Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 30 de enero de 2020

ENCUENTRO EN INNSBRUCK

El gran filósofo Ludwig Wittgenstein, nació en el seno de una acaudalada familia austriaca. Su padre Karl, que heredó y amplió una gran fortuna, forjada gracias a la industria del acero, tomó una genial decisión poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial: convirtió la mayor parte de su fortuna en bonos estadounidenses. Por lo que después de la guerra, con el Imperio austriaco desaparecido y media Europa arrasada, no sería arriesgado pensar que los Wittgenstein, fueran una de las familias más ricas del continente.
Antes de la guerra, Ludwig había estudiado en Cambridge, especialmente con Bertrand Russell. Al acabar la misma, en la que había luchado con extraordinario valor con el ejército austriaco, Ludwig (siempre atormentado por fuertes exigencias ético morales) tomó dos decisiones inesperadas: renunció ante notario, a la parte que le correspondía de la inmensa fortuna familiar, a favor de sus hermanos, y decidió hacerse maestro, para enseñar en las miserables escuelas, de los pequeños pueblos perdidos, en los altos de las montañas austriacas.
Pero esto último no funcionó durante mucho tiempo. Wittgenstein se sentía inmensamente sólo en aquellos pequeños pueblecitos, sin tener jamás a su lado alguien con quien poder hablar, alguien con quien compartir las ideas y problemas, de un hombre tremendamente culto y filósofo profundo. En su correspondencia hay claros indicios, de que a principios de 1922, comenzaba a volver su mirada hacia Inglaterra. Con frecuencia preguntaba por sus viejos amigos de Cambridge, en especial por Russell, Johnson y Keynes.
Russell, Wittgenstein y Moore
Durante todo el verano del 22, contempló con entusiasmo e ilusión, un posible encuentro con Russell, quien planeaba viajar al continente, para visitar a su hermano y la mujer de éste en Suiza. Al final acordaron verse en Innsbruck, y pernoctar allí una noche. El tono de la correspondencia, mediante la cual concertaron esa cita (hacía ocho años que no se veían), es cálido y amistoso, y no muestra ningún indicio, de las diferencias que iba a surgir entre ambos. Incluso Ludwig (algo extraño en él) le preguntó afectuosamente por su mujer y su hijo. A lo que Russell le contestó: “El pequeño es un encanto. Al principio era exactamente igual que Kant, pero ahora parece más un bebé”.
Y, aun así, el encuentro resultó una gran decepción para ambas partes. Y de hecho, fue la última vez que se vieron como “amigos”. Berti (Bertrand) aduce que hablaron de cómo llevar de nuevo a Ludwig a Inglaterra. Y niega enérgicamente que en esa ocasión, ambos discutieran: “Wittgenstein nunca era una persona fácil, pero yo creo que cualquier diferencia, se basaba en sus ideas filosóficas”. Pero sin embargo Ray Monk, en su gran biografía de Wittgenstein, recuerda que el propio Russell admitió, que las diferencias eran religiosas. Decía que Wittgenstein estaba “muy apenado por el hecho de que yo no fuera cristiano” y, en esa época estaba “en la cúspide de su ardor místico”. Él “me aseguró con mucha seriedad, que era mejor ser bueno que ser inteligente”.
En una época posterior de su vida, Bertrand Russell dio la impresión de que, tras su encuentro en Innsbruck, Wittgenstein (que acabó regresando a Inglaterra, para impartir clases de filosofía en Cambridge) le consideraba demasiado malvado, como para relacionarse con él, y así abandonó todo contacto. Estoy seguro, por lo bastante que sé de él, que a Russell le debía encantar, que le consideraran malvado. Y por eso, seguramente, éste es al aspecto que más grabado le quedó en su memoria, de aquel encuentro en Innsbruck. Cierto es que, de hecho, Wittgenstein desaprobaba profundamente, las costumbres sexuales de Russell. Incluso antes de su encuentro en la capital del Tirol, había intentado encauzarle hacia la contemplación religiosa. Pero no parece cierto, que Wittgenstein rehuyera todo contacto con Russell, a partir de entonces. Al menos nos consta, que le escribió dos cartas tras ese encuentro, y cada una de ellas comienza: “Hace mucho que no sé nada de ti”.
Los indicios nos sugieren, por tanto, que fue Russell quien cortó la comunicación. Es muy posible que considerara la seriedad religiosa de Wittgenstein, demasiado fastidiosa como para poder tolerarla. Pues, si bien es cierto que Wittgenstein, se hallaba en la “cúspide de su ardor místico”, es igualmente cierto que Russell, estaba en lo más álgido de su acritud atea. Había desaparecido de él, el trascendentalismo inspirado por Lady Ottoline Morrell, presente en algunas de sus obras, como “La esencia de la religión” y “Misticismo y lógica”, y en su lugar había quedado un feroz anticristianismo.
Todo ello puede tener que ver también, con una cuestión quizá más profunda, y en la que Paul Engelmann pone mucho énfasis: la diferencia entre intentar mejorar el mundo, e intentar mejorarse a uno mismo. No era sólo que Wittgenstein se hubiera vuelto más introspectivo e individualista, sino que Russell lo era mucho menos. La guerra le había convertido en socialista, y le había convencido de la urgente necesidad, de cambiar la manera de gobernar el mundo, subordinando las cuestiones de moralidad personal, a la preocupación primordial de hacer del mundo, un lugar más seguro y habitable.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Enero del 2020.


jueves, 23 de enero de 2020

EXPERIENCIA. BUEN JUICIO

Para Hegel, el camino de la experiencia de la conciencia, tenía que conducir, necesariamente, a un saberse a sí mismo, que ya no tenga nada distinto ni extraño fuera de sí. Para él la comunicación de la experiencia, era la “ciencia”. El patrón bajo el que pensaba la experiencia era, por tanto, el del saberse. Por eso la dialéctica de la experiencia, tiene que acabar en la superación de toda experiencia, que se alcance en el saber absoluto, es decir, en la consumada identidad de conciencia y objeto.
Para Hans-Georg Gadamer, la verdad de la experiencia contiene siempre, la referencia a nuevas experiencias. En este sentido, la persona a la que tildamos de “experimentada”, no es sólo aquel que ha llegado a ser lo que es “a través” de experiencias, sino también alguien que está abierto a nuevas experiencias. La consumación de su experiencia, el ser consumado de aquel a quien llamamos experimentado, no consiste en ser alguien que lo sabe ya todo, y que de todo sabe más que nadie. Por el contrario, el hombre experimentado es siempre el más radicalmente no dogmático, que precisamente porque lleva a las espaldas tantas experiencias, y ha aprendido tanto de ellas, está particularmente capacitado para volver a experimentar y aprender de nuevo. La dialéctica de la experiencia tiene su propia consumación no en un saber concluyente, sino en esa apertura a la experiencia, que es puesta en funcionamiento por la experiencia misma.
Con todo eso, el concepto de la experiencia del que trata Gadamer, adquiere un momento cualitativamente nuevo. No se refiere sólo a la experiencia, en el sentido de lo que ésta enseña sobre tal o cual cosa. Se refiere a la experiencia en su conjunto. Esta es la experiencia que, constantemente, tiene que ser adquirida, y que a nadie le puede ser ahorrada. La experiencia es aquí, algo que forma parte, de la esencia histórica del hombre. Aun tratándose del objetivo limitado de una preocupación educadora, como la de los padres, o la de ahorrar a los demás determinadas experiencias, lo que la experiencia es en su conjunto, es algo que no puede ser ahorrado a nadie.
En este sentido, sí, la experiencia presupone necesariamente, que se defrauden muchas expectativas, pues sólo se adquiere a través de decepciones. Entender que la experiencia es, sobre todo, dolorosa y desagradable, no es tampoco una manera de cargar las tintas, sino que se justifican bastante inmediatamente, si se atiende a su esencia. Ya Bacon, recordemos, era consciente de que sólo a través de instancias negativas, se accede a una nueva experiencia. Toda experiencia que merezca ese nombre, se ha cruzado en el camino de alguna expectativa. El ser histórico del hombre contiene así, como momento esencial, una negatividad fundamental que aparece en esta referencia esencial, de experiencia y buen juicio.
Este buen juicio, es algo más que conocimiento de este o aquel estado de cosas. Contiene siempre un retornar, desde la posición que uno había adoptado por ceguera. En este sentido implica siempre, un momento de autoconocimiento, y representa un aspecto necesario, de lo que llamamos experiencia, en sentido auténtico. También el buen juicio sobre algo, es algo a lo que se accede. Asimismo esto es al final, una determinación del propio ser humano: ser perspicaz y capaz de apreciar bien.
Si quisiéramos aducir también algún testimonio, para este tercer momento de la esencia de la experiencia, el más indicado sería, a mi entender, Esquilo, que encontró la fórmula con la que expresar, la historicidad interna de la experiencia: “aprender del padecer”. Pero atentos, esta fórmula no sólo significa que nos hacemos sabios a través del dolor, y que sólo en el desengaño y en la decepción, llegamos a conocer más adecuadamente las cosas. No, la fórmula va más allá.
El filólogo platónico alemán Heinrich Dörrie, presume que el sentido original del refrán o de la frase, sería que sólo el idiota necesita sufrir para ser listo, ya que el listo prevería por sí mismo. Sin embargo el propio mito que toma Esquilo, habla de la escasa visión del género humano, no de la de idiotas aislados. Además la limitación de la previsión humana, es una experiencia tan temprana y tan humana, tan estrechamente vinculada con la experiencia general del dolor por los hombres, que es difícil creer que esta idea hubiera permanecido oculta en un inocuo refrán, hasta que Esquilo lo descubrió. Lo que el hombre aprenderá por el dolor, no es esto o aquello, sino la percepción de los límites del ser hombre, la comprensión de que las barreras que nos separan de lo supuestamente divino, no se pueden superar.
Esquilo
La experiencia es, pues, experiencia de la finitud humana. Es experimentado, en el auténtico sentido de la palabra, aquel que es consciente de esta limitación, aquel que sabe que no es señor, ni del tiempo ni del futuro; pues el hombre experimentado conoce los límites de toda previsión, y la inseguridad de todo plan. En él llega a su plenitud, el valor de la verdad de la experiencia. Si en cada fase del proceso de la experiencia, lo característico es que el que experimenta, adquiere una nueva apertura para nuevas experiencias, esto valdrá tanto más, para la idea de una experiencia consumada. En ella la experiencia no tiene su fin, ni se ha accedido a la forma suprema del saber (Hegel), sino que en ella es donde en verdad, la experiencia está presente por entero, y en el sentido más auténtico. En ella accede al límite absoluto, todo dogmatismo nacido de la dominante posesión por el deseo, de que es víctima el ánimo humano. La experiencia enseña a reconocer lo que es real, sí. Pero lo que es, no es en este caso esto o aquello, sino “lo que ya no puede ser revocado”, tal como nos enseñaba Leopold von Ranke.
Es entonces cuando se desvela como pura ficción, la idea de que se puede dar marcha atrás a todo, de que siempre hay tiempo para todo y de que, de un modo u otro, todo acabará retornando. El que está y actúa en la historia, hace constantemente la experiencia de que nada retorna. Reconocer lo que es, no quiere decir aquí, conocer lo que hay en un momento, sino percibir los límites dentro de los cuales, hay todavía posibilidad de futuro para las expectativas y los planes; o más fundamentalmente, que toda expectativa y toda planificación de los seres finitos, es, a su vez, finita y limitada. La verdadera experiencia es así, experiencia de la propia historicidad.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 6 de Diciembre del 2019 (XLI aniversario de la Constitución)


jueves, 16 de enero de 2020

CONSCIENCIA ESTÉTICA

Platón decía que sus propias creaciones, justamente porque ellas no pretendían ser, sino una diversión y un juego, eran la verdadera poesía.
La crítica de los poetas, ha sido siempre un clásico tema de las investigaciones platónicas. Y es fácil entender que haya interesado, a un pensador como Hans Georg Gadamer. El aspecto más moderno que podemos encontrar a este respecto en su obra, se halla en su crítica de “la abstracción de la consciencia estética”.
Estamos ante un tema recurrente de la obra de Gadamer que, por cierto, sería el que diera el pistoletazo de salida, de su gran obra “Verdad y método” en 1960. La “consciencia estética” encarna – para Gadamer – una abstracción, pues ella no se interesa sino, por los aspectos estéticos de las obras, haciendo abstracción de su pretensión de verdad. Gadamer se inspira para ello, en Kierkegaard y en su crítica de la “fase estética”.
En “Verdad y método”, sostiene que esta consciencia estética, es consecuencia del monopolio de verdad, retenido por la ciencia moderna: si la ciencia es la única que puede hablar de verdad, el arte tendrá que vérselas, con otro dominio de expresión de la realidad humana, que sería puramente estético. Pero eso supondría amputar la verdad de la obra de arte, de lo que Gadamer llamaba, en su ensayo de 1934, “su pretensión evidente, de ser la revelación de la verdad, más profunda y más secreta”.
Gadamer intentaba demostrar, que el arte no era exclusivamente un fenómeno estético, sino que nos confrontaba igualmente con las verdades. De tal modo que esta tesis, le llevó a que su obra magna “Verdad y método”, se iniciara con un capítulo dedicado al arte. En contra de lo que algunos han mantenido, ello no era influencia de Heidegger. Más bien podríamos sostener que, en esto, Gadamer se adelantó a Heidegger. El arte se haya tan estrechamente ligado, a una pretensión de veracidad que, a partir de ahí, podemos comprender la crítica, que Heidegger, tempranamente, dirigió a la lógica de la proposición, y después al platonismo, al aristotelismo y al tomismo. El ensayo de Gadamer, sobre “Platón y los poetas”, puede considerarse ya un testimonio importante, de las cuestiones que iban a interesarle más, en su curso de “Arte y Estado”.
Hans-Georg Gadamer
Sólo con mucha falta de rigor, se podría ver – como algunos han insinuado – un paralelismo entre la crítica gadameriana de la consciencia estética, y la campaña infame de los nazis, contra “el arte degenerado”, el que afirmaban no era en absoluto la expresión del “pueblo”. La falta de paralelismo es más que evidente, si recordamos que fue el mismo Gadamer, quien trató el tema en un ensayo posterior, datado en 1966, y en el que se refería a la universalidad del problema hermenéutico: “Hace treinta años, el problema que nos interesa fue actualizado, bajo una forma desfigurada, cuando la política artística de los nazis, utilizada para fines exclusivamente políticos, intentó criticar el formalismo de una cultura puramente estética, reclamando un arte más próximo al pueblo. Pero más allá de los abusos a la que la misma dio lugar, aquella forma de hablar, señalaba, sin embargo, algo muy real” (“La universalidad del problema hermenéutico”).
Ciertos inquisidores en aquellos años, no pudieron disimular su alegría: mira por donde en 1966, Gadamer reconoce que la denuncia del arte degenerativo, contenía algo de verdad, que concordaba con un elemento, de su crítica de la consciencia estética.
Pero Gadamer no tenía problema alguno en admitirlo, pues estaba bien seguro de que era manifiesta, la distancia entre la ideología nazi y su proyecto filosófico, cuya inspiración era más que diferente. Pues Gadamer se había inspirado en Kierkegaard y, a juzgar por su ensayo de 1934, en el mismo Platón. Si la crítica del esteticismo, fuera atributo exclusivo de los nazis, sería a Kierkegaard, a quien tendríamos que declarar proto-nazi.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Septiembre del 2019.

jueves, 2 de enero de 2020

DIÁLOGO Y COMPRENSIÓN

Política y culturalmente, pertenezco a una época en la que se apreciaba el respeto, el diálogo, el debate y los acuerdos con los adversarios. Ahora, algunos días me levantó con la sensación, de ser ya un anacronismo.
Como escribió Hans Georg Gadamer, a una edad ya avanzada: “Y ahora? Pues bien! Soy un anacronismo viviente: ciertamente ya no formo parte de este mundo, pero sigo todavía en él”. El mundo se me hace cada día, un poco más extraño. Me he pasado una vida predicando la comprensión y ahora… Pero no pierdo la esperanza. Los hombres no podemos vivir sin esperanza. Es una tesis que he defendido siempre, y lo seguiré haciendo.
Mis lecturas de estos días, me han llevado a recordar, un debate que tuvo lugar entre Derrida y Gadamer, en el Instituto Goethe de Paris, en abril de 1981, sobre las nociones de sentido, verdad y comprensión. Gadamer creía que era la propia idea de comprensión, lo que irritaba a Derrida. ¿Cómo puede uno renunciar a comprender? se preguntaba Gadamer. El debate con un interlocutor, que ponía en cuestión de forma radical, las nociones de comprensión y verdad, se le hacía difícil, tanto más cuando Derrida, parecía interpretar la idea de diálogo, como un ejercicio meramente fútil. Gadamer trataba de explicar que la comprensión y el diálogo, no tenían nada de metafísicos. Mientras éste trataba de atraer la atención, sobre la experiencia que realizamos, cuando abrimos los oídos e intentamos comprender, Derrida ponía en valor, especialmente, las “experiencias” de ruptura, interrupción y alteridad, que demostraban los límites de la comprensión y el entendimiento. El psicoanálisis, decía Derrida, nos enseña que la comprensión no es siempre posible, y con frecuencia abusa de nosotros.
Habermas a la izquierda. Gadamer a la derecha
Con el tiempo, Gadamer fue comprendiendo mejor, el contenido de la crítica de Derrida: era la hermenéutica misma (la hermenéutica en el sentido gadameriano) la que ponía en causa, preguntándose si la relación con el otro, era una relación de comprensión. Gadamer creía que Derrida, asociaba la voluntad de comprensión, a un proyecto de dominación y totalización, que iría acompañado de una cierta violencia.
En el año 2000, Derrida rehusó participar en un ”Festschrift” (publicación de homenaje) para el centenario de Gadamer. Sin duda estimaba aquel, que el debate de 1981, por poco valor que le concediera, había resultado un fracaso para él. Y la mejor forma de demostrar las limitaciones, de la idea gadameriana de entendimiento, era la de no proseguir con ningún tipo de diálogo. Pero en el espíritu de Gadamer, el debate no había concluido, pues los verdaderos diálogos, no tienen fin.
Gadamer, ha pesar de su edad, jamás renunció a hacerle comprender a Derrida, que la idea de un horizonte de comprensión, no tenia nada de totalizadora, pues el horizonte es algo que se mueve con nosotros, por el juego infantil de las diferencias, si se quiere, pero que no se alcanza jamás. Su propósito no era el de sostener, que lo podemos comprender “todo”, sino sólo el de recordar, que somos seres de comprensión y de sentido, justamente porque con frecuencia son valores que nos faltan.
La correcta comprensión de sí mismo consiste justamente, Gadamer lo aprendió de Bultmann, en reconocer que uno no logra jamás, conocerse del todo a sí mismo. En eso no necesitaba, que Derrida le recordara los límites, incluso la violencia, que comporta toda comprensión.
Jacques Derrida
Sin embargo Gadamer, quizá si se sentía más afectado por la crítica de Derrida, al respecto de que la capacidad de comprensión se sentía motivada, por un deseo de apropiación “imperialista” de la alteridad, que se arriesgaba a privar al otro de su diferencia. ¿Realmente comprendo al “otro”, cuando lo “comprendo”? ¿Cómo puedo acercarme a su diferencia, si no la comprendo sino a partir de mis proyectos? ¿No deberíamos desconfiar, de una comprensión tan dominante? En una nota discreta, pero reveladora, que Gadamer añadió a la quinta edición de “Verité et méthode”, en 1986, escribiría: “Uno se arriesga siempre, en la comprensión, a “apropiarse” de lo que es “otro”, y a despreciar la alteridad”.
Gadamer repetirá, cada vez más, que el alma de la hermenéutica, consiste en reconocer, que puede ser el otro quien tenga razón. “Comprender” quiere decir en este caso, abrirse al otro, a sus razones y, a partir de aquí, desapropiarse de sí mismo. Si la comprensión permanece como una apropiación, es únicamente porque ella sigue siendo “respuesta”, a la interpelación del otro.
En una entrevista el 11.02.1995 (día de su cumpleaños) Gadamer respondía: “Después de la guerra, o después del largo aislamiento, he podido encontrarme de nuevo, con colegas que hablaban italiano, francés e inglés. Fue interesante para mí, darme cuenta de todo lo que se puede desarrollar, cuando se habla con otros. En el diálogo, se alcanza una forma de superioridad, en relación a cualquier dominación monológica del conocimiento. Ese es el gran misterio del diálogo: que el otro me devuelve, algo que nos interesa a los dos”.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Septiembre del 2019.