Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 26 de agosto de 2019

LA CIENCIA EN UNA SOCIEDAD LIBRE (Y II)

Algunos problemas de lo que se ha venido en llamar “filosofía política de la ciencia” (ver Alfredo Marcos) se refieren a problemas “reales”, por utilizar la expresión de Popper, y no a meros artificios académicos. Tan reales son, que de hecho, han sido los propios problemas, los que nos han salido al paso. Parece que estaríamos ante dos grandes zonas, dentro de este territorio. En una de ellas encontraríamos “problemas sociopolíticos internos, propios de las comunidades científicas”. Se me ocurre que en este punto, podríamos recuperar la vieja expresión de la “república de los sabios”. Como cualquier república, esta debería estructurarse social y políticamente, de modo que resultaran favorecidos sus legítimos objetivos, las finalidades propias de la actividad científica, es decir, la producción de conocimiento riguroso y objetivo, así como la difusión y aplicación del mismo, como contribución al bien común.
No podremos evitar que se nos plantee, al hilo de estas consideraciones, la cuestión de los valores. Podríamos preguntarnos si los valores epistémicos (relativos al conocimiento exacto) y los de carácter práctico, están más o menos conectados o, incluso, si pueden los unos ser reducidos a los otros. En opinión de Alfredo Marcos, están íntimamente conectados, dependen los unos de los otros, pero no sería adecuada la simple reducción de, digamos, la verdad o la objetividad a “consenso justo”. Aunque un “consenso justo” – en las condiciones señaladas por los teóricos de la acción comunicativa, como Habermas – deba ser tomado como síntoma o indicio de la verdad u objetividad, no puede ser aceptado como criterio infalible, y mucho menos como definición de verdad o de objetividad. Pero sí de valores prácticos de orden social y político, como puedan ser la igualdad de oportunidades, la justicia en la distribución de recursos, la libertad de expresión y de crítica, y una cierta racionalidad comunicativa, que permita un intercambio de pareceres equitativos. Si valores de este tipo se protegen y potencian, dentro de la comunidad científica, es probable que los valores epistémicos de coherencia, simplicidad, precisión, objetividad e incluso verdad, salgan favorecidos. Y, en contra partida, si no es sobre una base epistémica sólida, difícilmente se podrá juzgar con justicia en aspectos prácticos.
Alfredo Marcos
La otra gran zona de investigación para la filosofía política de la ciencia, tiene que ver con las “relaciones entre la comunidad científica y la sociedad en general”. Por más que la expresión de “república de los sabios” suene bien, resulta un tanto pretenciosa y contraria al espíritu científico, la calificación de “sabios”. Pero, especialmente, es que la comunidad científica no es una auténtica república soberana, ni debería serlo, sino una parte de un complejo entramado de relaciones sociales, un subsistema dentro de la sociedad en general. Por ello, la teorización de las relaciones entre la ciencia y los otros subsistemas sociales, parece un tema apropiado para la filosofía política de la ciencia. Nos referimos a las relaciones de la tecnociencia con el sistema educativo, con el sistema sanitario, con el sistema económico, con los medios de comunicación… En cada uno de estos puntos, se presentan interesantes cuestiones, que reclaman la atención del filósofo. Aquí nos encontramos con que emerge de nuevo, la cuestión de los valores. Pero ahora bajo el prisma de la convivencia social, entre los valores de las distintas esferas, del respeto que la ciencia debe tener, a los valores de otros subsistemas, y del respeto que debe reclamar para los propios.
Nos recordaba Habermas, que la ideologización de la ciencia y de la técnica, ha dado lugar respectivamente al “cientificismo” y al “tecnologismo”. Y de ahí a la colonización del mundo de la vida por parte de la tecnociencia, hay tan solo un paso. En gran parte, la filosofía política de la ciencia se ha desarrollado, como una crítica a esos fenómenos.
Al hilo de esta crítica, también hay alguien que ha pedido la simple equiparación política, de todas las tradiciones respetables que coexisten en una sociedad libre y, entre ellas, la tecnociencia. Esto tendría efectos inmediatos sobre el sistema educativo, sanitario, económico y otros muchos. Este reto está muy sólidamente – y también provocativamente - planteado, en los textos de Paul Feyerabend (al que me referí, en mi artículo anterior en este mismo Blog). Es cierto que un racionalismo demasiado estrecho, ha despreciado la tradición como fuente de conocimiento, y a las tradiciones como unidades útiles en filosofía de la ciencia. Pero, al mismo tiempo, también podría resultar excesivo, el tomar las tradiciones, como entidades perfectamente delimitadas. Pero si en cambio pensamos la ciencia, no como una tradición cerrada en sí misma, sino como una actividad enraizada en el sentido común, y si reconocemos el derecho de cada persona, a disponer de lo más valioso del patrimonio de la humanidad, con independencia de su tradición o etnia, entonces, la respuesta al reto de Feyerabend, se hará quizá posible.
Es una cuestión harto debatida, si la ciencia y la democracia se han apoyado mutuamente, en los distintos momentos históricos, si ambas son independientes, o si, incluso, la ciencia florece especialmente en sociedades no democráticas. Según Geoffrey Lloyd, la importancia que entre los atenienses tuvo la discusión política en el Agora, favoreció y se vio favorecida, por el desarrollo de la ciencia y de la filosofía. También Karl Popper sostiene, que se ha dado una suerte de paralelismo y reforzamiento mutuo, entre el desarrollo de la ciencia y el de una sociedad abierta. Por su parte otros autores, como los pertenecientes a la Escuela de Fráncfort, han puesto el énfasis en los riesgos políticos, a los que conduciría una extensión inmoderada de la racionalidad instrumental, que ellos asociaban con la tecnociencia. Y a su vez y en su día, Vaclav Havel, denunció el apoyo que algunos regímenes totalitarios, pudieron obtener de la mentalidad cientifista.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Junio del 2019.


jueves, 22 de agosto de 2019

LA CIENCIA EN UNA SOCIEDAD LIBRE (I)

En 1994 se publicó un libro muy interesante, referido a un tema que actualmente llama mi atención (filosofía política y filosofía de la ciencia), pero que en su día me pasó desapercibido. Me refiero a “La ciencia en una sociedad libre” de Paul Feyerabend.
Feyerabend llegaba a la conclusión, de que el éxito de una investigación no se da por la medida en la que se aplican las reglas y fórmulas generales, es más, ni siquiera se conoce explícitamente el método con el que se logró. Me recuerda a Einstein cuando decía: “La imaginación es más importante que el conocimiento”.
Pero Einstein no es el único con el que compartía ideas Feyerabend, con su maestro Popper también lo hacía, esto se ve reflejado en una de las frases más célebres del mismo “Soy profesor de método científico, pero tengo un problema: el método científico no existe”. La historia misma, lo sabemos, está llena de accidentes y curiosos eventos, lo que demuestra la complejidad de las circunstancias reales, y el carácter impredecible de las cosas. Por esto mismo, la idea de un método fijo para cualquier evento sería incongruente. Sin embargo, hay un principio, me parece, que puede ser contemplado en cualquier circunstancia: todo sirve.
Hay que considerar por añadidura, que muchos filósofos de la ciencia, estuvieron empeñados también en cuestiones políticas, y que difícilmente podríamos trazar una separación radical, entre ambas cuestiones. Sin ir más allá, podemos recordar los casos de Otto Neurath y Karl Popper. Por otro lado, autores que solemos considerar como pensadores políticos o sociales – en mi caso claramente Jürgen Habermas – tienen también un considerable interés, para la filosofía de la ciencia.
En un cierto sentido, lo que Alfredo Marcos ha propuesto en llamar “filosofía política de la ciencia”, sería un campo de estudio muy reciente, casi más un proyecto que una realidad. Pero, en otro sentido, las raíces intelectuales de la misma llegan muy lejos en el tiempo, y las podemos rastrear en algunos de los más prestigiosos filósofos actuales y no tan actuales.
Pero no se trata de que la dicha filosofía política de la ciencia, se tenga que considerar como una nueva súper-especialización de la filosofía, sino precisamente de lo contrario, de un intento de crear un nuevo foco interpretativo, en zonas de solapamiento y diálogo entre disciplinas filosóficas añejas, que no pueden permanecer separadas por más tiempo. Y ello por un motivo doble. Por un lado, los problemas tradicionales del pensamiento político (la justicia, la libertad, la legitimidad, la democracia…) se presentan hoy en conexión inevitable con la tecnociencia. Dependen en gran medida de cómo se regule ésta, temas como el acceso a los bienes que la misma produce, y la distribución de los riesgos que genera. Por otro lado, la tecnociencia se entiende, cada vez más, como acción humana, lo cual ha forzado una ampliación de la filosofía, hacia cuestiones prácticas, de manera que los problemas clásicos sobre la racionalidad y el realismo, comienzan a ser tratados bajo la forma de la razón práctica. En palabras de López y Velasco: “Resulta indispensable que la filosofía, y en particular la filosofía de la ciencia, asuma la tarea de analizar críticamente, las condiciones que harían compatible el desarrollo de la ciencia y la tecnología, con el fortalecimiento de la democracia”.
La progresiva confluencia entre filosofía política y filosofía de la ciencia, se ha visto favorecida por los cambios ocurridos recientemente, en al ámbito de la tecnociencia y en el ámbito político-social y, a raíz de ellos, en la propia naturaleza que ha sido, por decirlo de forma suave, “politizada”.
Analicemos de forma más detenida, esos procesos citados:
a) Que la ciencia se ha convertido, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, en un complejo hecho social, es un hecho bien sabido que, me parece, no requiere mayores demostraciones. Recordemos pero, que la condición eminentemente social de la producción científica, así como el gran poder de influencia, que la ciencia tiene sobre la propia sociedad, tanto mediante las aplicaciones tecnológicas, como mediante las imágenes del mundo que propone, hacen que la reflexión filosófica sobre la ciencia, no pueda permanecer ajena por más tiempo a la perspectiva política. Y viceversa, la filosofía política y social no ha podido por menos, que ocuparse de la tecnociencia, ya que se trata de unos de los más poderosos, factores de configuración social.
b) Los cambios en ciencia y tecnología no están determinados, dependen de la voluntad de las personas. En el mejor de los casos, de una voluntad expresada democráticamente. En consecuencia parecería sensato, el establecimiento de “políticas científicas”. Políticas para promover e impulsar, el desarrollo científico y tecnológico.
c) De las transformaciones tecnocientíficas y sociopolíticas, se han seguido también, transformaciones en la propia naturaleza. Ya no es sólo la “polis”, la que está en el seno de la naturaleza, sino la naturaleza la que ha sido incluida dentro de la “polis”. Hoy, por decirlo con las palabras de Hans Jonas, buena parte de la naturaleza, ha caído bajo nuestra responsabilidad. O dicho de otro modo, una buena parte de la naturaleza, se ha convertido en una cuestión política. Por ello no es raro, que la reflexión sobre las ciencias de la naturaleza, especialmente sobre las ciencias biológicas y ambientales, se haya convertido, en cierta medida, en una reflexión política.
d) Por los escritos de Karl Popper, algunos aprendimos que la ciencia y la tecnología, conviven necesariamente con la incertidumbre. Si los ideales modernos de certeza científica se hubiesen cumplido íntegramente, entonces un supuesto método científico sería hoy nuestra brújula, guiaría con seguridad la acción humana en todos los terrenos y, especialmente, en el de la política. Pero, para bien o para mal, no fue así. La conciencia de incertidumbre que hoy nos acompaña, exige unas relaciones horizontales entre la ciencia y la política. Pide comunicación entre ambas en plano de igualdad.
e) Por último, resulta muy importante el debate sobre la racionalidad, que se viene manteniendo desde mediados del siglo XX. En los últimos años, hasta donde mi saber alcanza, algunos filósofos de la ciencia han trabajado en un modelo de racionalidad, que aproxima mucho la ciencia y la política (ver Alfredo Marcos) un modelo no-algorítmico, pero alejado al mismo tiempo del polo irracionalista. Un modelo de racionalidad que recuerda mucho, lo que tradicionalmente se ha tenido por sensatez política, que no está lejos de la idea de prudencia, ni de la propia idea de “razón cordial”, tal y como la presenta Adela Cortina.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Junio del 2019.

(continuará en una segunda parte)


martes, 20 de agosto de 2019

ARENDT Y YO

Hace ya bastantes años, un buen amigo me prestó “La condición humana” de Hannah Arendt, encareciéndome que lo leyera con atención, pues decía: era la base de todas las publicaciones de la gran filósofa. El pasado mes, sentí muchas ganas de releerlo, pero claro, lo tuve que comprar. Y cual no ha sido mi sorpresa, al constatar que la magnífica introducción de esta edición, se debe al flamante Presidente del Senado, el también ilustre filósofo Manuel Cruz.
Arendt murió en diciembre de 1975 (un mes después de Franco) de manera que sus obras son anteriores a esa fecha. Pero tardaron mucho en hacerse populares. Quizá no sea extraño que, ante la crisis de la política y de la filosofía de la historia, muchos hayan vuelto su mirada hacia esta pensadora, por otra parte muy difícil de encasillar en ninguna escuela filosófica. Elisabeth Young-Bruehl – para mí su mejor biógrafa – ha propuesto leer la entera evolución de su pensamiento, utilizando una categoría que la propia Arendt empleó, en uno de sus primeros textos (“Rahel Varnhagen: vida de una judía”) la categoría de “paria”. El paria (concepto utilizado por primera vez por Max Weber) es mucho más que un apátrida, que un desarraigado: es un “outsider”, nos explica Manuel Cruz. La figura completamente opuesta al arribista, al “parvenu”. Es alguien con una pulsión tan enfermiza por asimilarse al mundo, que está dispuesto a negarse a sí mismo, con tal de no sentirse apartado de él. La evolución del pensamiento de Hannah Arendt, que Paul Ricoeur glosaba como: “De la filosofía a lo político”, se dejaría caracterizar entonces, como el tránsito desde su experiencia particular, a un discurso general acerca de las condiciones para la “acción”, y acerca de la naturaleza del juicio o, con otras palabras, desde su personal idea de la condición de paria, a una teoría de lo público.
El hecho de que Arendt se viera obligada, por causa de su origen judío, a emigrar a Estados Unidos en 1941, concede a su conocido texto “Los orígenes del totalitarismo”, que duda cabe, un especial atractivo. Una de las reflexiones que más me atrajeron de Arendt, desde el inicio mi devoción por ella, fue su afirmación de que las formas nazi y comunista de gobierno totalitario, eran esencialmente las mismas. Así lo veía mi padre y así me lo había enseñado. Pero por entonces, en mis círculos de amistades, había muchos marxistas que lo negaban con total énfasis, hasta el punto de romper la amistad por tal opinión. De Arendt aprendí – entre miles de cosas - que el totalitarismo no es sólo un fenómeno histórico de decisiva importancia, sino también una categoría de explicación filosófica.
Lo específico del totalitarismo decía Arendt, viene dado por el protagonismo de las masas. Y ello me llegaba en unos años, en que Ortega (uno de mis mentores) estaba muy mal visto por ciertas izquierdas, quizá porque leyeron pero no entendieron, su famoso texto de “La rebelión de las masas”. Tanto Ortega como Arendt se refieren a las masas, no a las clases en su significado marxista. A un individualismo gregario, a ese estar comprimidos los unos contra los otros, cada uno aislado absolutamente de los demás, en ausencia total de nuestra identidad, que sólo brota en relación reflexiva con los otros.
Sus críticas van dirigidas específicamente, contra la pretensión, tan propia de los movimientos totalitarios, de “organizar a las masas”. Arendt dice textualmente: “A las masas, no a las clases, como los antiguos partidos de intereses de la Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con opiniones acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses en éstos, como los partidos de los países anglosajones”. Lo que define a las masas es, precisamente, ese ser puro número, mera agregación de personas, incapaces de integrarse en ninguna organización basada en el interés común (una aproximación muy orteguiana). Y Arendt remacha: “Las masas carecen de esa clase específica de diferenciación, que se expresa en objetivos limitados y obtenibles”.
Masas en sí impotentes, porque una de las consecuencias del aislamiento, de ese estar solo entre los muchos, es la incapacidad para actuar, pues se actúa entre y con los demás. Masas faltas de poder real pues: “el poder persiste mientas los hombres actúan en común; desaparece cuando se dispersan”, escribió muy “arendtianamente” Paul Ricoeur (un concepto enfático de “praxis”, más marxista que aristotélico).
Masas incapaces de proponer objetivos obtenibles, mientas afirman que el mundo está en sus manos. La conclusión de Hannah Arendt, ya no es un juicio de intenciones: “El totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Julio del 2019.


jueves, 15 de agosto de 2019

EXTREMISMO. SINRAZÓN

Me parece que en mis años jóvenes, sentíamos más simpatías por la cultura y por la vida, que en estos tiempos. La vida se compone, es sabido, de muchas dimensiones, asuntos, cosas con las que tenemos que contar. Y la cultura, no es sino la fórmula armónica, que nos ayuda a hacer frente a todas, o a casi todas esas cosas.
La cultura es en efecto, o al menos esa es mi opinión, una faena de integración y una voluntad de aceptar lealmente, todo lo que, nos guste o no, esta ahí constituyendo nuestra existencia. Pero mira por donde en estos días, muchos desesperan de la cultura y parecen sentir asco hacia una vida que, seguramente, les parece pura nulidad. Aunque este asco, esta especie de odio, irá decreciendo, conforme el asunto de que se trate, sea menos central, más periférico. Bastantes se agarran a una de estas cuestiones periféricas, y niegan todo lo demás. Se refugian en un rincón de la realidad, y deciden hacer de él, y sólo de él, su vida toda. Declaran enfáticamente que sólo eso es importante, y que todo lo demás es despreciable.
Como adelantaba Ortega, muchos hombres se van, se retiran, del centro de la vida, hacia algunos de sus extremos, negando rotundamente el resto de aquella. Al impulso de integración, que para algunos supone la cultura, sucede un impulso de exclusión. En este sentido formal e inevitable, la desesperación se hace extremismo. Extremismo es por tanto, el modo de vida en que se intenta vivir, sólo desde un extremo del área vital. Como decíamos: se afirma frenéticamente un rincón y se niega el resto.
El hombre, pues, que se retrae a esa sola y única cuestión, la exagera, la exacerba y exaspera, la saca de quicio, es decir, de su lugar. Renuncia a aceptar la vida según es y, por una ficción íntima que le inspira su desesperación, la reduce a un extremo, se instala en él y hace extremismo. Y desde él combatirá el resto enorme de lo humano, negará la ciencia, la moral, el orden, la verdad… Ahora bien, a mí me parece muy discutible, que esa o cualquier otra posición extrema, se pueda adoptar con efectiva autenticidad. En el mismo sentido que me parece discutible, que alguien pueda pensar en serio que dos y dos son cinco. En tal caso, si eso ocurriera, no estaríamos obligados a creer a alguien que lo defendiera, aunque nos jurara y perjurara que es sincero, y que se dejaría matar por ello. De hecho la historia nos enseña, que el hombre se ha dejado matar muchas veces, por sostener su propia ficción. Sí, el hombre tiene una capacidad de histrionismo, que llega a veces al heroísmo.
Las épocas de desesperación, de agudo malestar, abren, por lo pronto, un amplio margen a todas las íntimas ficciones, al gran histrionismo histórico. En ellas, muchos hombres han perdido la confianza en su cultura y todo entusiasmo hacia ella, por eso están como en el aire, y son incapaces de oponerse al que afirma algo en positivo, al que se hace firme en algo. De ahí que sean épocas en que basta con dar un grito, por arbitrario que sea su contenido, para que todo el mundo se apunte al mismo (no tenemos más que pasearnos un rato, por las redes sociales). Son épocas de “chantaje” histórico.
En épocas de crisis, de exasperación, se pueden reducir a ella, todos los problemas de la vida colectiva y, en nombre de ella, arrojar de las cátedras a los más sensatos y realistas. Cuanto más absurdo y más extremo sea el extremismo, más probabilidades tiene de imponerse, aunque sólo sea pasajeramente. Recuerden los creyentes, que San Pablo daba a su fe, deliberadamente, un perfil de absurdidad y de locura, para hacerla más atractiva a los exasperados de su tiempo (baste con recordar los inicios de Podemos, hace sólo un par de años).
Las situaciones extremas, al consistir en que el hombre, no halla solución en la perspectiva normal, le lleva a buscar un escape en lo distante, excéntrico, extremo, que antes pareció menos atendido. Y no importa lo qué sea esto: su elección es siempre arbitraria. No se le afirma por lo “que es”, sino, mecánicamente, porque “no es” lo consagrado, lo usado, algunos dirían lo “burgués”. Es esencial al extremismo la sinrazón. Querer ser razonable, es ya renunciar al extremismo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 12 de Julio del 2019.