Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 19 de diciembre de 2019

ESCUELA DE FRANKFURT

En un país, Alemania, cuyas mejores universidades cuentan con siglos de historia, la Universidad de Frankfurt se podría decir que era de fundación reciente (1914). Después de la Segunda Guerra Mundial, en sus treinta años de historia, ya había adquirido una reputación muy respetable y, especialmente, “progresista”. Las ciencias sociales ocupaban un amplio espacio. Max Horkheimer había dirigido allí un “Instituto de investigación social” antes de la guerra, que la policía clausuró en el fatídico año de 1933. La mayor parte de los miembros de esta Escuela de Frankfurt, nombre que había adquirido ya entonces, eran judíos que se vieron obligados a emigrar a Ginebra, París y, luego, a Estados Unidos.
Con el retorno definitivo de Horkheimer a Frankfurt, en febrero de 1950, el Instituto sería reabierto tímidamente (Horkheimer por su parte, sería nombrado rector de la Universidad en 1951), pero su orientación marxista se había atenuado considerablemente, durante el exilio de sus principales miembros en los USA. Su famosa “teoría crítica”, tomaría poco a poco, la forma de una crítica sociológica de las ideologías, que había perdido sus viejas ilusiones en relación al comunismo soviético, al carácter inevitable de la revolución comunista, y a la función de vanguardia del proletariado. Su crítica, sí, seguía dirigiéndose contra la “ideología” dominante en los países occidentales, cuya industria cultural tenía como función principal, sostener el capitalismo.
Renunciando, como digo, a ciertas utopías del marxismo, la Escuela se nutría ahora, del pesimismo de Schopenhauer y Freud. Durante un largo tiempo, Horkheimer se opuso a que se reeditaran, los primeros textos programáticos de su escuela, pues los juzgaba excesivamente marxistas.
Pero a finales de los sesenta, la Escuela conoció un sorprendente renacimiento, convirtiéndose en una de las principales inspiradoras (gracias especialmente a Marcuse y Habermas), de la revuelta estudiantil de aquellos años, y de su crítica de la sociedad de consumo.
Miembros de la Escuela de Frankfurt
Leyendo a Hans Georg Gadamer, se da uno cuenta de la importancia, que tales debates tuvieron en la recepción de su pensamiento. Aunque cuando éste fue profesor en Frankfurt, de 1947 a 1950, la teoría crítica aún estaba allí muy poco presente. En aquello días, la principal preocupación era, la de repatriar a profesores como Horkheimer y Adorno; dado que en el cuadro de la política de reparación, llevado a cabo por las fuerzas de ocupación, los profesores expulsados por los nazis, tenían derecho a recuperar sus puestos. Más tarde, Gadamer, a mi modo de ver algo injustamente, se arrogaba el mérito de haber contribuido, a que tanto Horkheimer, como Adorno, regresaran a Frankfurt. Pues por lo que yo sé, influyó mucho en su vuelta, la ola McCarthista que asolaba EE.UU. y que afectaba esencialmente al mundo de la cultura.
En noviembre de 1949, Gadamer, que mientras tanto se había trasladado a Heidelberg, se encontró con Adorno y le comunicó, que había buenas expectativas para que fuera él, quien la sucediera en Frankfurt. Pero finalmente sería Gerhard Krüger el que sustituyera a Gadamer, y no antes de 1953. Sin duda se trataba, del verdadero favorito de Gadamer.
Está claro, me parece, que no eran muchos los átomos que unían a Gadamer, con los representantes de la Escuela de Frankfurt de la época. Sus relaciones eran, por supuesto, corteses, colegiales, pero sus temperamentos y sus maneras de entender la filosofía, eran muy diferentes. Gadamer era percibido por ellos, como un representante de la filosofía universitaria clásica o, en el peor de los casos, como un heideggeriano. Mientras aquel pensaba que el trabajo de estos, era más sociológico que filosófico. “Cuando nos encontramos con Max y Teddy (Horkheimer y Adorno) – decía Gadamer – nosotros nos sentimos como campesinos que llegan a la ciudad. Para ellos tenemos todas las cualidades, pero también todas las limitaciones, de los campesinos. Esa gente – Horkheimer y Adorno – nos parecen extraordinariamente versátiles, intelectuales, pero poco sustanciales. Y como Heidegger, nosotros estamos habituados, para decirlo simplemente, a otro nivel. Del que, por cierto, ellos están muy lejos”.
1923 Escuela de Frankfurt
En 1950 los tres, Horkheimer, Adorno y Gadamer, participaron en un debate radiofónico, con ocasión del 50 aniversario del fallecimiento de Nietzsche. Según los recuerdos de Gadamer, Horkheimer pensaba que Nietzsche, había perdido la confianza en el espíritu moral de la burguesía, lo cual le había impedido abrazar, las ideas progresistas de la reforma social. Y Gadamer se preguntaba, si esa era la mejor perspectiva, la más apropiada, para hablar de Nietzsche. La de Heidegger le parecía infinitamente más radical.
En el curso de los años sesenta, la Escuela de Frankfurt ganaría en notoriedad, y la hermenéutica de Gadamer también. Entonces un debate fecundo hubiera podido tener lugar. Los alumnos de este último le exhortaban a ello, y él mismo estaba bien dispuesto. Un día metió la “Dialéctica negativa” de Adorno en su equipaje, para leerla durante sus vacaciones. Pero por casualidad, encontró a su alumno Reiner Wiehl en la estación, quien le anunció la muerte de Adorno. El debate entre esos dos caracteres opuestos, no tendría lugar.
La cosa funcionó mejor con Jürgen Habermas, y una controversia épica tendría lugar, entre la hermenéutica y la crítica de las ideologías. Habermas estaba en mejores condiciones para comprender a Gadamer: él también había estado influido por Heidegger, al inicio de su formación. Y había aprendido mucho de la hermenéutica de Gadamer, cuando este último le había invitado, a ser profesor en Heidelberg, justamente porque Habermas tenía dificultades, para encontrar un sitio en Frankfurt, donde Horkheimer y Adorno, no se ponían de acuerdo sobre él.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Septiembre del 2019.


jueves, 12 de diciembre de 2019

EL HOMBRE CULTO

En su magistral obra “Verdad y método”, Hans Georg Gadamer, se esforzará en recordarnos, como se entendía la formación, en el modelo humanístico del saber.
Para ello toma como punto de partida, el concepto de la “formación” (“Bildung”). La formación, nos recuerda, no consiste en que el que aprende, acumule materias y métodos científicos, sino en que se forme a sí mismo. Los conocimientos que las ciencias humanas proporcionan ¿no son igualmente verdades que nos forman, al cultivarnos, educarnos y transformarnos? Cuando esta concepción de la ciencia se desarrolló en el Renacimiento italiano, al que Gadamer no hace referencia directa (pues se basa más en Herder y en Hegel) se alzó polémicamente, contra el extenso menosprecio que se sintió durante la Edad Media, hacia el deseo humano de saber: a la luz de la verdad de la salvación, comunicada por Dios, el deseo humano de saber, se consideró sospechosamente, como fruto de la “curiositas”, en virtud de la cual el hombre, quería justificarse y elevarse a sí mismo. El Renacimiento, en contra de esto, apeló a las palabras del Génesis, según las cuales el hombre, fue creado a imagen y semejanza de Dios. Y así la “cultura”, la formación, se entendía como “el modo específicamente humano, de dar forma a las disposiciones y capacidades naturales del hombre”.
Para todo ello, a Gadamer le gustaba referirse a Hegel, porque éste entiende la tarea de formación, como un “ascenso de la generalidad” y, con ello, como cierto “sacrificio de la particularidad, a favor de la generalidad”. Ese “ascenso representa y forma, un proceso que no llega nunca a terminarse, pero que sigue siendo una constante tarea humana, en virtud de la cual, uno aprende a mirar más allá de su propia peculiaridad ¿No se entenderían mejor las ciencias humanas, partiendo de esta tarea de formación, que partiendo del ideal del método, tan querido por las ciencias naturales?
Este ideal de formación ha sido desacreditado con frecuencia, entre otras razones, porque algunos ven en esta clase de formación, el vano acopio de un tesoro de cultura, que estaría reservado para una clase selecta. En esto no consiste ciertamente para Gadamer, la esencia de la cultura. La persona culta, no es aquella que sabe hacer ostentación, de un deslumbrante saber de formación cultural. El que se comporta así no es culto, sino un pedante.
Habermas a la izquierda, Gadamer a la derecha
Frente a ese saber aparente, que señala al pedante, Gadamer describió esta clase de saber, nuevamente refiriéndose a Hegel, en una brillante conferencia pública que pronunció en Heidelberg el 7 de julio de 1995, con el título de “¿Qué es hoy en día la formación general?”: “Ser un hombre culto y formado, es manifiestamente cultivar una forma especial de distancia". Hegel se preguntó en una ocasión, que es propiamente un hombre culto y formado. El hombre culto es aquel, que está dispuesto a conceder vigencia, a los pensamientos de otra persona. El inculto, es el que defiende con seguridad dictatorial, un saber cualquiera que ha atrapado al azar. Eso es lo típico de una persona inculta y no formada. Por el contrario, el saber dejar algo en lo indeciso, eso es la esencia de quien sabe plantear cuestiones. Aquel que no está en condiciones, de confesar que hay cosas que desconoce y que, por tanto, no sabe dejar en suspenso ciertas decisiones (a mi me recuerda a la “epoché” de los escépticos) a fin de hallar su acertada respuesta, ese jamás corresponderá realmente, a lo que se suele llamar ‘un hombre culto’. La persona culta y formada, no es la que posee un saber superior, sino únicamente aquella que – estoy citando a Sócrates – no ha olvidado su saber, de que hay cosas que no sabe.
Conceder vigencia a las ideas de otra persona, en eso consiste la verdadera cultura y formación, porque presupone elevarse sobre la propia limitación. Por consiguiente, la formación no se realiza por el camino del querer saberlo todo, sino por el saber que hay cosas que uno no sabe. En virtud de esta conciencia, que puede desarrollarse en las ciencias humanas, pero, claro está, no sólo en ellas, se eleva uno a cierto nivel universal: “El que se abandona a la particularidad es ‘inculto’; por ejemplo el que cede a una ira ciega, sin consideración ni medida. Hegel muestra que a quien así actúa, lo que le falta en el fondo, es capacidad de abstracción: no es capaz de apartar la atención de sí mismo, y dirigirla a una generalidad, desde la cual determinar su particularidad, con consideración y medida”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Octubre del 2019.

jueves, 5 de diciembre de 2019

SOBRE EL PENSAMIENTO DE HANNAH ARENDT

Salvo su tesis doctoral sobre San Agustín, que publicó en 1929, Hannah Arendt escribió toda su obra entre 1946 y 1975 (año de su fallecimiento). Hace, pues, ya años. Pero es recomendable, me parece, que al menos todos los interesados por la política y su esencia el poder, la releamos con cierta frecuencia.
Para Arendt, el fenómeno fundamental del poder, no era la instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fines, sino la formación de una voluntad común, en una comunicación orientada al entendimiento. El poder se deriva básicamente, de la capacidad de actuar en común. Esa “opinión en la que muchos se han puesto públicamente de acuerdo”, significa poder en la medida en que descansa sobre convicciones, esto es, sobre esa peculiar coacción no coactiva, con que se imponen las ideas, y se regula mediante un vínculo institucional reconocido. Y al tanto, no hay en esa concepción arendtiana, nada de la variante del discurso individualista de tinte liberal, como algunos han insinuado. Nada hay de apología del individualismo o de la privacidad, en sus propuestas.
Hannah Arendt
Aludiendo al mundo griego, la autora de “La condición humana”, dejó muy claro en su texto, cual era su modelo. “La esfera pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres, podían mostrar real e invariablemente ’quienes’ eran”. Hannah Arendt entiende la política, como disciplina que tiene como “telos” (objetivo o propósito) un fin práctico: la conducción de una vida buena y justa en la “polis”. Jürgen Habermas, otro de mis mentores, me parece fue justo y exacto, al definirla como una convencida demócrata radical. Definición que me parece no está tan en contradicción, como se ha insinuado, con la que propuso su gran biógrafa Elisabeth Young-Bruhel, al elogiar la vigorosa imagen de “conservadurismo revolucionario”, ofrecida por Arendt. Ni hombres-masa, ni revolucionarios convertidos en “parvenus”. Ni el espanto ante la insaciable voracidad del mal, ni la tristeza ante una revolución, sistemáticamente incapaz de conservar su legado.
De todas maneras, ambas definiciones (la de Habermas y la de Young-Bruhel), no serían sino sólo acercamientos, intentos de caracterización de un punto de vista que, por definición, se resiste a ser homologado. Arendt era una “paria”, también en materia de pensamiento. Y nunca quiso abandonar esa condición, para convertirse en una “parvenue”, para reconciliarse finalmente, con un mundo que nunca había sentido como propio (“En toda mi vida no he querido a ningún pueblo o colectividad alguna, fueran los alemanes, los franceses o los americanos, ni siquiera a la clase obrera o a cualquier otra. De hecho, sólo quiero a mis amigos y soy absolutamente incapaz de tener ninguna otra forma de amor”).
Jürgen Habermas
Arendt propone, como diferencia específica de la condición humana, la libre comunicación de proyectos, por parte de individuos en un espacio público, donde el poder se divide entre iguales. Pero la diferencia específica remite necesariamente, al hecho, tan originalmente introducido por Arendt, de la natalidad. Pues ésta representa la capacidad de los hombres para comenzar algo nuevo, para añadir algo propio al mundo, y ningún totalitarismo puede soportar esto. “Los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso, sino para comenzar”. El totalitarismo – nos decía Manuel Cruz - se aplica con tanta saña a suprimir la individualidad, porque con la pérdida de la misma, se pierde también toda posible espontaneidad o capacidad para empezar algo nuevo: desaparece cualquier sombra de iniciativa en el mundo. No tiene más secreto, la fascinación totalitaria por la muerte. Porque al mundo le es consustancial la novedad. Tiene el anhelo, si no de lo absolutamente otro, al menos de lo modestamente otro. De lo humanamente otro, en suma.
Habermas sostuvo que no veía contradicción, entre el enfoque de Hannah Arendt y una teoría crítica de la sociedad (Escuela de Francfurt). Pero modestamente opino, que Arendt extrajo de su concepto de “acción”, conclusiones directamente enfrentadas al marxismo. Con el paso del tiempo, creo, estamos hoy en mejores condiciones para entender, que Arendt haya considerado dicha doctrina, como una teoría más del siglo XIX: la obra de Marx, no era si no, una respuesta revolucionaria a aquella “cuestión social”, que con la mejora del nivel de vida en el siglo XX, quedó paliada de manera fundamental. Y Arendt había apuntado al corazón del problema, al criticar la reducción del hombre a un “animal laborans”, ignorando su condición de “homo faber”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Julio del 2019.


jueves, 28 de noviembre de 2019

LA HISTORIA, LA VERDAD Y EL ESPÍRITU

Cuando en 1939, Hans Georg Gadamer, se trasladó a la universidad de Leipzig, era el único profesor de filosofía en la misma. De manera que debía cubrir todo el campo de la filosofía, no pudiéndose limitar a la filosofía antigua, como lo había venido haciendo hasta ese momento. Entonces adquirió la costumbre, de dar sus clases sin apuntes, lo que le proporcionó un gran éxito como profesor.
La filosofía, a la que introducía a sus alumnos – y que se convirtió poco a poco en la suya propia – era una filosofía general de las ciencias humanas, llamadas también del espíritu. Todo el contenido de lo que sería luego su gran obra, “Verdad y método”, se encontraba ya en germen en esas clases. Esta concepción, que hacía de la filosofía una reflexión general sobre las ciencias del espíritu – o una “hermenéutica” de las ciencias humanas – estaba por aquel entonces, asociada al pensamiento de Dilthey. Los trabajos de esos años, llegarían a convertirse en la gran cantera de Gadamer, que hasta 1960 daría regularmente cursos, bajo el título general: “Arte e Historia. Introducción a las ciencias humanas”.
Partir del arte, en un curso de iniciación a las ciencias del espíritu, humanidades, quería decir que el modo de conocimiento de esta ciencias, estaba, por una parte, más próximo de la experiencia artística que de la científica, pero significaba también, por otra parte, y contra el esteticismo del “arte por el arte”, que esta experiencia procuraba, sin lugar a dudas, un conocimiento rigoroso (Ortega emplea siempre este término en lugar de “riguroso”) aunque sobrepasara las normas de las ciencias metódicas. La verdad del arte, de las humanidades y de la filosofía, tiene de particular, al mismo tiempo que de universal, formar parte de lo que se refiere a la experiencia.
La historia, a la que se refiere el título de los cursos de Gadamer, pone en valor la “historicidad” esencial de la verdad. ¿Pero, no es cierto que una verdad, entendida de manera histórica, entraña algo de relativismo o un cierto “historicismo”? Un pregunta difícil de responder, que dominará las investigaciones de Gadamer hasta “Verdad y método”, y aun más allá. De 1939 a 1959, la mayor parte de las publicaciones de Gadamer, serían consagradas a esta temática de la “consciencia histórica”, debida a Hegel y a Dilthey.
La lección inaugural que pronunció el 8 de julio (día de mi cumpleaños) de 1939, se titularía precisamente: “Hegel y el espíritu histórico”. Si la perspectiva de Hegel fue determinante en eso, es porque él fue el primero de los filósofos mayores, en haber reconocido que el desarrollo histórico, no era un factor exterior, sino esencial al saber filosófico. Gadamer decía, que si la mente, el espíritu, la consciencia, era lo que era, lo era como consecuencia de su desarrollo histórico.
Pero eso mismo es lo que hace problemático, a los ojos de Gadamer, el proyecto hegeliano de integrar esa historicidad, en un sistema filosófico, determinado por la idea de un concepto, totalmente transparente a sí mismo. La lección inaugural intentaba resolver la dificultad, inspirándose en el joven Hegel y en su concepción de un “espíritu objetivo”. Ello ayudaría a entender, que el espíritu es siempre algo concreto, encarnado y, al mismo tiempo, universal. El gran descubrimiento hegeliano del espíritu objetivo, que entusiasmaría siempre a Gadamer, residiría entonces, menos en su sistema lógico, que en la experiencia de esas universalidades, generalidades concretas, que adquieren forma históricamente.
Hegel
De todo ello, lo que cautivaba a Hans Georg Gadamer, era la casi autonomía, pero también el carácter unificador, restrictivo y revelador de estas configuraciones, por encima del deseo y el saber, de los hombres que toman parte en ello: “La doctrina del ‘espíritu objetivo’, no es sino, la expresión de esta idea del espíritu, más allá de la subjetividad del espíritu que se conoce a sí mismo”. Gadamer busca de esta manera, realzar el valor del joven Hegel, frente al de su madurez. Poniendo en evidencia los límites de la filosofía de la reflexión, cuando privilegia el punto de vista de la conciencia individual. El espíritu dispone de otras formas, diferentes a la de la conciencia individual, y la de la de la autorreflexión, que se considera dueña de sí misma.
Otro gran tema de “Verdad y método”, se vislumbra ya en lo anteriormente dicho, el de la crítica de la filosofía de la reflexión, en nombre de una filosofía de la historicidad, inspirada en Hegel, pero radicalizada con la ayuda de Dilthey y Heidegger, que renunciaron a la idea hegeliana de absoluto.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Septiembre del 2019.


jueves, 21 de noviembre de 2019

LA IZQUIERDA HEGELIANA

Los llamados “jóvenes hegelianos”, continuando con la labor de su maestro Hegel, tomaron a su cargo el problema que para la modernidad, estriba en encontrar en ella misma sus propias garantías históricas. Trabajando en ello, fijaron lo que iba a figurar en el futuro en su orden del día: la crítica de una razón insondable centrada en el sujeto, la cuestión del compromiso de los intelectuales y, finalmente, el deseo responsable de conceder la justa parte a la revolución, y a la continuidad histórica.
Por su apuesta en favor del futuro práctico de la filosofía, engendraron dos partidos opuestos, aunque respetuosos con los temas tratados y las reglas del juego, y no dispuestos a abandonar el discurso de la modernidad, para refugiarse en la autoridad de modelos del pasado. No se trataba de integrar en el discurso filosófico de la modernidad, el recurso a las verdades religiosas y metafísicas, tal como podría haber exigido un viejo conservadurismo, pues lo que era “vieja Europa” había perdido todo su valor. Siendo cierto que al “partido del movimiento”, se oponía el “partido de la inercia”, del orden establecido, todo lo que éste quería conservar, era la dinámica propia de la sociedad burguesa, transformando la tendencia al “statu quo”, en adherencia neoconservadora a una movilización, que se produciría de todas formas.
Con Nietzsche y el neo romanticismo, un tercer participante en el discurso, se enfrenta a los dos antagonistas anteriores, y cuyo propósito es expulsar, espalda contra espalda, a los radicales y neo conservadores, arruinando así el proyecto de la razón, al cual los dos anteriores movimientos se seguían agarrando. O lo que es lo mismo, despojando la crítica de la razón de su genitivo subjetivo, esperando de este modo, superar el uno por el otro.
A día de hoy estaríamos bien dispuestos, a pensar que este discurso, en su totalidad, está hoy ya muy lejos de nosotros, y a declarar obsoleta esta puesta en escena del siglo XIX. Y sin embargo hoy son todavía numerosos, estos proyectos que tienden a encarecer, una vez más, el juego de los excesos recíprocos.
Karl Löwitz (filósofo alemán de origen judío) fue uno de los primeros discípulos de Heidegger, y luego uno de sus grandes detractores. Jürgen Habermas (“Perfiles filosófico-políticos”) examina en profundidad la obra de aquel: “Die Hegelsche Linke” (“La izquierda hegeliana”).
 Karl Löwitz
Löwitz encontraba en estos hegelianos de izquierdas, unos contendientes potentes y, sin embargo, un espíritu en ellos, que le era más afín que el de Heidegger. Entendía que la significación sistemática y revolucionaria de Marx, no se reduce a haber puesto a Hegel cabeza abajo, y haber transformado el historicismo metafísico en materialismo histórico, estribaba más bien, en su opinión, en que Marx superó la filosofía como tal, al querer realizarla. Esta superación tuvo lugar de manera programática por medio de Marx, sí, pero estaba ya preparada y abonada por Feuerbach y Stirner, Ruge y Hess, Bauer y Kierkegaard…
Löwitz reconoce que los hegelianos de izquierda, siguen llamándose “filósofos”, pero piensa que ya no son amantes de la sabiduría, ni de una contemplación que se baste a sí misma. Ya no creen en la “teoría” filosófica, como actividad humana suprema, por ser la más libre, ni en su fundamentación a partir de la “necesidad que tenemos de la ausencia de necesidad”. El punto de partida de los “últimos filósofos”, son las necesidades prácticas que derivan de las situaciones sociales y políticas y, en general, de los problemas de la época. No piensan en lo que siempre es, y en lo que permanece igual a sí mismo, sino en las exigencias cambiantes del momento histórico. El espíritu se convierte para ellos en “espíritu de los tiempos” (Zeitgeist). Todavía filosofan, pero lo hacen contra la contemplación pura, y al servicio práctico del movimiento histórico. El “mundo” se convierte en “mundo del hombre”, y la “sabiduría” en conocimiento del movimiento histórico. Y la verdad de este conocimiento se prueba, a partir de la relevancia que tiene para la actualidad.
No soy en absoluto un experto sobre marxismo. Pero sé lo suficiente, para recordar que en virtud de su tendencia práctico-histórica, es un contradictor radical de la filosofía y, al mismo tiempo, la forma más extrema e instructiva de un pensamiento radicalmente histórico. Si esta disputa entre marxismo y filosofía, no ha sido percibida siempre – o sólo lo ha sido por razones no filosóficas, por razones práctico-políticas – como una pugna entre la filosofía y la no filosofía, la razón de esta falta de claridad – opina Löwitz – hay que buscarla en la filosofía misma que, por su parte, con el abandono de la diferencia entre praxis y teoría, y con el abandono del primado de esta última, ha perdido la buena conciencia con respecto a sí misma.
Desde Aristóteles hasta Hegel, la teoría ha excluido del centro de su interés lo relativo, aun cuando fuera lo más rico en relaciones; lo fugaz, aunque fuera lo más actual; lo contingente, aunque fuera lo más apremiante. En cambio, la crítica de los Jóvenes Hegelianos, centra su interés en todo ello, interés que, por consiguiente, se convierte en práctico, y se compromete con una reflexión, sobre su propia situación histórica inalienable, reflexión que responde a la experiencia de la relevancia absoluta de lo relativo, lo pasajero y lo contingente. Löwitz por su parte – nos recordaba Habermas – critica esa experiencia como un presupuesto dogmático. Y lo hace, mostrando la conexión que en la historia del pensamiento, se da entre la fe cristiana en la creación y el concepto de existencia, que de Pascal a Heidegger y Sartre, pasando por Kant, Kierkegaard y Nietzsche, no hace sino recibir una forma cada vez más extremada.
Pero comoquiera que fueran las cosas en la historia del pensamiento, lo cierto es que esta argumentación, sólo puede resultar concluyente, desde los propios presupuestos de Löwitz, bien dogmáticos por cierto. Primero: que la historia se determina y transforma, según las pautas de la comprensión ontológica, del mundo dominante en cada caso. Segundo: que la historia transcurre según el modelo romántico, de una caída desde un principio verdadero, hasta un final que se ensombrece de manera progresiva. Y Tercero: que basta una simple reflexión de la visión posgriega del mundo, para dejar convicta a la tradición histórica como tal, de su falta de sustancia, y a la historia en su conjunto, de su progresiva decrepitud.
Pero ¿no podría ser al revés? se preguntaba Habermas ¿No podría ocurrir más bien, que esa conexión que muestra Löwitz, entre la fe cristiana en la creación y la autocomprensión crítica, de una conciencia histórica centrada en lo práctico, obtuviera su validez justo del hecho de que es la secularización, o sea, la desmitologización de los artículos de la fe, la que saca a la luz el momento de la verdad del mito? Si el mundo natural, en el que la especie humana mantiene y conduce su vida es contingente en su conjunto, entonces la historia humana es el proceso de una creación “recuperada”. Sobre el suelo de la naturaleza, en el mundo natural y “sobrepasándolo”, la historia es la formación del mundo humano, por obra misma del hombre. El mito de la creación, así leído, ni siquiera tendría que ser ya, incompatible con el naturalismo pagano.
Para mi no deja de ser irónico, que la crítica de Löwitz coincida con la crítica que de la religión hacen los Jóvenes Hegelianos, en la afirmación de que la época poscristiana, puede borrar de un plumazo el cristianismo: que es posible superar de un salto, tanto la tradición del pensamiento escatológico, como la pretensión racional de sus motivos secularizados, y superara así, en el sentido de una negación simple, la base hermenéutica de cómo nos comprendemos a nosotros mismos. La crítica que hace Löwitz, de la conciencia que los Jóvenes Hegelianos desarrollan de la dialéctica histórica, se revela de esta manera, como una secularización de la crítica, que aquellos hacen de la religión; y su apología de la visión natural del mundo, no sería más que una devolución de la antropología de Feuerbach, a la dimensión cosmológica. Suponiendo, eso sí, que Feuerbach hubiera en algún momento, pensado filosóficamente.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 20 de Agosto del 2019.



viernes, 15 de noviembre de 2019

FE EN LA "DÝNAMIS"

Leyendo historia nos percatamos, de que quizá nada en ella ha tenido tan corta vida, como la confianza en el poder, ni nada ha sido más duradero, que la desconfianza platónica y cristiana, sobre el esplendor que acompaña al espacio de aparición (el espacio público), ni nada más común que la convicción de que el “poder corrompe”.
Por eso las palabras de Pericles, tal como las relata Tucídides, son tal vez únicas en su suprema confianza, de que los hombres interpretan y salvan su grandeza al mismo tiempo, por decirlo así, con un solo y mismo gesto. El discurso de Pericles, aunque correspondía y se articulaba, en las íntimas convicciones del pueblo de Atenas, siempre se ha leído con esa triste sabiduría, de la percepción posterior que nos dice que sus palabras, se pronunciaron al comienzo del final. No obstante, por breve que haya sido esta fe en la “dýnamis”- "yo puedo", "yo soy capaz" – y en consecuencia en la política, su breve existencia ha bastado para elevar a la “acción”, al más alto rango en la jerarquía de la “vita activa” (la condición humana) y para singularizar el “discurso”, como la decisiva distinción, entre la vida humana y la animal. Acción y discurso, que concedieron a la política, una dignidad que incluso hoy en día no ha desaparecido por completo.
Lo que me parece evidente en la formulación de Pericles – y no menos transparente en los poemas de Homero – es que el íntimo significado del acto actuado y de la palabra pronunciada, es independiente de la derrota y de la victoria. Debe permanecer intocado por cualquier resultado final, por sus consecuencias para lo mejor o lo peor. A diferencia de la conducta humana – que los griegos, como todo pueblo civilizado, juzgaban según “modelos morales” – la acción sólo puede juzgarse por el criterio de grandeza, debido a que en su naturaleza, radica el abrirse paso entre lo comúnmente aceptado y alcanzar lo extraordinario, donde cualquier cosa que es verdadera en la vida común y cotidiana ya no se aplica, puesto que todo lo que existe es único y “sui generis”.
Tucídides
Tucídides (o Pericles) sabía perfectamente, que había roto con los modelos normales de conducta cotidiana, cuando encontró que la gloria de Atenas, consistía en haber dejado tras de sí, “por todas partes imperecedera memoria (“mnemeia aidia”) de sus actos buenos y malos”. El arte de la política, recordémoslo, enseña a los hombres cómo sacar a la luz lo que es grande y radiante, “ta megala kai lampra”, en palabras de Demócrito. Mientras esté allí la “polis”, para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas estarán seguras, pero si la “polis” perece, todo estará perdido.
Los motivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son únicos; al igual que las cualidades psicológicas, son típicos, característicos de diferentes clases de personas. La grandeza, por lo tanto, o el significado de cada acto, sólo puede basarse en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro.
Esta insistencia en los actos vivos y en la palabra hablada – nos recuerda Hannah Arendt – como los mayores logros de que son capaces los seres humanos, fue ya conceptualizado en la noción aristotélica de “energeia” (realidad), que designaba todas las actividades que no persiguen un fin (son “ateleis”) y no dejan trabajo tras si, sino que agotan su pleno significado en la actuación. De la experiencia de esta plena realidad, deriva su significado original, del paradójico “fin en sí mismo”; porque en estos ejemplos de acción y discurso no se persigue el fin (“telos”), sino que yace en la propia actividad que, por lo tanto, se convierte en “entelecheia” (entelequia), y el trabajo no es lo que sigue y extingue el proceso, sino que está metido en él; la realización es el trabajo, es “energeia”.
Pericles
Aristóteles, en su filosofía política, es plenamente consciente de lo que está en juego en la política, o sea, nada menos que el trabajo del hombre qua hombre, y al definir este “trabajo” como “vivir bien”, claramente quería decir que aquí ese “trabajo” no es producto del trabajo (tal como lo entendemos hoy comúnmente) sino que sólo existe en pura realidad. Se entiende que este logro específicamente humano, se sitúa fuera de la categoría de medios y fines. Dicho de otra forma: los medios para lograr el fin serían ya el fin; y a la inversa, este “fin” no puede considerarse un medio en cualquier otro aspecto, puesto que no hay nada más elevado que alcanzar, que esta realidad misma.
En la filosofía política, a partir de Demócrito y Platón, se indica, una y otra vez, que la política es “techné”, una más entre las artes, en la que su “producto” es idéntico al propio acto interpretativo.
Pues eso.

Palma a 23 de Agosto del 2019.


jueves, 7 de noviembre de 2019

TODO PROCESO POLÍTICO, NECESITA CONSENSO

La obra de Jonathan Sumption “Trials of the State”, una pequeña joya, según dicen los entendidos que ya la han leído, está pasando de mano en mano, en los ambientes políticos anglosajones. Sumption ha sido un brillante abogado privado, miembro de la Corte Suprema, y un medievalista renombrado (muy conocida de los historiadores, es su extensa obra – que ya va por los cuatro volúmenes – “La Guerra de los Cien Años”).
Últimamente ha sido muy entrevistado, dado su amplio conocimiento del sistema político del Reino Unido, y de su sistema legal, por la amplia repercusión que ha tenido la sentencia de la Corte Suprema, sobre el cierre del Parlamento, manipulado por el Premier Boris Johnson. También por las manifestaciones de algunos políticos británicos, por el mismo motivo, a favor de dotar al Reino Unido, de una Constitución escrita.
Pero Sumption, me parece algo escéptico, respecto a lo de cambiar la Constitución inglesa, por una escrita. Dice que podría funcionar de dos modos: Ser como la de Estados Unidos, una declaración de principios generales, sin entrar en detalles. Pero en ese caso necesitas, dice, una cultura política no escrita, que la haga funcionar. O también podría ser, un código de artículos muy precisos. Pero de ese modo, se tendría respuesta para las diez últimas crisis, pero no para las diez siguientes. El problema de las Constituciones escritas, es que se blindan frente al pasado, pero, añade, hacen difícil crear convenciones políticas para problemas nuevos.
Jonathan Sumption
El problema de lo que ha pasado con el Parlamento, explica Sumption, es que tenemos una Constitución cuyas reglas más relevantes, están basadas en la costumbre política. El Gobierno decidió ignorar esas costumbres, e imponer sus decisiones, sin el apoyo de la mayoría de los diputados. Lo que la Corte Suprema ha hecho, es simplemente, recolocar al Parlamento en el centro de la toma de decisiones. Puede que haya sido una sentencia radical, pero muy necesaria. En principio, Sumption se opone a que la justicia, interfiera en el proceso político, porque acaba socavando la legitimidad democrática. Pero no duda en remarcar, que en este caso ha servido para lo contrario, para reforzarla.
Jonathan Sumption, por lo que yo sé, ha defendido siempre las virtudes de la democracia representativa. Porque el objeto, explica, no debe ser tomar decisiones, sino acomodar diferentes opiniones e intereses, en esas decisiones. Por eso deplora la vía del referéndum, porque lo considera un modo ilegítimo, de tomar determinadas decisiones. El Brexit, afirma, sólo ha servido para envenenar la vida política inglesa. Preguntar a los ciudadanos por un principio general, y pensar luego que los diputados lo podrán desarrollar, es meterse con toda seguridad en graves problemas. Los representantes en el Parlamento, tienen capacidad de reflejar los cambios y las nuevas corrientes. Cuando se les pretende insultar, hablando de “aristocracia del conocimiento”, simplemente se está provocando. Sí, tienen el poder, y lo tienen porque se les ha elegido. Y lo que es más importante, el elector se lo puede arrebatar, cuando considere que no están a la altura de las circunstancias. Pero el hecho de que los asuntos públicos, sean manejados por gente con experiencia, responsable ante sus electores, es una noción muy sana.
Para Sumption, lo más alarmante es que entre la gente joven, comience a imponerse la percepción de que los actuales sistemas democráticos, sean como intentar avanzar por arenas movedizas. Piensan que si se tiene una idea clara, que precisa de medidas radicales para llevarse a cabo, pues adelante sin más. El sistema político, lo ven como una bola de hierro encadenada a sus pies. También lo pensaron muchos en la Europa de los años treinta, y bien sabemos lo que ocurrió. Todo proceso político necesita consenso. La alternativa no es sino amargura y sangrientos enfrentamientos.
Y finalmente, una cosa más que me lleva a comulgar con Sumption, recela mucho de las redes sociales. Porque dice: se están usando las emociones en ellas, para acallar la discrepancia, para producir una conformidad moral, en beneficio de una opinión dominante, pero no única.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Octubre del 2019.


jueves, 31 de octubre de 2019

EL "THAUMAZEIN"

Mucho se ha discutido y especulado, con el famosos argumento platónico, citado por Aristóteles, de que el “thaumazein”, el pasmo ante el milagro del Ser, es el comienzo de toda filosofía.
A Hannah Arendt, le parecía muy probable, que este argumento platónico, fuera el resultado inmediato de una experiencia, quizá la más asombrosa, ofrecida por Sócrates a sus discípulos: la repetida visión del maestro, vencido de repente por sus pensamientos, y absorto en un estado de perfecta inmovilidad, durante muchas horas.
No parece menos probable, que este pasmo fuera en esencia silencioso, es decir, que su verdadero contenido fuera intraducible en palabras. Esto explicaría al menos, por qué Platón y Aristóteles, que mantenían ambos que el “thaumazein”, era el comienzo de la filosofía, estaban también de acuerdo – a pesar de tantos y tan decisivos desacuerdos – en que cierto estado de mutismo, el esencialmente mudo estado de contemplación, era el fin de la filosofía. De hecho, “teoría” no es más que otra palabra para designar “thaumazein”. La contemplación de la verdad, a la que finalmente llega el filósofo, es el mudo pasmo, filosóficamente purificado, con el que empezó.
Hay, sin embargo, otro aspecto de esta cuestión, que se muestra más articulado, en la doctrina de las ideas de Platón, tanto en su contenido, como en su terminología y ejemplos. Estos se basan en las experiencias del artesano, quien ve en su ojo interno, la forma del modelo con que fabrica su objeto. Para Platón, este modelo, que la artesanía sólo puede imitar pero no crear, no es producto de la mente humana, sino algo que se le da. Como tal posee un grado de durabilidad y excelencia, que no se realiza y que, por el contrario, se deteriora en su materialización, a través del trabajo de las manos del hombre. El trabajo hace perecedero y daña, la excelencia de lo que permaneció eterno, mientras fue objeto de la mera contemplación.
Platón y Aristóteles
Por lo tanto, la actitud apropiada con respecto a los modelos, que guían al trabajo y a la fabricación, es decir, con respecto a las ideas platónicas, es dejarlas tal como son y se presentan, al ojo interno de la mente. Si el hombre renuncia a su capacidad para el trabajo y no hace nada, puede contemplarlas y, de este modo, participar de su eternidad. En este aspecto, al tanto, la contemplación es por entero, diferente al embelesado estado de pasmo, con el que el hombre, responde al milagro del Ser.
Por lo tanto la inmovilidad, que en el estado de mudo pasmo, no es más que un resultado incidental, e inintencionado, de la concentración, se convierte en la condición y principal característica, de la “vita contemplativa”. No es el pasmo, el que sojuzga y arroja al hombre a la inmovilidad, sino que, mediante el cese consciente de la actividad, se alcanza el estado contemplativo.
Al leer las fuentes medievales, sobre las delicias de la contemplación, parece como si los filósofos, hubieran querido cerciorarse de que el “homo faber”, comprendía finalmente que su mayor deseo, el deseo de permanencia e inmortalidad, no podía lograrse por medio de la acción, sino únicamente al comprender, que lo hermoso y eterno no pude fabricarse. En la filosofía platónica, el mudo pasmo, el comienzo y el fin de la filosofía, junto con el amor del filósofo hacia lo eterno, son casi indiferenciados. Sin embargo, el hecho de que el mudo pasmo del filósofo, pareciera ser una experiencia reservada a muy pocos, mientras que la mirada contemplativa del artesano, era conocida por muchos, pesaba a favor de una contemplación, derivada fundamentalmente de la experiencia.
Aristóteles
Así pues, no fue primordialmente el filósofo y el mudo pasmo filosófico, los que moldearon el concepto y práctica de la contemplación y de la “vita activa”, sino más bien el “homo faber”. El hombre hacedor y fabricante, cuya tarea es violentar la naturaleza, con el fin de construirse un permanente hogar para sí, fue persuadido a renunciar a la violencia y a toda actividad, a dejar las cosas como son, y a buscar su hogar en la morada contemplativa, situada en la vecindad de lo imperecedero y eterno. Lo único que tuvo que hacer fue dejar caer los brazos, y prolongar indefinitivamente el acto de contemplar el “eidos, el eterno modelo y forma que antes había querido imitar, y cuya excelencia y belleza sabía ahora, que podía estropear mediante cualquier intento de reificación.
Aunque el desafío moderno a la prioridad de la contemplación, sobre cualquier clase de de actividad, había dado la vuelta al orden establecido, no por eso dejó de permanecer en el marco tradicional. No obstante, dicho marco se amplió cuando en el modo de entender la fabricación, el énfasis pasó del producto y del permanente modelo-guía, al proceso de fabricación, de la pregunta de qué es una cosa y qué clase de cosa debía producirse, a la pregunta de cómo y con que medios y procesos, había cobrado realidad y podía reproducirse. Esto implicaba, que ya no se creía que la contemplación condujera a la verdad, y que aquella había perdido su posición en la “vita activa” y, por consiguiente, en la esfera de la común experiencia humana.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Octubre del 2019.

jueves, 17 de octubre de 2019

"LOS AMNÉSICOS"

Aunque fue publicado hace un par de años, se ha traducido ahora al castellano “Los amnésicos” de Geraldine Schwarz, periodista franco-alemana, con un extraordinario prólogo, del gran historiador José Álvarez Junco.
Geraldine Schwarz, vuelve sobre los conocidos temas del genocidio judío, del papel del mal en las comunidades humanas, de la alteración de la conducta personal en situaciones emocionales masivas… Pero supera todos estos temas y va más allá.
Para empezar, establece la responsabilidad de todos los alemanes en lo ocurrido, exceptuando exlusivamente a los que se opusieron activamente al nazismo – que bien caro lo pagaron - , pero la sociedad en general, opina, no se opuso a la escalada de medidas antisemitas de 1933-1938. Ni tampoco pudo simular que no sabía lo que estaba pasando. Pero la responsabilidad se extiende también, a franceses, italianos, húngaros, polacos o tantos otros, que tampoco protegieron a los judíos amenazados. Aquellas sociedades, desgarradas, sí, internamente por el conflicto, y plagadas de colaboracionistas, coincidían en 1945, en percibirse a sí mismas como meras víctimas del nazismo.
La autora distingue, claro está, grados de responsabilidad, especialmente individual. Pero reconoce la dificultad de atribuir responsabilidades, dividiendo con trazos gruesos las comunidades que sufren situaciones traumáticas, en grupos de verdugos y víctimas. Una dificultad que aumenta exponencialmente – he escrito con frecuencia sobre ello – cuando se proyectan tales culpas sobre las generaciones siguientes. Porque los descendientes de los protagonistas originarios, no siempre perpetúan las posiciones políticas de sus padres o abuelos, e incluso se mezclan y tienen hijos comunes. Tampoco es lo mismo, sufrir personalmente una dictadura, una guerra civil o un genocidio, que oírselo contar a nuestros padres; y no digamos vivirlo como tercera generación, a través de nuestros abuelos.
Algunos éramos aún chavales, pero recordamos perfectamente como Adenauer, negaba cualquier colaboración de la población con el nazismo, a la vez que integraba sin demasiado pudor, a los cuadros del NSDAP (partido nazi) entre las élites de la nueva República Federal. Y en los ochenta – lo sabemos bien los que leemos a Jürgen Habermas – estalló la disputa de los historiadores, la “Historikerstreit”. Conservadores como Ernst Nolte, exoneraban al país del nazismo, tildándolo de ocasional extravío, causado por un grupo de criminales. Mientras que el propio Habermas y los historiadores “sociales”, interpretaban las tragedias del siglo XX, como la culminación del “Sonderweg”, o “camino excepcional” alemán, dominado desde Bismarck por un nacionalismo beligerante.
Es necesario decir también, que Alemania se convirtió en el modelo de un buen “trabajo de memoria”, lo cual le permitió construir una sociedad civil y una democracia, excepcionalmente sólidas. A partir de su reflexión sobre lo ocurrido, los alemanes interiorizaron unos valores y un espíritu crítico, cruciales para una convivencia en libertad, al repudiar extremismos, dirigentes providenciales y discursos de odio.
Ésta me parece, es la idea central del libro: que una aceptación honesta y crítica del pasado, permite el desarrollo de actitudes democráticas y tolerantes en el presente. Cuando uno comprende que sus padres, sus abuelos, su comunidad, fueron responsables directos o indirectos de algunas barbaridades, cuando uno acepta la dificultad de atribuir nítidamente culpas colectivas, cuando uno se da cuenta de lo fácil que es convertirse en perseguidor, o consentidor de la persecución, cuando uno entiende las confusas identidades que ha heredado, es probable que esté más dispuesto a convivir con otras culturas, otras lenguas, otra creencias, otras posiciones políticas. En cambio, los educados en un mundo mental aislado, que sólo celebran los heroísmos y lamentan los sufrimientos de sus antepasados, que únicamente se perciben como descendientes de victimas inocentes, tienden con más facilidad a adoptar posiciones de intolerancia, de simpleza ideológica, de repudio hacia el extranjero, de nostalgia de cualquier absolutismo dogmático.
Geraldine Schwarz
Dicho de otra manera: la aceptación del diferente y sus derechos, a la vez que la fuerte convicción de los nuestros, se derivan de la clara comprensión de lo complejos que fueron los problemas del pasado, lo cual es un claro síntoma de personalidad sólida, y no de complejos de inferioridad, criaderos de demagogias de toda índole. Por el contrario, la amnesia, la ignorancia, la simplificación y/o sacralización del pasado, de cualquier pasado, llevan al dogmatismo y al odio hacia los diferentes; indicio, de nuevo, de cualquier cosa, menos de principios fuertes. Conocer y aceptar la historia, comprender las muchas formas de evaluar las culpas ante los crímenes, ser conscientes de la fragilidad de las identidades heredadas, no se trata de relativismo, sino de ciudadanos dotados de mayor sentido crítico, más responsables, más independientes, más capaces de enfrentarse con autoridades abusivas.
Si nos fijamos bien, nuestra experiencia nos lo ratifica casi diariamente. Los gobiernos menos europeistas, más proclives a populismos de toda laya, como Hungría o Polonia, son también los que se apoyan, en una visión simplista y autocomplaciente de su pasado. Por su parte Italia, que tampoco ha hecho adecuadamente su “trabajo de memoria”, sigue confiando en “hombres providenciales”. Y los propios alemanes educados en la antigua RDA, que glorificaba a los “héroes comunistas” opuestos al nazismo, y no reconocían que nadie – en especial ningún proletario – se hubiera sentido atraído por Hitler, son hoy los que más votos otorgan a los populistas del AfD.
El honesto reconocimiento de todo lo ocurrido, y no sólo de lo que ennoblece nuestra imagen o refuerza nuestra posición política, y la ecuanimidad – que no es, ojo, equidistancia – son las claves de bóveda, para una convivencia libre. Y especialmente – y eso me toca de cerca – los imperativos éticos para un historiador.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Agosto del 2019.


jueves, 10 de octubre de 2019

ESPÍRITU "OBJETIVO" VERSUS ESPÍRITU "SUBJETIVO"

Es de sobra conocido, que la filosofía moral de Kant se funda en el “imperativo categórico”. Pero también sabemos por evidente, que la “fórmulas” del mismo, del imperativo, no representan un mandamiento moral, que pueda ponerse en el lugar de mandatos con contenido, como los de los “Diez Mandamientos” o los de “Las Tablas de la Ley”. Antes bien, semejante formula, correspondería a lo que Hegel llamaba “la razón que pone a prueba la ley”, y no significa que la vida moral consista, en su realidad moral, en la observancia de dicho mandato, de dicho imperativo.
La crítica guarda relación, y es lo que me parece que Hegel formuló con agudeza, con el hecho de que, por lo general, las situaciones del obrar moral, no se nos dan de tal modo, que poseamos la suficiente libertad interna, para semejante acto de reflexión. La situación en la que comúnmente se nos presenta la reflexión moral, es ya siempre una situación excepcional, una situación de conflicto entre el deber y nuestra inclinación, nuestra propensión. Es casi imposible reconocer, que en esto estribe la totalidad de los fenómenos morales. La moral tiene que ser otra cosa distinta, quizá lo que enunció Hegel, en una fórmula provocadoramente simple: “moralidad significa vivir según las costumbres de la propia nación”.
Prestemos atención a que semejante locución, contiene ya, implícitamente, el concepto hegeliano de “espíritu objetivo”. Lo que está en las costumbres de una nación, lo que está en el ordenamiento jurídico de la misma, lo que está en su constitución política, es un espíritu determinado que, sin embargo, no tiene reflejo adecuado, en ninguna conciencia subjetiva individual. En esa medida sería, sí, “espíritu objetivo”; espíritu que nos rodea a todos y frente al cual, ninguno de nosotros, posee una libertad deliberativa. Lo que en este concepto va implícito tiene pues, para Hegel, una significación central: el espíritu de la moralidad, el concepto del espíritu del pueblo. Toda la filosofía del derecho de Hegel, descansa en la superación del “espíritu subjetivo”.
El concepto de “espíritu objetivo”, tiene su origen en el concepto de espíritu, que proviene de la tradición cristina, es decir, en el concepto de “pneuma” (Espíritu Santo (Hagios Pneumatos) y Espíritu de Dios (pneuma ho Theos). Indica precisamente, esa comunidad que va más allá de las individualidades singulares. Hegel cita una expresión árabe: “Un hombre de la estirpe de Ur”. Modo oriental de hablar, que indica que, para los hombres que así hablan, un hombre particular no es un individuo, sino uno que pertenece a su estirpe.
Este concepto del “espíritu objetivo”, cuyas raíces se retrotraen tan lejos en la Antigüedad, encuentra en Hegel su justificación propiamente filosófica, al ser todavía el mismo, superado por lo que Hegel llama el “espíritu absoluto”. Con el mismo, significa Hegel una forma de espíritu, que no contiene ya en sí misma ninguna extrañeza, alteridad o contraposición, no como las costumbres, que pueden oponérsenos como lo que nos limita, o como las leyes del Estado, que restringen nuestro libre albedrío, al establecer prohibiciones. Aun cuando reconozcamos en general, que el orden legal es la representación de nuestro ser social común, es patente que el mismo nos pone trabas en forma de prohibición.
Es sabido, creo, que la pretensión de la propia filosofía hegeliana de la historia universal – en la cual se cumple su filosofía del espíritu – es la de conocer y reconocer, en la necesidad intrínseca de lo que sucede, incluso aquello que parece sobrevenir, como destino ajeno a los individuos. No obstante, semejante pretensión, vuelve a provocar por sí misma, la cuestión crítica de cómo ha de pensarse la relación, complicada y problemática, entre el “espíritu subjetivo” del individuo, y el “espíritu objetivo” que se manifiesta, cada vez en la historia universal.
Como se habrá ya entendido, es cuestión de cómo el individuo se relaciona con el mundo (en Hegel); de cómo el individuo se relaciona con los poderes morales, que son la realidad propiamente sustentadora de la vida histórica (en Droysen); o de cómo el individuo se encuentra frente a las relaciones de trabajo, la constitución básica de la sociedad humana (en Marx). Son tres cuestiones que podemos compendiar, en la única cuestión de saber donde ha de ocurrir, la reconciliación del espíritu “subjetivo” con el “objetivo”: si en el saber absoluto de la filosofía hegeliana, si en el trabajo sin descanso, del individuo de moral protestante (en el caso del historiador alemán Droysen), o si en la modificación de la constitución de la sociedad, en el caso de Marx.
Pues eso, ni más ni menos.


Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Septiembre del 2019.


jueves, 3 de octubre de 2019

SÍ, LA SOCIALDEMOCRACIA PUEDE TENER FUTURO

En contra de lo que está pasando en Europa, o en parte de ella, soy de lo que creen en las posibilidades de futuro, de una opción reformista como es la socialdemócrata. Sí, sí, no me olvido, soy un optimista antropológico. Pero, en el peor de los casos, no soy el único. Hay buenos filósofos y analistas políticos, que también han señalado, no hace tanto, que se trata de una opción ético-política, que puede estar a la altura de las circunstancias históricas, de la segunda década del siglo XXI, y con vocación de futuro a medio y largo plazo.
En una fecha tan próxima, como la del pasado año, Emilio Martínez Navarro, de la Universidad de Murcia, nos recordaba como la gran filósofa Adela Cortina, había ido elaborando su propia propuesta de filosofía política en uno de sus libros (“Justicia cordial”). Se trata de una propuesta que hunde sus raíces, en las aportaciones de la ética discursiva, de mis estimados Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, la noción hegeliana de “reconocimiento recíproco”, y algunos elementos valiosos, que proceden de la tradición filosófica de nuestro propio país, Ortega, Zubiri y Aranguren especialmente. A mi modesto entender, se trata de una propuesta original, atractiva y, sobre todo, viable.
Como creo que muchos recordaremos, al menos los que ya peinamos canas, en los años ochenta y noventa del pasado siglo, se llevó a cabo en España una interesante polémica, en torno a la renovación ideológica de la socialdemocracia, en la que participó de forma brillante la doctora Cortina.
En dicha polémica, frente a las propuestas de renovación de la socialdemocracia, que mantuvieron los partidarios de recurrir, casi exclusivamente, a la teoría de la justicia de Rawls, Cortina propuso la recuperación del modelo de “socialismo neokantiano”, que hunde sus raíces en autores como Karl Vorländer (neokantiano de Marburgo) y se prolonga en el socialismo clásico español, y en las aportaciones de Apel y Habermas.
A juicio de Cortina, la renovación que proponían sus interlocutores, centrada en un supuesto y vago “individualismo de izquierdas”, convertiría a la socialdemocracia en una opción tan cercana al liberalismo, que prácticamente quedaría diluida en él. Para Cortina, quien entienda el socialismo en la línea de Habermas “como una forma de vida que posibilita la autonomía y la autorrealización en solidaridad”, debería optar por un “personalismo solidario”, atento al carácter personal – autónomo – de los hombres, y a la solidaridad que constituye su elemento vital.
Adela Cortina insistía en que, si un partido político quisiera asumir, la tarea de encarnar una moral racional crítica, que acoge en su seno lecciones de las tradiciones liberales y socialistas, tendría que admitir que no basta con un pretendido “individualismo cooperativo”, sino que es preciso formar a las personas en la “autonomía solidaria”, evitando caer en un colectivismo homogeneizador, o bien en un individualismo carente de toda base racional. De este modo, una socialdemocracia que se precie, levantaría la bandera de una solidaridad consecuente, que no se quede en meras declaraciones retóricas, para las campañas electorales.
Ahora bien, pensamos algunos, la profundización de la democracia, en la que consistiría una socialdemocracia con futuro, no estriba en extender el mecanismo de las votaciones y la regla de las mayorías, a los diferentes ámbitos de la vida social – tal como pretenden los partidarios de una democracia asamblearia - sino en construir una sociedad, en la que se promueva la ética de las instituciones, teniendo muy presente los fines de la organizaciones e instituciones, que conforman la compleja vida social contemporánea. Se trata, más bien, de profundizar en los fines propios de todas y cada una, de dichas organizaciones e instituciones, los fines por los que cobran sentido su existencia.
De ahí que el fomento de las éticas aplicadas, sea uno de los pilares fundamentales, de las propuestas ético-políticas de la doctora Cortina. No se trata únicamente, de que la ética sea el núcleo de la política socialdemócrata (lo que plantaría algunos problemas con las tesis de Weber), sino que también ha de ser el núcleo de la actividad económica y empresarial, de la actividad sanitaria, de la educativa, de las profesionales, y de todas las demás actividades legítimas, que conforman la vida social.
Emilio Martínez Navarro
Los que somos lectores suyos, recordaremos que a partir de la publicación, en 2007, de su “Ética de la razón cordial”, la profesora Cortina viene insistiendo en la dimensión emocional, cordial, que ha de contemplar cualquier propuesta ética y política, que pretenda estar a la altura de la época en que vivimos. En este contexto es en el que aparece su insistencia, en que la aplicación del principio de la ética de la razón cordial al ámbito de la política, proporciona una peculiar teoría normativa de la democracia. Se trata de una “democracia radical comunicativa”. Escribe Cortina: “Perfeccionar los mecanismos de representación, para que la democracia sea auténtica; dar mayor protagonismo a los ciudadanos; tratar de asegurar a todos unos mínimos económicos, sociales y políticos; y propiciar el desarrollo de una ciudadanía activa, dispuesta a asumir con responsabilidad su protagonismo”.
En resumen, y a mi modo de verlo, la doctora Cortina ha elaborado una propuesta de renovación de la socialdemocracia, que insiste en el carácter ético que ha de tener, una política que aspire a ganarse el respeto y la legitimidad del presente y del futuro, tanto en sus bases teóricas – que han de estar bien ancladas en la defensa de la dignidad innegociable de todas las personas, especialmente de las más vulnerables – como en sus propuestas prácticas – que no han de confundir la democratización de la sociedad, con la extrapolación ilegítima y homogeneizadora de la regla de la mayoría – como también, y especialmente, en la necesaria coherencia entre la teoría y la praxis.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 31 de Agosto del 2019.


viernes, 27 de septiembre de 2019

MÁS ALLÁ DE LAS "ALDEITAS LOCALES"

El apego de Adela Cortina a la Modernidad, a la Ilustración, y a considerarla, con Habermas, un proyecto inconcluso y no un proyecto fracasado, frente a lo que sostienen, tanto los premodernos, como los posmodernos, es lo que la impulsa – según Fernanda Henriques, de la Universidad de Évora – a iniciar una búsqueda incesante del “universal” posible. Legitimar la posibilidad del “universal” es, para Cortina, una necesidad de la filosofía, pero, sobre todo, un imperativo ético.
“En una Aldea Global, el egoísmo es actitud pasada de moda, como lo son las pequeñas endogamias, los vulgares nepotismos y amiguismos, las aldeitas locales, la defensa de “los míos”, “los nuestros”, sea en política, sea en la economía, en la universidad o en el hospital.
Ante retos universales, no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista, que tiene por horizonte, para una toma de decisiones, el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local”.
La polémica del “universal” es, sin duda, una de las cuestiones más acuciantes del marco filosófico contemporáneo, sobre todo para quienes consideran imprescindible, el compromiso cívico de la filosofía. Sin embargo, Adela Cortina llega a hablar de universalismo mínimo, y Celia Amorós de universalismo asintótico. ¿Por qué?
Para comprenderlo debemos tener en cuenta, las distintas críticas que se han propuesto, con referencia a la dimensión totalitaria de la racionalidad moderna, desde las clásicas de Adorno y Horkheimer hasta las feministas y, más recientemente, desde el pensamiento denominado “poscolonial”. En lo esencial, esas críticas denuncian, por un lado, el carácter abstracto del concepto de “universal” de la Ilustración y, por otro, su dimensión eurocéntrica.
Adela Cortina
En una conferencia impartida en 1996, Paul Ricoeur desarrolló una reflexión en torno a los conceptos de “universal” y de “histórico”, tomándolos como núcleo del debate contemporáneo, en el que participaban americanos y europeos. Debate suscitado, tanto por la “Teoría de la justicia” de John Rawls, como por “La ética del discurso” de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, y que gira en torno a la posibilidad o imposibilidad, de formular principios universales, cuya aplicación sea independiente, de la diversidad de las personas, comunidades y culturas.
Pero para Adela Cortina, la posibilidad del “universal” es un imperativo ético. Alguien que como ella, elabora todos los procesos argumentativos, para defender la dimensión racional de la vida ética, en el sentido de basar en argumentos, las motivaciones y las razones de la acción humana, rescatando la racionalidad práctica, del campo de lo subjetivo y de lo puramente emocional, donde muchos planteamientos quieren arrinconarla, está claro que tiene que empeñarse en demostrar: “que si la universalidad es necesaria, para configurar una ética al servicio de la justicia, entonces esa universalidad tiene que ser posible”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Septiembre del 2019.

jueves, 19 de septiembre de 2019

MELANCOLÍA DEL FRACASO

En esta tendencia de hoy en día, a una recurrente melancolía de la rememoración de lo fracasado, y de una evocación, cada vez más evanescente, de los momentos de felicidad, el sentido histórico, me temo, corre el riesgo de atrofiarse y no percibir, en consecuencia, los progresos, por débiles que sean, que se vienen produciendo. Por supuesto, estos progresos generan sus propias regresiones, pero es en ellas justamente – apuntaba Jürgen Habermas – donde prende la acción política.
La crítica que Walter Benjamin hacía del progreso “vacío”, ya atacaba a un reformismo sin alegría, cuyo sensorio lleva ya demasiado tiempo embotado, como para poder seguir percibiendo la diferencia, entre las mejoras en la reproducción de la vida y una vida plena, o mejor, una vida que no resulte fallida. Pero esta crítica sólo sería radical, si lograra hacer visible esa diferencia, en el seno mismo de esas mejoras de la vida, que no deberíamos menospreciar. Esas mejoras, es cierto, no crean recuerdos nuevos, pero pueden disolver recuerdos viejos y malditos. Las negaciones lentas y graduales de la pobreza, e incluso de la opresión, hay que admitirlo, son negaciones que no dejan huella: alivian pero no llenan, pues sólo un alivio capaz de interiorizarse y rememorarse, constituiría una etapa preliminar de la plenitud. En vista de ello, nos encontramos hoy con dos posiciones llevadas al extremo: la “contrailustración”, apoyándose en antropologías pesimistas, pretende estar en conocimiento, de que las imágenes utópicas de la plenitud, son ficciones útiles para la vida de una criatura, finita, que nunca podrá transcender su simple vida, en la dirección de una vida buena. Por el contrario, la teoría dialéctica del progreso, se halla demasiado segura del pronóstico, de que el logro de la emancipación, significa también plenitud. La teoría benjaminiana de la experiencia, si pasara de ser simple cogulla, a núcleo del materialismo histórico, podría oponer a la primera posición a que nos hemos referido, una esperanza fundada, y a la segunda, una duda profiláctica.
Walter Benjamin
“Emancipación” significa en las sociedades complejas, una transformación participativa, de las estructuras administrativas de decisión ¿No podría algún día una humanidad emancipada, encararse consigo misma en los espacios ampliados de una formación discursiva de la voluntad y verse, sin embargo, desprovista de la luz en la que fuera capaz de interpretar su vida como una vida buena? La venganza de la cultura, explotada durante milenios para la legitimación del dominio, radicaría entonces, en el instante mismo de la superación de represiones ancestrales, en que ya no llevaría en su seno, sin duda alguna, ninguna violencia, pero tampoco ningún contenido. Y sin el aporte de esas energías semánticas, a las que se refiere la crítica salvadora de Benjamin, las estructuras del discurso práctico, implantadas al final con todas sus consecuencias, se revelarían desiertas.
Me refiero a que – en la óptica de Habermas – un concepto matizado de progreso abre una perspectiva que, lejos de acobardarnos, puede dotar de mejor puntería a la acción política. Pues en unas circunstancias históricas, que ya no nos permiten pensar racionalmente en la “Revolución”, y que nos sugieren expectativas, de largos y persistentes procesos de conmoción social, no nos queda otra que cambiar la idea de revolución, como proceso de formación de una nueva subjetividad. La hermenéutica conservadora-revolucionaria de Walter Benjamin, que descifra la historia de la cultura, desde el aspecto de ponerla a salvo para el momento mesiánico, puede indicarnos un camino.
Jürgen Habermas
Pero una teoría de la comunicación lingüística, que quiera integrar las ideas de Benjamin – al menos hasta donde yo alcanzo, que no es tanto – tendría que pensar de manera conjunta, dos párrafos de Benjamin. Me refiero a su afirmación, de que “existe una esfera de concierto humano, hasta tal punto exenta de todo dominio, que es enteramente inaccesible al poder; la esfera propiamente dicha del entendimiento, esto es, el lenguaje”. Y a una advertencia suya relacionada con lo anterior: “Pesimismo en todos los frentes por supuesto. Y sobre todo desconfianza, desconfianza contra todo entendimiento entre las clases, los pueblos y los individuos. Y eso sí, una ilimitada confianza en la IG Farben (Entre 1933 y 1945 la explotación de los obreros alemanes voluntarios, forzados o esclavos y el monopolio químico tenía un nombre: IG Farben. Después de la derrota alemana las potencias victoriosas acabaron con el trust. Así nacieron BASF, Hoechst o Bayer, pero IG Farben siguió existiendo hasta ayer) y en el pacífico perfeccionamiento de la Luftwaffe”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Agosto del 2019.


jueves, 12 de septiembre de 2019

LA POLÍTICA. ACCIÓN Y DISCURSO (Y II)

Sobre el tema de la acción y el discurso, que comentábamos en la anterior entrada, sería conveniente explicar que la Época Moderna, no fue la primera en denunciar la “ociosa inutilidad de la acción”, del discurso en particular y de la política en general. La exasperación por la triple frustración de la acción – no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores – es casi tan antigua como la historia misma. Siempre ha supuesto una gran tentación, tanto para los hombres de acción, como para los de pensamiento, encontrar un sustituto a la acción, con la esperanza de que la esfera de los asuntos humanos, escapara de la irresponsabilidad moral y fortuita, inherente a una pluralidad de agentes. La notable monotonía de las soluciones propuestas, a lo largo de la historia, da testimonio de la elemental simplicidad de la materia. Hablando en términos generales, todas las soluciones propuestas, siempre buscan refugiarse de las calamidades de la acción, en cualquier actividad en que un hombre sólo, aislado de los demás, sea dueño de sus actos, desde el comienzo hasta el final. Este intento de reemplazar el “actuar” por el “hacer”, es manifiesto en el conjunto de argumentos contra la democracia, que, cuanto más consistente y razonado sea, se convierte en alegato contra la esencia misma de la política.
Las calamidades de la acción, derivan de la condición humana de la pluralidad, condición “sine qua non” para ese “espacio de aparición”, que es la esfera pública. De ahí que el intento de suprimir esa pluralidad, sea equivalente a la abolición de la propia esfera pública. La solución platónica del filósofo-rey, cuya “sabiduría” solventa la perplejidad de la acción, como si fueran solubles los problemas de cognición, no es más que una variedad del gobierno de un hombre, y en modo alguna la menos tiránica.
Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos, para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden, se ha recomendado tantas veces a lo largo de la historia, que la mayor parte de la filosofía política desde Platón, podría interpretarse fácilmente, como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas, que permitan escapar totalmente de la política. El signo característico de tales huidas, es el concepto de gobierno, o sea, el concepto de que los hombres sólo podemos vivir juntos, legal y políticamente, cuando algunos tienen el derecho a mandar, y los demás se ven obligados a obedecer. La trivial noción, que ya encontramos en Platón y Aristóteles, de que toda comunidad política, está formada por los que gobiernan y por los que son gobernados, se fundamenta en la sospecha que inspira la acción, más que en el desprecio hacia los hombres. Y procede del deseo de encontrar un sustituto a la acción, más que de la irresponsable o tiránica voluntad de poder.
Platón
En teoría, la versión más breve y fundamental, de ese escapar de la acción, para adentrarse en el gobierno, se da en el “Político”, donde Platón abre una brecha, entre los dos modos de acción, “archein” y “prattein” (“comienzo” y “actuación”) que, según el pensamiento griego, estaban relacionados. De esta manera, Platón fue el primero en introducir la división, entre quienes saben y no actúan, y los que actúan y no saben, en sustitución de la antigua articulación de la acción, en comienzo y realización, de modo que saber “qué” hacer y hacerlo, se convirtieron en dos actividades completamente diferentes. Mientras que, según el pensamiento griego, la relación entre gobernar y ser gobernado, entre mando y obediencia, era, por definición, idéntica a la relación entre amo y esclavo y, por ende, impedía toda posibilidad de acción. El supremo criterio de aptitud para gobernar a los demás es, tanto en Platón como en la aristocrática tradición del Occidente, la capacidad de gobernarse a uno mismo. Al igual que el filósofo-rey manda en la ciudad, el alma manda en el cuerpo, y la razón en las pasiones.
Los que leemos historia, sabemos que es muy cierto que la violencia, siempre ha desempeñado un importante papel, en el pensamiento y en los esquemas políticos, basados en una interpretación de la “acción” como construcción. Pero hasta la Época Moderna, este elemento de violencia, siguió siendo estrictamente instrumental, un medio que necesitaba un fin, para justificarlo y limitarlo. En términos generales, dicha glorificación de la violencia era imposible, mientras se supusiera que la contemplación y la razón, eran las más elevadas capacidades del hombre, ya que con tal supuesto, todas las articulaciones de la “vita activa”, de la condición humana, seguían siendo secundarias e instrumentales. En la más estrecha esfera de la teoría política, la consecuencia fue que la noción de gobierno, y las concomitantes cuestiones de legitimidad y justa autoridad, desempeñaron un papel más decisivo, que la comprensión e interpretación de la propia acción.
Lo anterior ha llamado la atención, pues la serie de revoluciones características de la Época Moderna, todas las cuales – a excepción de la norteamericana – mostraron la misma combinación del antiguo entusiasmo romano, por la creación de un nuevo cuerpo político, y la glorificación de la violencia, como único medio para su creación. Recordemos que la sentencia de Marx: “la violencia es la partera de toda vieja sociedad, preñada de otra nueva”, sólo resumía la convicción de la Época Moderna en que la historia la “hacen” los hombres, de la misma manera que la naturaleza la “hace” Dios.
Más convincente aún, puede ser la unanimidad con que los proverbios populares, de todas las lenguas modernas, nos advierten que quien desea un fin, debe desear también los medios, y que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Tal vez seamos las generaciones, de la segunda mitad del siglo XX, las primeras que nos hemos dado cuenta de las fatales consecuencias, inherentes a una línea de pensamiento, que admite que todos los medios, con tal que sean eficaces, están permitidos y justificados, en busca de algo que se defina como un “fin”. Decir que no todos los medios están justificados, o que en ciertas circunstancias, los medios pueden ser más importantes que los fines, es dar por sentado un sistema moral que en política (releer a Weber), es complicado dar por sentado. Afirmar que los fines no justifican los medios, es hablar en términos paradójicos, ya que la definición de un fin, es precisamente la justificación de los medios. Y las paradojas siempre indican perplejidad, nada solventan, y de ahí que no sean convincentes.
La sustitución de hacer por actuar, y la concomitante degradación de la política, en medios para obtener un presunto fin “más elevado”, es tan vieja como la tradición de la filosofía política.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 29 de Agosto del 2019.