Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 31 de enero de 2019

SOBRE EL FASCISMO

Ahora que con el auge de la ultraderecha, volvemos desgraciadamente a darle vueltas y vueltas, a términos como fascismo o facha, he regresado a un tomo de mí admirado Ortega.
Él mismo, en respuesta a un artículo que había publicado Corpus Barga en “El Sol” (“La rebelión de las camisas”), escribía en El Espectador en febrero de 1925: “Sobre el Fascismo” (“Sine ira et Studio”).
Tal como a Ortega, a mi también me ha parecido siempre, que hay en el fascismo bastante de enigmático – quizá por eso ha seducido tanto a algunos, a lo largo de la historia – pues aparecen en él los contenidos más opuestos. Afirma el autoritarismo, pero al tiempo preconiza la rebelión. Parece proponerse la forja de un Estado fuerte, y emplea los medios más disolventes, como si fuera una facción destructora. Lo tomemos por donde lo tomemos, en el fascismo hallamos que es una cosa, y a la vez su contraria, es A y no A. Pero quizá eso no sea exclusivo del fascismo. En el Romanticismo encontramos también contradicciones. Decía Ulrico de Hutten: “Yo no soy un libro hecho con reflexión; yo soy un hombre con mi contradicción”. El palo sumergido en el agua, a los ojos es quebrado, y es recto al tacto. Y el fascismo es un fenómeno histórico, como el palo quebrado es un fenómeno óptico. Como decía Ortega: “Ocurre con todo fenómeno, que su verdadera naturaleza está fuera de él, detrás de él. Los fenómenos o apariencias, son el vocabulario que lo real adopta, para hacer su presentación”. Así el fascismo, lo que dicen y hacen los fascistas, lo que ellos creen ser, no constituyes su verdadera realidad. En cada fenómeno, es sabido, colaboran todos los demás. Bastaría esa razón, para que resultara ilusorio buscar únicamente en el fascismo, en el solo, su auténtico sentido.
En Geometría – me gustaba mucho esta asignatura en el bachillerato – podemos entender cómodamente, como cada perfil singular de una figura depende en gran medida, del hueco que los demás nos dejen. En rigor todo perfil es doble, y la línea que lo dibuja es, más bien, sólo la frontera entre ambos. Si de la línea miramos hacia dentro de la figura, veremos una forma cerrada en sí misma, a lo que se llama dintorno. Si de la línea miramos hacia fuera, veremos un hueco limitado por el espacio infinito en derredor. A esto se le llama el contorno. Sin contorno no habría dintorno, y por esta razón no puede definirse claramente un fenómeno histórico en si mismo. Después de decir lo que él es, deberemos añadir lo que es su ambiente.
Julio Cesar
Hace algo así como un siglo, los llamados liberales eran, en efecto, liberales, y conservadores los conservadores. Pero en otras épocas – como la actual – la realidad histórica ha cambiado, sin haber conseguido aún – es mi opinión – crear el nuevo lenguaje que refleje bien la misma. Cuando eso ocurre, como ahora, las apariencias son forzosamente equívocas y, en vez de constituir un idioma, lenguaje, que expresa directamente la realidad, se traban entre sí, en un jeroglífico que la oculta.
El fascismo y otros productos políticos similares, aparecen combatiendo las fuerzas que diríamos “establecidas”. Pero a nadie que sepa algo de historia eso puede sorprenderle, pues siempre ha sido así. Al preguntarnos estos días qué es el fascismo, la primera respuesta que nos llega, no es sino otra pregunta: ¿qué hacen los llamados liberales, demócratas o socialdemócratas? Como si cierto instinto intelectual, nos hiciera sospechar que la clave de la situación, lo esencial del fenómeno, el síntoma más original, no está tanto en la emergencia del fascismo, como en la inacción, o la errónea acción, de las fuerzas democráticas tradicionales.
Está necesidad de definir un movimiento político, más por su contorno que por su dintorno, tal como decía Ortega, también se puede experimentar, cuando lees mucha historia. Por ejemplo, estudiando la interesante e importante historia de Roma. Más o menos vas entendiendo el desarrollo de los sucesos, hasta llegar al año 70, antes de Cristo, que es, aproximadamente, la época en que empieza a aparecer Julio Cesar. En aquel punto, al menos para mí, comienzan a ponerse algo más oscuras las cosas, los acontecimientos. Y no por falta de documentación, pues es el periodo de la historia de Roma, que ha llegado hasta nosotros con mayor número de datos fiables. En medio de tanta documentación, quizá liados por tanta información, no acertamos a comprender bien porque avanza, de triunfo en triunfo, el movimiento encabezado por Cesar.
La dificultad que encontramos es, a mi parecer, muy parecida a la que sentimos ante el fascismo. Más que triunfar Cesar sobre los demás, nos parece que son los demás quienes dejan triunfar a Cesar. Al verle prescindir, una tras otra, de las instituciones establecidas de la República, no podemos por menos que preguntarnos, que hacían los republicanos o, mejor dicho, por qué no hacían nada los republicanos. Pues en ningún momento nos parece que la situación de Cesar sea, por sí misma, suficientemente sólida. Cuando intentamos hacer un balance de las fuerzas positivas con que contaba, aunque no las juzguemos desdeñables, no nos son suficientes, al menos para mí, para explicarnos su victoria. Algo similar nos preguntamos, por ejemplo, cuando analizamos el crecimiento del nazismo en Alemania en los años treinta. ¿Qué porras hacían los socialdemócratas y comunistas, peleando entre si de forma cainita, mientras Hitler iba prescindiendo de las instituciones democráticas de la República de Weimar?
Ortega y Gasset
Ojo. No quiero expresar con eso, que la época de Cesar, o la de la Alemania de entre guerras, sea como la nuestra, la de estos últimos años. No me parece que las épocas históricas, puedan identificarse de manera mecánica. Aunque sí siempre, algo podemos aprender de su desarrollo y consecuencias. Y sí pienso que el tiempo de Cesar, o el de la dicha Alemania, tienen algunos factores comunes, nada vagos sino, por el contrario, muy concretos, al lado de otros, “ça va de soi”, completamente opuestos. De ahí que sea útil, me parece, comparar, no ambas épocas, pero sí los factores comunes a una y otra. Para darle un nombre, podría decir que cesarismo y fascismo tienen, como supuesto común, el previo desprestigio de las instituciones establecidas.
De todos modos, no se aclara de manera suficiente la emergencia de un movimiento político de alto bordo, mientras no se identifica un hecho lo bastante radical y subterráneo (la “intrahistoria” unamuniana) para que pueda derivarse de él a un tiempo, la fisonomía de ese movimiento y la de sus contrarios. Todos los fenómenos de una época – decía Ortega – son hermanos uterinos, aunque sean hermanos enemigos.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 23 de Enero del 2019

jueves, 24 de enero de 2019

SOY ANTI-MONISTA

En su maravilloso libro “El rostro cambiante de Clío”, en el que recoge la casi totalidad de su obra dispersa (ensayos, artículos, colaboraciones…) Sir Raymond Carr, el gran historiador, nos dice – en su reseña de “Existencialistas y Místicos”) que Dame (Dama Comandante de la Orden del Imperio) Iris Murdoch era una santa laica, una novelista de talento que era también filósofa. Que durante 15 años fue profesora de filosofía en Oxford, pero que han sido sus 26 novelas, las que la han convertido en una escritora de fama internacional. Y que cree recordar que en la Unión Soviética era una lectura obligada; y que tiene una hueste de admiradores en Tokyo.
Por su parte George Steiner, se pregunta cual es la característica peculiar de Iris Murdoch como novelista; él la encuentra en su capacidad para dramatizar, para hacer figurativo, el acto de pensar. Es ésta una capacidad que comparten otros novelistas filósofos: Elias Canetti – su amante, al que ella dedicó una de sus primeras novelas – Sartre, Simone de Beauvoir, Camus y también Proust, como discípulo de Bergson.
¿Qué relación hay entre Murdoch la novelista y Murdoch la filósofa? Para Murdoch la filosofía es una disciplina “dura”; lo que caracteriza al filósofo es la capacidad implacable para no soltar un problema. Su finalidad es la claridad; el novelista explora la ambigüedad. Un rasgo llamativo de la filosofía – opina Carr un historiador - es que, a diferencia de la ciencia, no parece avanzar. Los filósofos siguen empeñados en los mismos problemas, que les preocupaban en Atenas hace 2000 años. Pero un escritor tiene que escribir sobre lo que él o ella sabe, y ella (Iris) sabe de filosofía:
“Si supiera sobre barcos de vela los pondría en mis novelas y, en cierto modo, preferiría saber de barcos que de filosofía”.
 Iris Murdoch y John Bayley
El bien – escribe Iris Murdoch en una de esas frases directamente filosóficas de sus novelas – es el objeto inimaginable de deseos. No puede ser una simple cuestión de elección. Si el bien es inimaginable ¿cómo podemos aprehenderlo, por así decirlo, con objeto de que se convierta en acicate para un mejor comportamiento? Para Murdoch somos seres ensimismados y egoístas por naturaleza. No poseemos, dice ella, ninguna finalidad garantizada externamente, ningún Dios, dado que Kant, a su juicio, abolió Dios y en su lugar hizo Dios al hombre, convirtiéndole así en una de los padres intelectuales del existencialismo.
“La tarea es ardua – explica Murdoch – el fin lejano y acaso no alcanzable nunca. Aprendiendo ruso, mi trabajo es una progresiva revelación de otra cosa, algo que existe independientemente de mí. Mi atención es recompensada con cierto conocimiento de la realidad, algo que mi consciencia no puede dominar, asimilar, negar o hacer irreal”. Es éste el difícil lenguaje del místico, del neo-platónico. Mediante la atención y el amor – dos conceptos esenciales – nos despojamos de nuestro egoísmo, habitamos el mundo real. La realidad es una forma platónica y perdurable que yace tras lo particular, la apariencia pasajera. La imagen platónica del hombre que, después de contemplar las figuras oscilantes, que proyecta el fuego dentro de la caverna, sale a la brillante luz del sol del exterior, domina su pensamiento: “Platón utiliza constantemente la imagen del todo armonioso, que determina el debido orden de las partes”.
Platón es monista, un hombre de una idea grande, de la verdad única. “Mi temperamento – escribe Murdoch – me inclina también al monismo”.
Yo al contrario, al igual que Raymond Carr, soy por temperamento anti-monista. Como sostenía Karl Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos” (1945) el fin último y omnicomprensivo tiene que proporcionarnos la utopía, una guía para la sociedad, y dicha guía es lo que suministra la República de Platón, una sociedad autoritaria donde los pobres mortales, son gobernados por reyes filósofos, que tienen un privilegiado acceso al fin único y último. “Yo soy un popperiano que cree en la ingeniería social gradual” nos dice Carr. “El ingeniero gradual – decía Popper – adoptará el método de buscar y luchar por lo más importante y urgente de la sociedad, en lugar de buscar y luchar por su supremo bien último”. En este sentido, Platón sería el archienemigo de la Sociedad Abierta.
Lo trágico dijo Hegel – y creo que algunas veces ya lo he repetido- no es el conflicto entre el bien y el mal, sino entre el bien y el bien. E Isaiah Berlin, nos advertía que la vida consiste en hacer intercambios – un poco de justicia a cambio de un poco de igualdad – entre bienes incompatibles e irreconciliables, no en buscar un único Bien omnicomprensivo.
Nos recuerda Raymond Carr, que conoció a Iris Murdoch cuando él era compañero de viaje comunista, y pegaba sobres para la campaña del Frente Popular, en las elecciones locales de Oxford de 1938. Y que uno de sus últimos encuentros con ella, fue en una cena con Margaret Thatcher, a la sazón Primera Ministra. Que en todo momento sintió un gran afecto por ella (por Iris) teñido de admiración, pero que no pudo nunca comulgar con su filosofía. “No soy monista, ni neoplatónico, ni, menos aún, místico” escribe Carr. La mirada de “Dame” Iris Murdoch – continua Carr – está fija en objetos lejanos, que yo no tengo posibilidad de discernir. “El hombre es una criatura que pinta cuadros de sí mismo, y después se las arregla para parecerse al retrato”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Octubre del 2018.


jueves, 17 de enero de 2019

EL PECADO ORIGINAL

Diversas veces me he referido a esa interpretación moderna de la culpa del pecado original: si tienes un antepasado fascista, no puedes ser un hombre de izquierdas; si tu padre fue comunista, no puedes votar al PP; si eres español, eres culpable de las supuestas atrocidades de los colonizadores de América… y así suma y sigue.
Pero en estas pasadas semanas dos de mis autores preferidos – Javier Marías y Albert Camus – me han recordado el tema.
Recuerdo que siendo aún prácticamente un niño, uno de mis primeros recelos ante la enseñanza cristiana, me lo produjo ese que me parecía disparatado concepto del “pecado original”. Si cierro los ojos, me puedo ver todavía claramente en Ca’n Tapara, donde los franciscanos nos encerraban una semana para “ejercicios espirituales”, oyendo a un fraile asustándonos con ese concepto: ¡arrepentíos de vuestros pecados, de los de vuestros padres, y de los padres de vuestros padres! ¡La mare de deu! Por lo visto ese pecado era grave, y se cargaba con él por el mero hecho de haber nacido. Supongo que, por la aún poca racionalidad que había absorbido de la educación en casa, me parecía propio de miserables, aterrorizar a unas criaturas que todavía no habíamos tenido tiempo de hacer daño a nadie – ni siquiera entendíamos que era eso de pecar de pensamiento – con ese idea de que estaban ya contaminadas, por pertenecer a una especie cuyos antepasados más remotos, habían “pecado” a los ojos de un Dios tan severo.
Javier Marías
Pero lo que más me extraña y desespera, es ver como casi el mundo entero – laicos y agnósticos incluidos – parece abrazar ese dogma cristiano con un fervor incomprensible y, me temo, de funestos resultados. Dice Marías que se buscan y señalan sin cesar, culpables que no han hecho nada personalmente, contraviniendo la creencia, más justa y democrática, de que uno sólo es responsable de sus propios actos.
La verdad es que he vivido muchos años durante los cuales, a nadie se le ocurría acusar a Javier Pradera o a Sánchez Ferlosio, por poner sólo dos ejemplos muy conocidos, de ser, respectivamente, nieto de un notario carlista e hijo de un falangista destacado. Parecía que estábamos todos de acuerdo, en que los crímenes de los bisabuelos no nos atañían ni condenaban, y en que sólo respondíamos de nuestras trayectorias personales.
Pero a día de hoy pareciera, no ya que se exija continuamente que naciones e instituciones “pidan perdón”, por las atrocidades cometidas por compatriotas de otros siglos, o por antidiluvianos miembros con los cuales nada tenemos que ver los actuales, sino que hemos entrado en una época, en la que casi todo el mundo es culpable por su raza, su sexo, su clase social, su nacionalidad o su religión, es decir, justamente por los factores por los que nadie debería ser discriminado.
Nadie podría librarse de las tropelías de sus ancestros, si las responsabilidades se extienden hasta el comienzo de los tiempos. Pocos pueblos, si hay alguno, no han invadido, asesinado, conquistado y esclavizado. Hoy no es raro oír o leer, nos recuerda Marías: “Ante tal o cual situación, se nos debería caer la cara de vergüenza”. Y a mi me entran unas ganas locas de gritar: Hable usted por si mismo, y haga el favor de no meterme en sus ridículas vergüenzas hereditarias.
Albert Camus
También he encontrado estos días párrafos de Albert Camus, que de alguna forma nos remiten a lo que estamos hablando.
Sartre, en su famosa polémica con Camus, decía que éste siempre experimentaba la necesidad de acusar a alguien. Y “si no es usted, será entonces el universo”. Al lo que Camus respondió indirectamente, por intermedio de su protagonista de “La Chute” Jean-Baptiste Clamence: “Cada uno siente la necesidad de ser inocente a cualquier precio, incluso si para ello es necesario acusar al género humano y al cielo”.
Franck Jotterand (enviado de un suplemento literario de un periódico suizo), interrogó a Camus sobre lo que pensaba del punto de vista según el cual, todos seríamos culpables. A lo que el escritor argelino-francés respondió: “Muchos escritores modernos, entre ellos los existencialistas ateos, han suprimido a Dios; pero han conservado la noción del ‘pecado original’. Hoy se pretende aplastarnos bajo el peso de nuestra culpabilidad. Existe, creo, una verdad intermedia”. Estimaba, Camus, que el hombre pecaba de falta de indulgencia (me recuerda a Arendt hablando del perdón). Y citaba a Sancho Panza, nombrado Gobernador de la Ínsula Barataria: “Dado que no podemos ejercer una justicia transparente, al menos hagamos apelación a la misericordia”. Camus sonriente, terminaba: “Vaya usted hoy a hablar de misericordia, en las calles de Paris” (eran los días de la rebelión argelina).
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 16 de Diciembre del 2018.


jueves, 10 de enero de 2019

DOVE SI GRIDA NON È VERA SCIENZA

“Dove si grida non è vera scienza” – dijo Leonardo da Vinci – “Donde se grita no hay buen conocimiento”. Cuando los hombres no tienen nada claro que decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: “dicen” en superlativo, esto es, gritan.
Casi todo el mundo anda alterado en estos tiempos, y en la alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de meditar, de recogerse sobre sí mismo, para ponerse consigo mismo de acuerdo y aclararse en lo que cree y no cree, lo que de verdad estima y lo que de verdad detesta. La alteración le obnubila, le ciega, le obliga a actuar mecánicamente, en una especie de frenético sonambulismo.
A Ortega le recordaba esta alteración de los hombres a las pequeñas bestezuelas, constantemente alerta, en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor, atentas sin descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro, al que es forzoso responder automáticamente. Son los objetos y acaecimientos del contorno, los que gobiernan la vida del animal. Le traen y le llevan como una marioneta. Él no rige su existencia, no vive de sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Fijémonos que nuestro vocablo otro, no es sino el latino alter. Decir pues, que el animal no vive de sí mismo sino de lo otro, traído y llevado por lo otro, equivale a decir que el animal vive siempre alterado, enajenado, que su vida es continua alteración.
Pero los hombres podemos y deberíamos, al menos de tanto en tanto, suspender nuestra ocupación directa con las cosas, desasirnos de nuestro derredor, desentendernos de él, y volvernos, por decirlo así, de espaldas al mundo y meternos dentro de nosotros mismos, atender a nuestra propia intimidad o, lo que es lo mismo, ocuparnos de nosotros y no de lo otro, de las cosas. Dicho con un espléndido vocablo, que estimo sólo existe en nuestro idioma, los hombres podemos ensimismarnos.
Ortega y Gasset
Mas si el hombre goza de ese privilegio de liberarse transitoriamente de las cosas, y poder entrar y descansar en sí mismo, es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas, ha logrado reobrar sobre las cosas, transformarlas y crear en su derredor un margen de seguridad, siempre limitado es cierto, incluso con algún temporal retroceso, pero siempre o casi siempre en aumento. Y viceversa, porque si el hombre es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia, es porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban, para ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre las cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, diría Ortega. En suma, para construirse un mundo interior. Y de este mundo interior emerge y vuelve al de fuera. Pero vuelve en calidad de protagonista, vuelve con un sí mismo que antes no tenía – con su plan de campaña – no para dejarse dominar por las cosas, sino para gobernarlas él, para imponerles su voluntad y su designio, para realizar en ese mundo de fuera sus ideas. Lejos de perder su propio sí mismo en esta vuelta al mundo, por el contrario lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica y señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro – el mundo – se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, y cabe imaginar que el mundo, sin dejar de serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma materializada. Y como en “La tempestad” de Shakespeare, las ráfagas del viento soplen empujadas por Ariel, el duende de las ideas.
Leonardo da Vinci
Pero prestemos atención a que esa atención hacia adentro, que es el ensimismamiento, es un hecho antinatural. El hombre ha tardado miles y miles de años en educar un poco, su capacidad de concentración. Lo que le es natural es dispersarse, distraerse hacia fuera. Nos cuenta Ortega en “Ensimismamiento y alteración”, que el Padre Chevesta, explorador y misionero, que fue el primer etnógrafo especializado en el estudio de los pigmeos, probablemente la variedad de hombres más antigua que se conoce, y a la que fue a buscar en las selvas tropicales más recónditas, y que se limitaba a describir lo que veía, escribió en su última obra de 1932, sobre los enanos del Congo: “Les falta por completo el poder de concentrarse. Están siempre absorbidos por las impresiones exteriores”.
En resumen, son pues tres momentos diferentes, que cíclicamente se repiten a lo largo de la historia humana, en formas cada vez más complejas y densas: 1º, el hombre se siente perdido, naufrago en las cosas, es la alteración; 2º, el hombre, con un enérgico esfuerzo, se retira a su intimidad, para formarse ideas sobre las cosas, es el ensimismamiento, la vita contemplativa, que decían los romanos, el teoréticos bíos, de los griegos, la theoría; 3º, el hombre vuelve a sumergirse en el mundo, para actuar en él conforme a un plan preconcebido, es la acción, la vita activa, la praxis.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Noviembre del 2018.