismo los hoy, al menos aparentemente, más pragmáticos y realistas, los ERC, suben de 9 a 15 y doblan así a los 7 fundamentalistas, que bajan 1 y ahora obedecen al ciudadano de Waterloo. Me parece que los dirigentes de la antigua CDC, ahora prisioneros de Puigdemont, tendrán que reaccionar sí o sí, después de las municipales, ya que muchos de los alcaldes de Convergencia, que no querían una ruptura clara con Puigdemont antes de las elecciones, después de las mismas van a exigir clarificación.
Nos recordaba el otro día Juan Tapia (colaborador en El Periódico) que la pura contabilidad canta. En el 2011 CiU, con el democristiano Durán Lleida como primero de lista, sacó 16 diputados en el Congreso y ahora, con el puigdemontismo, ha quedado reducido a sólo 7. Mientras, entonces la supuesta más radical ERC, ha pasado de 3 a 15. Modestamente por entonces, me atreví a profetizar que la conversión de Artur Mas al independentismo, iba a ser un negocio pésimo. Y ya sabemos que los catalanes, con los “negocis” no juegan.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Mayo del 2019.


jueves, 2 de mayo de 2019

EXCITACIÓN ESTÉRIL. VANIDAD

Decía Max Weber, que tres son las cualidades que deben adornar a un político: pasión, sentido de la responsabilidad y distanciamiento.
Pasión de estar volcado en una cosa, de una entrega apasionada a una “causa”, al dios o al demonio que la gobierna. No en el sentido de esa actitud interior que Georg Simmel – el gran sociólogo alemán – solía denominar “excitación estéril”, tal como se daba por aquel entonces, en un determinado tipo de intelectuales. Y que en estos días juega un papel muy importante, en mi opinión, en muchos movimientos políticos – populismos, nacionalismos, ultraísmos – en este carnaval en que algunos han convertido la política, un romanticismo de lo intelectualmente interesante, que corre hacia el vacío, sin ningún sentido de la responsabilidad por las cosas.
Hace ya tiempo que sabemos, que con la mera pasión no basta. La pasión no le convierte a uno en político si, como servicio a una causa, no hace de la responsabilidad, precisamente respecto a esa causa, la estrella que guía, de manera decisiva, la acción. Y para ello se necesita el “distanciamiento” (“Augenmass”, la cualidad decisiva para el político, pensaba Weber). Necesita el político, como al aire que respira, esa capacidad de dejar que la realidad, la tozuda realidad, actúe sobre sí mismo con serenidad interior, es decir, necesita de una “distancia” respecto a las cosas y las personas. La falta de distanciamiento como tal, es uno de los pecados mortales del político. Una de las características, cuya falta de cultivo, va a incapacitar – es mi opinión – a diversos líderes políticos actuales, para la acción política duradera.
Y es que el problema es precisamente éste: ¿como se puede obligar a la pasión ardiente y al frío distanciamiento, a que convivan en la misma persona? La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo. Y, sin embargo, la entrega a la política, si no quiere ser un frívolo juego intelectual, sino una acción auténticamente humana, sólo puede nacer y alimentarse de la pasión. Pero el gran control que caracteriza al político apasionado, y que lo diferencia del mero aficionado “excitado estérilmente”, sólo se consigue habituándose al distanciamiento. La fuerza de una personalidad política significa, antes que nada, poseer estas complicadas cualidades.
El auténtico político tiene que vencer en sí mismo, día a día y hora a hora, a un enemigo muy habitual y demasiado humano, la “vanidad”, que es muy común y es la enemiga mortal de la entrega a una causa, y al distanciamiento requerido respecto a sí mismo.
La vanidad es una característica muy extendida, y seguramente ninguno estemos a salvo de ella. En los círculos intelectuales y académicos, es como una especie de enfermedad endémica. Pero ocurre que en el intelectual, es relativamente inocua, por muy antipática que se manifieste pues, por regla general, no daña su actividad científica. Pero en el político, tiene consecuencias totalmente distintas. El “instinto de poder”, como solemos llamarlo, pertenece, sí y de hecho, a sus cualidades normales. Pero el problema se presenta, cuando esta ambición de poder se convierte, en algo que no toma en consideración las cosas como realmente son, cuando se convierte en objeto de una pura embriaguez personal.
En el terreno de la política sólo hay, en última instancia, dos clases de pecados mortales: el no tomar en cuenta las cosas, y la falta de responsabilidad que, con frecuencia, es idéntica a la primera, aunque no siempre. La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en primer plano, lo más visiblemente posible, es lo que con más fuerza conduce al político, a la tentación de cometer uno de esos dos pecados, o los dos. El político narcisista, se halla en continuo peligro de tomar a la ligera su responsabilidad, por las consecuencias de sus acciones, preocupado como está solamente, por la impresión que produce en los demás.
La falta de tomar en consideración la realidad, hace al político proclive a ambicionar la apariencia brillante del poder, en vez del poder real, y le lleva a disfrutar solamente del poder por sí mismo, sin una finalidad objetiva. Pues, aunque el poder sea el medio ineludible de la política, o justamente “porque” el poder es el medio ineludible de aquella, no existe deformación más perniciosa de la energía política, que la fanfarronería con el poder, propia de un advenedizo, y la vanidosa complacencia en el sentimiento de poder, es decir, la adoración del poder como tal. En mis tiempos, se hablaba mucho de la “erótica del poder”, aunque yo nunca llegué a entender muy bien, de que iba ese rollo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Marzo del 2019.