Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 27 de febrero de 2020

ENTENDER LA PROPIA VIDA

Me está llegando el día en el que sentiré, como Ortega temía: “Esto ya no lo entiendo”, ni siquiera, puede, mi propia vida. Y eso que vivir es precisamente, darse cuenta de que se vive, asistir a lo que a uno le pasa. Pero esta presencia, que nuestra propia vida tiene ante cada uno de nosotros, es cosa muy distinta de advertir, que esa nuestra propia vida y la de los otros hombres aún vivientes o sidos, es una realidad peculiar. La cuenta que me doy de mi vida al vivirla, no me presenta a ésta como un objeto que esta ahí, fuera de mí, lo mismo que la piedra y el árbol, y que por estar fuera de mí, por ser una realidad objetiva, puedo y debo investigar con su peculiar contextura, según hacemos con las mencionadas piedra y árbol.
La intimidad primaria que con mi vida tengo, al irla viviendo, me impide verla como un objeto o realidad, que pueda ser tema de investigación, problema para el conocimiento. Mi vida me es transparente, y lo transparente es lo más difícil de ver. Los hombre reparamos mejor en lo que está fuera de nosotros y que, por eso mismo, nos es desconocido, opaco y enigmático. Para que algo se nos convierta en tema de conocimiento, es preciso que antes se nos vuelva problema, y para que esto acontezca es, a su vez, menester que lo extrañemos.
José Ortega y Gasset
Para que el hombre se extrañase de la vida humana, y reparase en que es una realidad peculiar, fue menester que llegara antes a poseer un sistema, rigoroso y preciso, de la realidad cósmica. La interpretación mecánica del mundo triunfante en Newton, tenía por fuerza que llevar, al intento de someterle toda la realidad. Por eso se ensaya a fines del siglo XVII, y durante todo el XVIII en Inglaterra y Francia, extenderla a lo humano. Y es en ese momento, al percibir la resistencia que opone a la interpretación mecánica, que comienza a percibirse la vida humana, como una realidad “sui géneris”. La insumisión del hecho humano a esa intelección mecánica, es lo que lleva a reparar en él, y le proporciona el carácter de realidad propia. La cosa puede parecernos sorprendente, pero es innegable: nada aparece ante nosotros como realidad, sino en la medida en que es indócil.
Kepler comprendió que la misión de la astronomía era, precisamente, partir de los datos, para buscar la forma que la realidad, tenga a bien poseer. Algo parecido hizo Voltaire, el primero en no ver en las batallas y las grandes catástrofes, en la intriga política de Cortes y asambleas, la realidad histórica exclusiva. En su “Essai sur les moeurs et l’esprit des nations”, Voltaire supera definitivamente, cuanto en la historia quedaba de crónica, es decir, de relato de lo más o menos extraordinario. Esto es, precisamente, lo que añade Galileo a Kepler, y Montesquieu a Voltaire. Por vez primera intenta éste, la interpretación dinámica de los fenómenos históricos, y ve la vida humana, como constituida en su última realidad.
Pero la dinámica de Montesquieu, explica sólo la forma en su presente. Es ciega para lo decisivamente histórico, que es el movimiento de las formas, el salir unas de otras, la transformación. La vida humana es permanente metamorfosis. Cada forma aparece en un lugar determinado, de la serie en que se suceden, temporalmente, las formas. No hay “conciencia histórica”, mientras no se ve cada forma, en esa su perspectiva temporal, en su sitio del tiempo histórico, emergiendo de otra anterior, emanando otra posterior. Es lo mismo que decir, que la realidad humana es evolutiva, y su conocimiento tiene que ser genético. En Turgot, Condorcet y Lessing, se completa este magnífico amanecer de la historia, con la interpretación de su proceso como evolución.
Voltaire
Nos recuerda Ortega entre otros, que fueron los hombres del XVIII quienes descubrieron, uno tras otro, los componentes para la óptica del historiar. Gracias a ellos, la realidad histórica surge desnuda y palpitante. Mas, por lo mismo que aquel siglo, fue hallando uno a uno los componentes de esa nueva manera de ver, por ello mismo decimos, no llegó a reunirlos, no logró, en suma, entregarse de lleno y sin más, a contemplar la histórico como tal. Una causa había que lo estorbó, y es que el siglo XVIII fue fiel a su maestro el XVII, en la convicción de que el hombre posee una “naturaleza”, un modo de ser definitivo, permanente, inmutable. El hombre es “razón”. Y en tanto piensa, siente y quiere racionalmente, no es de ningún tiempo o lugar.
Estamos en puertas, y yo no soy pesimista, de no saber ya lo que es y significa la “realidad histórica”, de no saber que es en definitiva, lo joven y lo caduco. Hace ya años, la primera de las veces que visité Paris, al puente más viejo de la ciudad, le llamaban “Le Pont Neuf”. Me doy perfecta cuenta, de que la mayoría de los que interlocutan ya conmigo ”in person” o vía digital, pertenecen a otra generación. Y eso no es baladí, pues ya repetía Ortega, que el concepto más importante de la historia, el gozne de su coraje, es la idea de las generaciones. Cada una de ellas trae al mundo, una sensación de la vida distinta, un horizonte cordial propio, dentro del cual vive inexorablemente reclusa, y que la contrapone a la generación anterior y a la subsecuente. Cada generación viviría así, emparedada dentro de su sensibilidad, y comunicaría con las demás a través de ésta, como al través de un muro. Oyen mutuamente las voces, hoy mejor los gritos, pero no se entienden.
La sensibilidad radical de la vida, es como una frontera, una más, infranqueable. Por eso yo temo, desde hace ya algún tiempo, que una mañana, al leer la prensa, de papel o digital, me tenga que decir a mí mismo: “Esto ya no lo entiendo”. Será, sí, una penosa impresión de que tropiezo con el muro y/o prisión de mi tiempo; será el convencimiento de que he perdido ya plasticidad, de que ya no hay en mí, materia aún no sellada y troquelada, capaz de recibir la huella advenediza. Ese día no tendré más remedio que cerrar mi fontanela, como decía Pío Baroja, e ir en busca de la próxima Academia, del próximo mundo intelectual.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 23 de Diciembre del 2019.


jueves, 20 de febrero de 2020

SITUACIÓN Y HORIZONTE

El concepto de “situación” se caracteriza, porque uno se encuentra frente a ella y, por lo tanto, no puede tenerse un saber objetivo de la misma (la estructura del concepto de la “situación”, fue explicada especialmente por Karl Jaspers). Simplemente estamos en ella (en la situación). Nos encontramos siempre en una situación, cuya iluminación es una tarea, a la que nunca se puede dar cumplimiento por entero. Y esto vale también para la situación hermenéutica, esto es, para la situación en la que nos encontramos, frente a la tradición que queremos comprender. Tampoco se puede llevar a cabo por completo, la iluminación de esta nueva situación, la reflexión total sobre la historia efectual (historia de los efectos o consecuencias, que se han generado históricamente, en el marco de una realidad cultural). Pero esto no es defecto de la reflexión, sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos.
“Ser histórico quiere decir, no agotarse nunca en el saberse” explicaba Gadamer. Todo saberse procede de una predeterminación histórica, que podemos llamar con Hegel “sustancia”, porque soporta toda opinión y comportamiento subjetivo y, en consecuencia, prefigura y limita toda posibilidad de comprender una tradición, en su alteridad histórica.
Todo presente tiene sus límites. El concepto de la situación se determina justamente, en que representa una posición que limita las posibilidades de ver. Al concepto de la situación, le pertenece esencialmente el concepto de “horizonte”. Horizonte es el ámbito de visión que abarca y encierra, todo lo que es visible desde un determinado punto. Aplicándolo a la conciencia pensante, hablaríamos entonces de la estrechez del horizonte, de la posibilidad de ampliar el horizonte, de la apertura de nuevos horizontes.
Nietzsche
La lengua filosófica ha empleado esta palabra, sobre todo desde Nietzsche y Husserl, para caracterizar la vinculación del pensamiento a su determinabilidad finita, y la ley del progreso de la ampliación del ámbito visual. El que no tiene horizontes, es un hombre que no ve suficiente y que, en consecuencia, supervalora lo que le cae más cerca. En cambio tener horizontes, significa no estar limitado a lo más cercano, sino poder ver por encima de ello. El que tiene horizontes pude valorar correctamente, el significado de todas las cosas que caen dentro de ellos, según los patrones de cerca y lejos, grande y pequeño. La elaboración de la “situación” hermenéutica significa, de esta manera, la obtención del horizonte correcto, para las cuestiones que se nos plantean, cara a la tradición.
Puede resultar también interesante, hablar de horizonte en el marco de la comprensión histórica, especialmente cuando nos referimos a la pretensión de la conciencia histórica, de ver el pasado en su propio ser, no desde nuestros patrones y prejuicios contemporáneos, sino desde su propio horizonte histórico. La tarea de la comprensión histórica, incluye la exigencia de ganar, en cada caso, el horizonte histórico, y representarse así, lo que uno quiere comprender en sus verdaderas medidas. Todo el que omita este desplazarse al horizonte histórico, desde el que habla la tradición, estará abocado a malentendidos, respecto al significado de los contenidos de aquella.
En el sentido de lo dicho, parecerá una exigencia hermenéutica justificada, el que uno se ponga en el lugar del otro, para poder entenderle. Pero habrá de preguntarse entonces, si este lema no se hace deudor precisamente, de la comprensión que le exige a uno. Ocurre como en el diálogo que mantenemos con alguien, con el único propósito de llegar a conocerle, es decir, de hacernos idea de su posición y horizonte. No sería un auténtico diálogo, pues no se buscaría el consenso sobre un tema, sino que los contenidos objetivos de la conversación, no serían más que un medio, para conocer el horizonte del otro. La conciencia histórica opera de un modo análogo, cuando se coloca en la situación de un pasado, e intenta alcanzar así, su verdadero horizonte histórico. E igual que en esta forma de diálogo, el otro se hace comprensible en sus opiniones, desde el momento en que se ha reconocido su posición y horizonte.
Nos surge entonces la cuestión, la pregunta dialéctica, de si la anterior descripción, alcanza realmente al fenómenos hermenéutico ¿Existen realmente dos horizontes distintos, aquel en el que vive el que comprende, y el horizonte histórico, al que éste pretende desplazarse? ¿Es una descripción correcta y suficiente del arte de la comprensión histórica, la de que hay que aprender a desplazarse a horizontes ajenos? ¿Puede decirse en este sentido, que hay horizontes cerrados? Recordemos el reproche que le hacia Nietzsche al historicismo, de romper los horizontes circunscritos por el mito, únicos en los que puede vivir una cultura ¿Es siquiera pensable, una situación histórica limitada por un horizonte cerrado?
Husserl
La movilidad histórica de la existencia humana, estriba precisamente, en que no hay una vinculación absoluta a una determinada posición y, en este sentido, tampoco hay horizontes realmente cerrados. El horizonte es más bien algo en lo que hacemos nuestro camino, y que hace el camino con nosotros. El horizonte se desplaza al paso de quien se mueve. También el horizonte del pasado, del que vive toda vida humana, y que está ahí bajo la forma de la tradición, se encuentra en perpetuo movimiento. No es la conciencia histórica, la que pone en movimiento al horizonte limitador, sino que en la conciencia histórica, este movimiento se hace consciente de sí mismo.
En los casos en que la conciencia histórica, se desplaza hacia horizontes históricos, esto no quiere decir que se traslade a mundos extraños, a los que nada vincula con el nuestro. Por el contrario, todos ellos juntos forman ese gran horizonte que se mueve por sí mismo, y que rodea la profundidad histórica de nuestra autoconciencia, más allá de las fronteras del presente. En realidad es un único horizonte, el que rodea cuanto contiene en sí misma la conciencia histórica. El pasado propio y extraño, al que se vuelve la conciencia histórica, forma parte del horizonte móvil desde el que vive la vida humana, y que determina a ésta, como su origen y como su tradición.
Comprender una tradición, requiere sin duda un horizonte histórico. Pero no es verdad que ese horizonte se gane, desplazándose a una situación histórica. Por el contrario, tenemos que tener siempre nuestro horizonte, para poder desplazarnos a una situación cualquiera ¿Qué significa en realidad este desplazarse? Evidentemente no algo tan sencillo, como “apartar la mirada del mismo”. Por supuesto que también esto es necesario. Pero uno tiene que traerse a sí mismo, hasta esta otra situación. Sólo así se satisface el sentido de “desplazarse”. Si uno se desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente porque es “uno”, el que se desplaza a su situación.
Este desplazarse, no es empatía de una individualidad en otra, ni sumisión del otro bajo los propios parámetros. Por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia, como la del otro. El concepto de horizonte se hace aquí interesante, porque expresa esa panorámica más amplia, que debe alcanzar el que comprende. Ganar un horizonte quiere decir siempre, aprender a ver más allá de lo cercano y de lo muy cercano (ver más allá de nuestras propias narices). No desatenderlo, no, sino precisamente verlo mejor, integrándolo en un todo más grande, y en patrones más correctos.
Tampoco sería una buena descripción de la conciencia histórica, la que habla en Nietzsche, de los muchos horizontes cambiantes, a los que ella enseña a desplazarse. El que aparta la mirada de sí mismo, se priva justamente del horizonte histórico. La idea de Nietzsche, de las desventajas de la ciencia histórica para la vida, no concierne, en realidad, a la conciencia histórica como tal, sino a la autoenajenación de que es víctima, cuando entiende la metodología de la moderna ciencia de la historia, como su propia esencia.
Ya lo hemos puesto de relieve: una conciencia verdaderamente histórica, aporta siempre su propio presente. Y lo hace viéndose a sí misma, como a lo históricamente otro, en sus verdaderas relaciones. Por supuesto que ganar para sí un horizonte histórico, requiere un intenso esfuerzo intelectual. Uno no se sustrae a las esperanzas y temores de lo que le es más próximo, y sale al encuentro de los testimonios del pasado, desde esta determinación. Por eso es una tarea tan importante como constante, impedir una asimilación precipitada del pasado, con las propias expectativas de sentido. Sólo entonce se llega a escuchar la tradición, tal como ella puede hacerse oír, en su sentido propio y diferente.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 15 Diciembre del 2019.



viernes, 14 de febrero de 2020

LOS SENTIMIENTOS NO CREAN EVIDENCIAS

Algunos de los filósofos neopositivistas (Russell, el primer Wittgenstein…) gustaban de repetir, algo que nos convendría tener siempre presente. Era una afirmación tan sencilla como demoledora: nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa, pero que carecen por completo de significación. Por señalar sólo una, la célebre tesis de Heideggerla nada nadea”. A simple vista parece querer significar algo, incluso algo transcendente, pero es una construcción tan vacía, como lo sería por ejemplo “la lluvia llueve”.
Nos recordaba el otro día Manuel Cruz, que la cosa queda muy clara si, en vez de enredarnos con la filosofía ¡siempre tan suya! aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. En este terreno certificaremos hasta que punto, el lenguaje puede acabar frecuentemente, jugándonos malas pasadas, hasta que punto resulta usual, hacer y hacerse trampas con las palabras.
El lenguaje es un artefacto de tal poder, que tanto puede servir para un fregado como para un barrido, tanto para generar el mayor de los daños, como para provocar una intensa felicidad. Tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible, como puede oscurecerla por completo. Para nuestra desgracia, es de lo último de lo que, hoy en día, podemos encontrar más ejemplos. El lenguaje político es fuente casi inagotable, de ilustraciones a este respecto. Basta pensar en la cantidad de ocasiones, en las que aceptamos de forma acrítica, la valoración que desliza una expresión, que llega cargada de connotaciones. ¡Líneas rojas! En momentos en que las circunstancias, parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar, parece casi inevitable que alguien saque a colación, obviamente para rechazarla, dicha expresión.
Manuel Cruz
¿Acaso alguien consideraría una “línea roja”, afirmar que hemos de organizar nuestra convivencia, en el marco del respeto de los derechos humanos? Hemos visto como no faltan hoy entre nosotros, los que consideran, por ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político, únicamente pueda transcurrir, dentro del marco del respeto a la legalidad, constituye un apriorismo, es decir, una línea roja inaceptable, que delataría, según ellos, la estrechez mental y el dogmatismo, de quien sostiene semejante barbaridad.
Pero ninguno de estos múltiples peligros potenciales, debería llevarnos a olvidar, que la palabra es también, precisamente, la mejor herramienta de que disponemos, para construir consensos, para comenzar a establecer, entre todos, el modelo de sociedad en que queremos vivir, el ideal de vida buena, que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa debería ser – es, para algunos – la política.
Sostener que ha llegado la hora de la política, es lo mismo que afirmar, que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina, y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos, y no de la que legitima el rechazo del otro. Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil.
Abandonados todos los grandes relatos, que antaño nos cobijaban, los sentimientos parecen haber venido a sustituir las convicciones. Fue Marcel Proust el que nos dejó dicho, que hay convicciones que crean evidencias. Pero lo nuevo de nuestro tiempo, es que esa tarea de producción de evidencias, la han asumido los sentimientos. Ellos, los sentimientos, parecen haber pasado a ser, para muchos, el único lugar seguro, el único lugar a salvo, del cuestionamiento permanente de todo. Pero, tengámoslo muy presente, lo que nos hace realmente humanos, no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Ya hace mucho tiempo que se viene aplaudiendo en exceso, esa dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. Y quede claro que no estoy en la línea, de los que piensan que las emociones que deben ser educadas, son siempre exclusivamente y por definición, las de los demás.
Jürgen Habermas
A muchos nos educaron ya, en la convicción de que la última instancia de la argumentación, sólo la puede constituir la palabra misma. Todos los caminos alternativos, nos enseña la historia, sólo nos llevan al horror. Dicho de otra manera, algo redundante, la última palabra ha de corresponder siempre, a la palabra misma. Bueno es en este punto, releer a Jürgen Habermas, y su teoría de la verdad dialógica.
De todo ello se deriva, que no haya mayor rechazo de la política, que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción, que la de representantes políticos, en sede parlamentaria, tratando de ahogar con sus gritos y abucheos, la intervención de un adversario. Si nos fijamos bien, veremos que no estamos hablando de reincidir, en la vieja contradicción entre razón y emociones. Porque el propio lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Sí, lo sé, hay quien contraargumentará, que existen muchos usos diferentes del lenguaje. Pero la respuesta inevitable, es que también la razón, se “dice” de muchas maneras. Pero en todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba, el valor de cualquier propuesta.
Quienes sustituyen el argumento por el insulto, algo tan frecuente en las redes sociales, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus opiniones) y quienes sólo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás les importara un pito) no sólo acreditan, con tales posturas, no estar a la altura de la herencia democrática y racionalista recibida, sino algo peor. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos (el “espacio público” del que nos habló Hannah Arendt) que se articula mediante la palabra, sólo puede ser considerado, como una forma retomada de barbarie.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Diciembre del 2019.

jueves, 6 de febrero de 2020

PREJUICIOS, VERDAD Y CONCORDANCIA

Hans Georg Gadamer, no renunció jamás al ideal – propio de la Ilustración – de dilucidar los prejuicios. Llega, incluso, a mencionar un prejuicio de la Ilustración, a saber, ¡el prejuicio que existe contra los prejuicios! Este prejuicio parte, de que sólo puede considerarse verdadero, lo que se basa en una suprema fundamentación y certeza. Pero ¿dónde se encuentra semejante certeza, exenta de prejuicios, en el ámbito de nuestro conocer, exceptuada la esfera de las verdades lógicas y matemáticas? Según Gadamer, la idea de una fundamentación suprema, no es una posibilidad real de nuestro entender. Sin embargo, sobre esta posibilidad se basa el descrédito, que la Ilustración arroja sobre todos los prejuicios ¿No será este ideal o “prejuicio” el que necesite revisión, porque no hace justicia a la historicidad de nuestro entender?
La formulación, en tonos polémicos, de un prejuicio en contra de los prejuicios, denuncia que en la Ilustración hay un prejuicio inadecuado, a la realidad objetiva. Esta formulación presupone, por tanto, que hay prejuicios legítimos e ilegítimos. Los primeros nos proporcionan acceso a la cosa misma, los otros obstaculizan ese acceso. Pero ¿cómo podrían mostrarse y mantenerse separados? Gadamer responde siempre ¡por las cosas mismas! Esta desconcertante respuesta, es la que ya se encuentra en un pasaje de “El ser y el tiempo” de Heidegger.
En este mismo sentido escribe Gadamer: “Con ello se vuelve formulable, la pregunta central de una hermenéutica, que quiere ser verdaderamente histórica, su problema epistemológico clave: ¿en que puede basarse la legitimidad de los prejuicios? ¿En que se distinguen los prejuicios legítimos, de todos los innumerables prejuicios, cuya superación representa la incuestionable tarea, de toda razón crítica?
Hans Georg Gadamer
Pero la pregunta se hace aún más apremiante: si se ve, en la estructura del prejuicio, una condición indispensable del entender ¿no se desconectará uno “ipso facto” del verse acreditado por las cosas mismas? No raras veces se ha visto en ello, la aporía fundamental de la filosofía de Gadamer ¿Cómo podría armonizarse la presencia esencial (ontológica) de la estructura del prejuicio, con la constante apelación (que para algunos resulta irritante) a las cosas mismas?
Pero examinemos, antes que nada, si en verdad existe aquí, una aporía irreconciliable. En principio deberíamos afirmar dos evidencias: 1) Para Gadamer, todo entender se produce efectivamente bajo anticipaciones (a las que uno, sí, puede llamar “prejuicios” o “juicios preconcebidos”) de tal manera que la rectificación de un prejuicio, que se demuestre como ilegítimo, acontezca siempre y únicamente, a la luz de otra anticipación que sustituya a las anteriores anticipaciones. 2) Las cosas mismas no significan en Gadamer, las cosas en sí, tal como pueden experimentarse independientemente de todo entender (lo que sería una contradicción manifiesta). Estas cosas en sí, las conocería únicamente Dios ¿Cómo habrá de entenderse, pues, la exhortación, reiterada constantemente por Heidegger y Gadamer, a efectuar una ampliación de la opinión previa, ajustándose a las cosas mismas? La palabra “Sache” (cosa) en alemán, tiene siempre el sentido enfático, de una cosa o un asunto sobre el que hay que tratar o discutir, cuando se dice, por ejemplo, que alguien debe llegar por fin “al fondo de la cuestión”, que alguien habla “en causa propia, o que alguien quiere decir algo, a propósito del asunto. Esa cosa, “Sache”, es siempre la “cosa debatida”, la “cuestión de fondo” podemos decir. Por consiguiente, la “cosa” se encuentra ya en el horizonte del entender. Por tanto, elaborar una anticipación adecuada a la cosa, significa desarrollar los proyectos del entender, que sean conformes a la cosa debatida. Esto presupone que la cosa nos concierne, que estamos afectados por ella. No es posible elaborar proyecciones adecuadas a la cosa, sin que uno mismo entre en el juego, es decir, sin que uno se ponga a dialogar con la cosa. Este modelo dialogal de entender se halla orientado, indudablemente, en contra del paradigma epistemológico de un sujeto del entender, que se halle desconectado de su objeto. Pero este paradigma epistemológico es tenaz, y hace que surja de nuevo la cuestión: en este proceso, el que entiende ¿no es a la vez juez y parte? ¡No! responde Gadamer, porque aquí la cosa habla y ofrece resistencia. La verdad reside, en la adecuación del entender que se conforma a la cosa, una adecuación que debe manifestarse continuamente.
Gadamer no renuncia nunca a hablar, aquí, de conformación o adecuación (“adaequatio”). Claro está que no se trata de la pura equivalencia, entre el sujeto y el objeto. Pero eso no lo supone tampoco la “adaequatio”, si atendemos bien a la idea. La adecuación o “ad-aequatio”, implica el movimiento hacia (“ad”) la cosa. Entendida en sentido literal, la “adaequatio” no es más que la orientación, que consiste en moverse hacia la cosa, para hacerle justicia y ajustarse a ella.
Las ideas pertinentes a este respecto, y que hablan de conformidad, concordia y consonancia, explican con sumo énfasis: la verdad es una cuestión de concordancia, de acorde casi en sentido musical, por cuanto el que entiende, es acorde con el “interpretandum”. La nota característica de la verdad, no es en absoluto la objetivación o la cosificación del objeto, sino la concordancia, es decir, la armonía con la cosa que ha de entenderse. Por eso, toda la verdad es hermenéutica, es decir, es asunto de adecuación.
Por eso existe, finalmente, una aporía real entre la estructura previa del entender y la cosa misma. En efecto, la verdad humana reside en el ajuste o adecuación, en ella reinante. Muy lejos de ser un contrasentido, esa verdad hermenéutica nos permite redescubrir, el sentido justo de lo que quiere decir, cuando se habla de concordancia y armonía. Este redescubrimiento de la verdad, hace posible reconocer en el relativismo posmoderno, que renuncia al concepto de verdad y, consecuentemente, al concepto de adecuación, el eco de una concepción objetivista y fundamentalista, de la verdad, en la que el “sujeto” no tiene ya ninguna palabra que decir. Pero es una conclusión errónea y precipitada, deducir de la ausencia de tal verdad, del hecho de que resulte incomprensible para nosotros ¡que no existe ninguna verdad!
No es ninguna aporía, hablar de una concordancia entre la anticipación de sentido y la cosa misma, porque éste es el sentido correcto de la verdad. La aporía de Gadamer reside quizá en otra parte y, hasta ahora, poco vista. Se esconde ya en el concepto de prejuicio, porque éste parece presuponer, que un prejuicio puede convertirse siempre en un juicio. La intención de la distinción, establecida entre prejuicios verdaderos y prejuicios ilegítimos, se propone elevar a los prejuicios al nivel de la conciencia, a fin de examinarlos. Pero ¿será esto siempre posible, en el caso de “prejuicios”? ¿Sabemos con tanta precisión, que prejuicios nos determinan, cuando logramos entender algo? ¿No se caracteriza, más bien, un prejuicio por el hecho de que ordinariamente “no” lo conozcamos?
Gadamer lo había visto plenamente en su obra “Verdad y método”, cuando afirmaba: “Los prejuicios y opiniones previas, que ocupan la conciencia del intérprete, no están a su disposición”. En el “Diálogo” de la “Antología” lo encareció de nuevo: “Nuestros juicios preconcebidos, se definen precisamente, por el hecho de que nosotros no somos conscientes, de nuestros juicios preconcebidos”. Si esto es así, entonces ¿cómo podremos depositar nuestra confianza, en un criterio que nos permita distinguir, los falsos prejuicios de los verdaderos, como si estos se hallaran a nuestra libre disposición?
Por consiguiente, la aporía esencial reside entre el texto que recuerda los prejuicios que nos “ocupan”, y el texto en el que Gadamer plantea así, el “problema epistemológico”: “¿En qué puede basarse la legitimidad de los prejuicios?”. Para formular de otra manera la aporía: en la obra “Verdad y método” ¿superó Gadamer mismo la “problemática epistemológica”, al dar al problema de la verdad de nuestros prejuicios, un giro tan “epistemológico”? ¿No fue su intención basarse en la experiencia del arte, para recuperar una experiencia de la verdad, que sobrepasara el marco de una concepción puramente epistemológica de la verdad que, de este modo, era aún una concepción instrumental?
Podemos ver ahí realmente, una tensión esencial en el proyecto de pensamiento, de su obra magna “Verdad y método”, porque la obra manifiesta, por lo demás, una conciencia muy nítida, de los límites de la problemática epistemológica. Esto se aplica especialmente, a la inadvertida eficacia de los prejuicios, a la que Gadamer dedicas estas dramáticas líneas: “En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros, los que pertenecemos a ella. La lente de la subjetividad, es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo, no es más que una chispa, en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser”.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Noviembre del 2019.