Mientras que una acción comunicacional “normal”, se refiere a una interacción que se desarrolla sin malicia alguna, en el contexto del mundo real; en los procesos de dilucidación que Habermas llama “discusión”, se presupone la obligación de motivar claramente lo que se dice. Estos procesos deben además, satisfacer ciertas condiciones preliminares, con el fin de alcanzar su objetivo. Como el filósofo lo expondrá repetidamente, a lo largo de sus años, deben atenerse a las siguientes reglas de discusión: Primero, una implicación plena y completa de las partes concernidas; Segundo, un reparto igual de los derechos y deberes de argumentación; Tercero, el carácter informal de la situación de comunicación; y Cuarto y último, una actitud de los participantes orientada hacia la intercomprensión.
Desde el inicio, Habermas es muy consciente que ninguna situación comunicacional real, puede cumplir enteramente las exigencias draconianas de una discusión tal cual él la entiende. Pero partir del principio de que pretensiones válidas, implícitamente muy elevadas, en la actuación cotidiana pueden cumplirse en el cuadro de una discusión ideal, vale al menos de forma contractual. La discusión, desde su punto de vista, no es en absoluto una institución, más bien es el tipo de una contra-institución. A su vez la “disputa”, en tanto que medio de realización estratégica de objetivos definidos, a través de un reparto de papeles, no es en absoluto una “discusión”. Una discusión se desarrolla más bien a la luz de la búsqueda de la verdad, bajo forma de cooperación, es decir, de la comunicación por principio incondicional y sin coacción, sirviendo al único objetivo de la intercomprensión. Sin embargo, como ya se habrá entendido, la intercomprensión es un concepto normativo, que debe ser determinado bajo forma contrafactual.
Con demasiada rapidez, estimo, los debates políticos se sitúan sobre el muy delicado terreno de cuestiones morales y de principios. El umbral de irritabilidad emocional, se traspasa rápidamente desde ambos lados del debate. Desde la hoguera de la emoción, el cambio de perspectiva, susceptible de ser provocado por un esfuerzo de empatía, constituye una rara excepción, y exige demasiado a las partes, en vista de sus altas apuestas. Desde las pasiones encendidas, el riesgo de olvidar totalmente la ética de la discusión, es en todo caso demasiado alto.
Muchos políticos, especialmente en esta nuestra época, sucumben conscientemente y reiteradamente a estos peligros, convirtiendo dicho olvido en un arma ideológica-política. Recurren a la dramatización, a las generalizaciones, a los insultos, a figuras retóricas destinadas a agudizar sus propósitos, conscientes como son, que la política de las ideas así vapuleada, separa, divide, escinde… bien conscientes también, que de esta forma se aplasta, se deforma la argumentación, y se entra en contradicción con el ideal del debate político, el ideal de la “Aufklärung”, de la Ilustración. No se pretende convencer al adversario, se busca destruirlo.
![]() |
Jürgen Habermas |
En lugar de hablarse directamente, de dialogar in person, se sirven de forma predeterminada de los medios. Y como consecuencia los desacuerdos se convierten, por así decirlo, en preprogramados. En vez de que las partes, en una confrontación objetiva, se sometan implícitamente a un imperativo de veracidad, cada una de ellas hace ostentación de lo suyo, y deniega la condición de veracidad al adversario.
Escribía hace unos días Pepe Borrell: “Faraday, el británico que estudió el electromagnetismo decía: "Un orador resta mucha dignidad a su carácter, cuando sesga la información para que lo obsequien con aplausos y halagos".
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Febrero del 2019.
No hay comentarios:
Publicar un comentario