Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

sábado, 30 de abril de 2016

CUANDO LA TRIBULACIÓN ME ALCANZA...

Cuando la tribulación me alcanza; cuando la angustia está a punto de derrotar, a mí cada día más acendrado escepticismo; vuelven luminosas a mi mente, las palabras que el Emperador Adriano, vía la extraordinaria pluma de Marguerite Yourcenar, escribió en el ocaso de su vida:
“Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa eternidad que no ha sido acordada a lo hombre ni a las cosas, y que los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas sapientes y complicadas de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus refinamientos del arte y la felicidad, esa libertad espiritual que se informa y que juzga, dependen de probabilidades tan innumerables como raras, de condiciones casi imposibles de reunir y cuya duración no cabe esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano sabría proteger a Armenia de las invasiones alanas. Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos profetas… Cansado de nosotros el mundo se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso… Veía volver los códigos salvajes, los dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros, el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras… Nuestra época, cuyas insuficiencias y taras conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste como una de las edades de oro de la humanidad…
El Emperador hispano-romano, Adriano
La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los periodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas, el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos periodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán, nuestras estatuas mutiladas será rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros… Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros… Si por desgracia llega ese día heredarán nuestros palacios y nuestros archivos; no serán tan diferentes de nosotros como podría suponerse”.

Palma. Ca’n Pastilla a 26 de Abril del 2016.

sábado, 23 de abril de 2016

BRUSELAS, FLANDES Y EUROPA, CON YOURCENAR

Los sanguinarios atentados de Bruselas, me llevaron a mis recuerdos de esa ciudad, de Flandes, de Europa, y de la gran Marguerite Yourcenar. Porque “Qué es el recuerdo, sino el idioma de los sentimientos”, escribió Julio Cortazar en su inigualable “Rayuela”.
He estado en Bruselas varias veces. La mayoría por gestiones ante la Comisión Europea, cuando uno de sus Vicepresidentes, era mi buen amigo Manolo Marín. Pero esas veces fueron visitas relámpago. La única que se alargó varios días, y pude en ella conocer un poco la ciudad, fue a mediados de los ochenta, cuando asistí a una reunión de la Internacional Socialista, en representación del PSOE. Clausurada la reunión, la representante en la Internacional de Acción Democrática (los “adecos” venezolanos) Beatriz Rangel Mantilla, una preciosa mujer, culta, divertida y de gran inteligencia política, con la excusa de un festival de jazz que tenía lugar aquellos días, nos convenció a media docena de conocidos de la Internacional, a quedarnos un par de jornadas más en la ciudad.
Como le había ocurrido a Antonio Muñoz Molina, a mí también me habían hablado muy mal de Bruselas. Era gris, lluviosa, aburrida y llena de burócratas, me habían repetido. Pero yo me encontré, o supe ver, otra ciudad. Incluso algún día lucía el sol, y había mucha gente interesante, alegre, con estilo, simpática, educada. Desde mi habitación del hotel, en un piso alto, veía una especie de bulevar, árboles enormes, cornisas de edificios que me recordaban los de París, buhardillas y tejados de pizarra. El corazón de la ciudad reunía los rasgos mejores, de otras hermosas capitales europeas: plazas históricas (la impresionante Grand Place, con sus recuerdos del Duque de Alba, el “coco” de los niños belgas) antiguas y estrechas calles, avenidas burguesas, edificios del XIX y principios del XX, preciosas y bien provistas librerías (anduve curioseando en la conocida Passa Porta), restaurantes de tradición francesa y/o flamenca. Bebí cerveza de alta calidad, y comí los inevitables mejillones y las patatas fritas. Callejeé por pasajes cubiertos por techos de cristal, donde se hallaban librerías de segunda mano, y tiendas de discos bien surtidas. Me encantó la ciudad.
La Grand Place. Bruselas
Y también pensé mucho en ese Flandes que fue español. (Eduardo Marquina le hace decir, en el segundo acto de “En Flandes se ha puesto el sol”, al capitán Diego de Acuña que lo ha sacrificado todo por el amor: «España y yo somos así, señora»). Ese Flandes de alguna manera, cuna de la Europa actual. Lugar de nacimiento del Emperador Carlos V, al final tan español y asceta, retirado en sus últimos días al apartado y austero Monasterio de Yuste. Territorio donde afloraron, muchas de las ideas que llevaron a la Revolución Científica (en el XVII) y a la Ilustración (cemento de Europa) un siglo después.
Y, como no, pensé mucho en esa Europa, que hoy tanta indignación y amargura nos produce. Pero en esa Europa también que, para muchos de mi generación, es algo igual de tangible que una bocanada de aire que nos llena el pecho. Criados en la claustrofobia de una casposa dictadura, Europa se abrió de golpe ante nosotros, como un espacio ilimitado de ciudadanía, en el cruce de las libertades personales, y un principio de equidad social. Inseguros de nuestra capacidad española para la concordia y el entendimiento, Europa nos ha ofrecido siempre una garantía última, de mesura y de imperio de las leyes democráticas. Cierto que en estos tiempos de zozobra, incertidumbre e irritación, la Europa unida, como la democracia española, tiene muchísimos más beneficiarios que defensores. Pero la saña de sus enemigos, puesta de manifiesto en París y Bruselas, debería ser un indicio del valor de todo aquello que disfrutamos, sin apreciarlo.
Siento íntima y radicalmente, que Europa nos protege de lo peor de nosotros mismos. Y que aunque nos parezca, que la Unión Europea no sea ahora una gran cosa, mucho peor nos iría a todos sin ella. Hasta no hace tanto, lo que caracterizaba a españoles, franceses, alemanes, belgas… eran sus raíces, la “cepa” (de “pura cepa”, “de souche”) metáforas agrícolas basadas en la semilla, que germina allí donde fue sembrada y no en otro lugar. Pero los humanos, como bien dice George Steiner, no tenemos raíces sino piernas, para ir de un lado a otro, a donde nos convenga. El proyecto europeo, como en su día la propia democracia, nace del desarraigo: no hay europeos de pura cepa, sino de leyes compartidas. Como apuntaba Fernando Savater, todos los estados modernos brotaron de un movimiento semejante, que aunaba diversas etnias, lenguas, tribus y hábitos populares, en una Administración común, destinada a igualar en obligaciones y derechos a los individuos, liberándolos de la estrechez colectiva de sus orígenes locales. Por tanto son el primer paso, hacia el cosmopolitismo posterior, posnacional.
Librería Passa Porta. Bruselas
Europa me parece, es algo así como pasear sin miedo por Bruselas, en un día húmedo de sol alternando con nublados, entre desconocidos que, con todo, sentimos como compatriotas. Pero hacerlo siendo conscientes, de toda la racionalidad y todo el coraje, que nos harán falta para defender esos dones y valores.
En esas jornadas bruselenses me acordé de Georges Simenon, y las muchas novelas de Maigret que me leí en mi juventud. Pero también de aquella visión sepulcral de Bruselas, que ofrece Joseph Conrad, en las primeras páginas de “El corazón de las tinieblas”. Y sobre todo, recordé a Marguerite Yourcenar, una de mis autoras favoritas.
Comencé a leer a Yourcenar en los inicios de los años ochenta, con su apasionante y popular “Memorias de Adriano”. Los amantes de la historia, sabemos que el auténtico Adriano, fue más polifacético y complejo que el de Yourcenar. Que fue un militar de los pies a la cabeza, sumamente diestro con las armas, y que podía ser brutal. No en balde era un veterano combatiente, que había sido tribuno en tres legiones, y legado de la I Minerva. Pero al tiempo fue un admirador de lo griego, un entusiasta de la arquitectura, un gran viajero, y un buen gastrónomo. Asimismo podía ser la persona pacífica, filosófica, introspectiva y cercana, que nos describe Yourcenar. Y en cualquier caso el libro, es una lúcida reflexión sobre el poder y la soledad, a través de la vida del gran emperador hispano-romano, que debería ser de obligada lectura, para todo aquel que piense dedicarse a la política. Luego continúe con otras obras de la gran novelista: “Recordatorios”, “Archivos del Norte”, “Opus Nigrum”, “A beneficio de inventario”, “Cartas a sus amigos”, y la biografía que sobre ella escribió Michèle Goslar.
Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour (Yourcenar es el anagrama de Crayencour) nació en Bruselas. Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne, que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, vástago de una familia aristocrática francesa, en la casa de la abuela paterna, en el norte de Francia, Mont Noir, muy cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 años y griego clásico a los 12. En 1945, a sus 42 años, se trasladó a vivir a Bar Harbor, en la isla Mount Desert, Maine, Estados Unidos, en una casita de madera blanca de nombre “Petite Plaisance”, en la que permaneció, entre viaje y viaje, hasta su muerte a la edad de 84 años.
Yourcenar es la gran maestra de la novela histórica auténtica, es decir, aquella basada en hechos históricos, contrastados en fuentes fiables. Sus descripciones del Flandes del XVII (“Recordatorios” y “Archivos del Norte”), producto de sus investigaciones sobre sus ancestros, son una maravilla para cualquier aficionado a la buena historia. Como ella misma explica: “Regresé a Flandes con Zenón” (el protagonista de “Opus Nigrum”). Es también una autora insólita en nuestra época. Su formación clásica; su capacidad única, para mostrarnos como los seres se van acumulando, en cualquier lugar de la tierra, como estratos geológicos; su continua reflexión sobre los eternos problemas humanos; su sentido de la historia, y la densidad de su pensamiento, hacen que se asemeje más a un escritor o erudito renacentista, que a un autor de nuestros días. Si leemos con atención sus obras, comprobaremos de qué forma magistral utiliza el pasado, para hablarnos de nuestro presente. “La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones del mundo, a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad, priman sobre las circunstancias. El verdaderos lugar del nacimiento, es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros”, dejó escrito en “Memorias de Adriano”.
Los sangrientos atentados de la capital belga, me han llevado a releer (a mis años casi releo más que leo) a Yourcenar. Y con ella he vuelto a Bruselas, Flandes y Europa.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Abril del 2016.

sábado, 16 de abril de 2016

PATRIA, IDENTIDAD Y CULTURA

Cuando aparentemente tanto lío nos hemos hecho con conceptos como patria, identidad y cultura. Cuando enfebrecidos por ese amor a la patria, algunos no consideran contradictorio empobrecerla, llevándose su dinero a otra parte. Ahora que muchos parecen desear con pasión una sola patria, una singular cultura y una única identidad. Cuando todo eso ocurre, algunas reflexiones absorbidas de Claudio Magris “La Historia no ha terminado”, y de María Zambrano “De Unamuno a Ortega y Gasset”, podrían venir a cuento.
“Durante las guerras napoleónicas – escribe Magris – un archiduque y general austriaco exhortó a los soldados, en una proclama, a combatir por la patria. La corte imperial censuró aquella proclama, considerándola subversiva. La patria era un peligroso concepto revolucionario, afirmado por Francia; los soldados austriacos tenían que combatir por la casa de Habsburgo, por su señor”.
La patria presupone ciudadanos, no súbditos. Pero la carga libertaria de la idea de patria y de nación, enarbolada por la Revolución Francesa, fue muy pronto pervertida. El amor a la patria degeneró pronto en una agresiva negación de las patrias de los demás; y el principio de nacionalidad se escindió de los movimientos liberales, a los que estaba inicialmente unido. Se degradó en nacionalismos que han inflamado a las masas, desencadenado violencias, y han favorecido la movilización totalitaria de los pueblos y los regímenes dictatoriales. Instrumentalizado y vilipendiado, ridiculizado por la retórica patriotera, o escarnecido con petulancia, el justo sentido de la patria está amenazado por su abyecta caricatura nacionalista, y por la regresión particularista a presuntas raíces étnicas, por el micronacionalismo de campanario incapaz de ver, más allá del pueblo de al lado, el mundo.
La “particularidad”, escribió Pedrag Matvejevic, ensayista serbo-croata, oponiéndose al delirio del nacionalismo étnico, no es todavía un valor; es la premisa de un valor, que se realiza en la superación de toda inmediatez y de todo fetichismo de la identidad. La Italia de Mazzini era una patria, pero su amor a ella era inseparable del amor a Europa y a la humanidad. El nacionalismo y el municipalismo son igualmente antipatrióticos, porque ambos son particularistas, cerrados y obtusos, incapaces de sentir en grande, en términos universales. El auténtico patriotismo sabe trascenderse. Milosz (abogado, poeta y Premio Nobel, polaco) nos recuerda el deber de defender a su nación cuando ésta está amenazada, pero también el de impedir que ese valor se absolutice y se convierta en dominante, haciendo que se olviden los valores más altos, los universales-humanos.
El nacionalismo, explica Magris, es una compulsiva camisa de fuerza, neurótica, agresiva y autolesiva; y el fascismo una especie de delantalito análogo, sofocante y rencoroso. No es casual que el patriotismo republicano, el patriotismo constitucionalista diríamos hoy, estuviera, los españoles lo recordamos muy bien, en la primera línea de la lucha antifascista. La nacionalidad es “cultura”, no biología. Los últimos grandes defensores del Imperio Romano fueron de origen bárbaro, como Ezio o Aecio (vencedor de Atila en los Campos Cataláunicos) y Stilicone, de cuna vándala; que se habían hecho más romanos, que los postreros y débiles emperadores de Roma.
Si nos interrogamos sobre nuestros orígenes, comprobaremos como nuestra identidad se resquebraja en una pluralidad de elementos heterogéneos (algo ya he escrito sobre ello en mi Blog: http://senator42.blogspot.com.es/search/label/ser%20una%20cosa%20y%20ser%20otra. Es un proceso que tiene lugar en todas partes, pero del que suelen percatarse con especial intensidad, los que han nacido y/o vivido en territorios fronterizos, en los que muchos patriotas, se dan cuenta de que pertenecen también a otras nacionalidades, puede que incluso a aquella con la que la suya se encuentra en conflicto. Si no nos atemoriza nuestra complejidad, y no buscamos ahogar histéricamente ese miedo, refugiándonos en el nacionalismo, e inventando una mítica compacidad, descubriremos que estamos también y siempre, al otro lado de la frontera. Marisa Madieri (esposa de Magris, fallecida hace ya tiempo) cuenta la historia del éxodo de Fiume al final de la Segunda Guerra Mundial (incluidas las vejaciones sufridas en aquel momento a manos de los eslavos, que se vengaban con violencia indiscriminada, por las violencias que a ellos les infligieron los fascistas), como descubrió las raíces eslavas y húngaras de su familia, y como se da cuenta que forma también parte de ese mundo, que ahora le está amenazando.
Este reconocimiento de pertenencia-no pertenencia estudiado, como explica Magris, por Arduino Agnelli a propósito de la narrativa de Vegliani, no tiene que ver con el parentesco étnico, sino con la afinidad a una cultura y a un estilo de vida. El descubrimiento, en uno, de una identidad plural, como ya comenté en mi Blog, no agrieta sino que enriquece el sentido de pertenencia a la nación en que se reconoce, y le da como un “plus”. La nación, la patria, la identidad no son un ídolo inmóvil, nacen, viven y se transforman en el tiempo; los pueblos no son eternos, como sí proclamaba Stalin, sino que pasan, lo mismo que los bosques y los dioses. Las patrias mueren y renacen; en 1978 murió una España y de ella nació otra. Hoy en día los Estados Nacionales, España incluida, están destinados, aun en medio de innumerables dificultades y resistencias, a integrarse en una patria más grande, Europa (una Europa federal, descentralizada, garantía de las peculiaridades individuales, pero unida). Se trata de un proceso trabajoso pero liberatorio, que no anula sino que potencia el auténtico patriotismo; el federalismo, opuesto a todo rencoroso secesionismo, nace para unir las trabazones existentes, no para disgregarlas.
El acné juvenil de las pequeñas patrias, que quisieran encerrarse en su angosta inmediatez, levantando un puente levadizo en las narices de los que incluso viven al otro lado de la calle, nace del miedo a ser borrados del mapa, por las grandes transformaciones que tienen lugar en el mundo. A ese miedo no hay que ignorarlo, por supuesto, es preciso comprenderlo, pero para poder así refutarlo. Dante decía que a fuerza de beber el agua del Arno, había aprendido a amar intensamente a Florencia, pero añadía que su patria era el mundo, como lo es el mar para los peces. Esas dos aguas, el río de nuestro pueblo y el océano universal, se integran recíprocamente; la patria es ese vínculo entre la particularidad del lugar natal y el horizonte del mundo.
La patria no se identifica necesariamente con una nación. Han existido y existen Estados plurinacionales, que garantizan las diversidades, en las que los individuos y las distintas comunidades se reconocen, y encuentran una morada habitable en la vida, una realidad en la que sentirse en casa en el mundo. La legua alemana contrapone el agresivo Vaterland a la Heimat, la patria entendida como casa natal. Esa casa natal decía el marxista Ernst Bloch, en la que todavía nadie ha estado verdaderamente, porque la verdadera patria, la verdadera casa natal de la vida, es un mundo liberado de la injusticia y de la opresión, un mundo que todavía no existe.
Y por su parte María Zambrano nos recordó que cada pueblo de rango en la historia, no es otra cosa que la realización o el intento, a veces fracasado, de una manera de ser hombre, de un proyecto de existencia humana, es decir, un aspecto de algo tan universal como el hombre. A ello, dice Zambrano, es a lo que se ha llamado una “cultura”. Muchas definiciones se han dado de lo que es una “cultura”, pero a mí modo de verlo humildemente, una cultura es la realización, a veces no lograda, de una manera de ser hombre. Pues el hombre puede existir, estar en el mundo, de muchas maneras, no de una sola, y justamente por ello es hombre, y no astro ni piedra. Cada uno de estos intentos de ser hombre, que llamamos culturas, tiene su momento de esplendor y su muerte o decadencia. Pero lo más extraordinario, es que tiene también su resurrección y su renacimiento, que no siempre se verifica del mismo modo. Y es que si todo pasa en la historia humana, todo también queda, en cierta manera. La historia como acontecer del espíritu, de un ser espiritual llamado hombre, no es la simple permanencia ni el sencillo tránsito, sino el dramático juego de la vida y de la muerte: aurora, madurez, muerte y, por último, resurrección o renacimiento.
Y así las diversas culturas ya pasadas, persisten dentro de la que hoy vivimos. Cada una es algo así como nuestra patria. Todo hombre culto tiene no una, sino varias patrias. Y el más culto será aquel que en su espíritu y modo de vivir, haya incorporado todas las patrias, todas las culturas de que tenemos conocimiento, aquel en que resuene la voz más remota del pasado, unida a la voz del futuro, que clama por abrirse paso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Diciembre del 2015.



sábado, 9 de abril de 2016

¿NOS ATREVEMOS CON SPINOZA?

Para cualquier compulsivo lector aficionado a la filosofía, es prácticamente imposible no encontrarse con Baruch, Bento, o Benedictus Spinoza (BDS) una y otra vez y desde el inicio. Se admira la modernidad del mismo: “La mente humana es la idea del cuerpo humano”. O se le odia profundamente. Pero a nadie deja indiferente. Desde Leibniz a Diderot, desde Nietzsche a Marx, la mayoría de filósofos han registrado la influencia del notable judío holandés, apreciando o despreciando su materialismo; su modo de no separar alma y cuerpo, ni al hombre de la naturaleza, ni a esta de nada y de nadie; y su asociación con al ateísmo, el panteísmo, la herejía y, como escribe Fernando Savater: “con la condición esencialmente hospitalaria de la ética no supersticiosa”. Russell afirmaba que Leibniz caía en el spinozismo, cada vez que se permitía ser lógico. “Ser un seguidor de Spinoza – dijo en cierta ocasión Hegel – es el comienzo esencial de toda filosofía”. Y cuando a Einstein le preguntaban si creía en Dios, se dice que contestaba: “Yo creo en el Dios de Spinoza”.
Se comprenderá por ello, las ganas que yo tenía desde mi mocedad, de enfrentarme a la lectura del mismo. Pero había dos problemas que me llevaban, una y otra vez, a posponer ese momento.
El primero era que en mi juventud, allá por los años setenta, se había puesto de moda la llamada “Posmodernidad” (término introducido por el filósofo francés Jean-François Lyotard) que abominaba de las ideas de la Ilustración, y de las de los racionalistas que la precedieron en el s. XVII, durante la llamada “Revolución Científica” (Descartes, Leibniz, Spinoza, Galileo, Newton, Locke, Hobbes…) y culpaba a aquella y aquellos, de todos los males que afligían a la sociedad. Desde la llamada de Heidegger a derrocar la metafísica occidental, para recuperar la verdad del Ser, todo el proyecto “posmoderno” de deconstrucción de la tradición del pensamiento occidental, todas las diversas tendencias del mismo, tuvieron una cosa en común: fueron en el fondo, formas de reacción contra la Modernidad. Todas aquellas tendencias empezaron con la convicción de que existe un aspecto vital de la experiencia, que escapa al pensamiento moderno. Todas mantuvieron que el propósito de la vida, empieza allí donde termina la modernidad. Todas afirmaron descubrir el significado, especial y escurridizo, de la existencia, mediante un análisis de los supuestos fracasos del pensamiento moderno. Pero todas ellas se mantuvieron, curiosamente, ligadas indisolublemente a aquello a lo que, precisamente, decían oponerse.
En aquellos años, las ideas de la Ilustración y de sus predecesores (Spinoza entre ellos) etéreas, optimistas y ecuménicas, parecían viejas, cuando no hipócritas y presuntuosas. Y también estaban aquellos que acusaban a la Ilustración, de dinamitar los antiguos y reputados sistemas de creencias religiosas, de situar la razón por encima de cualquier otra facultad humana, o de reducir el sentimiento, la solidaridad y las emociones, a una mera ilusión, destruyendo por el camino, toda posibilidad de creencia consoladora en una deidad omnisciente y benévola.
Cierto es que la Ilustración fue profundamente antirreligiosa. Pero como observó David Hume, en aquel periodo escaseaban los verdaderos ateos, y la mayor parte de los grandes del siglo XVIII, más que ser exactamente ateos, simplemente no prestaban atención a las deidades de las religiones monoteístas del mundo. Pero ser “ilustrado” significa, como bien recoge la famosa afirmación de Immanuel Kant, liberar la mente humana de “la bola y la cadena de su permanente minoría de edad” impuesta, entre otros, por “los dogmas y las fórmulas de la religión establecida”.
Y no es cierta, en cambio, esa idea frecuente y poco cuestionada, de que la Ilustración fue un movimiento interesado, especialmente, en dominar las pasiones y cualquier otra manifestación, de los sentimientos o afectos humanos. El ejercicio de la razón representó un papel decisivo en el proceso ilustrado, efectivamente, pero reducir un proyecto intelectual altamente complejo, lleno de matices, a lo que luego se dio en llamar “el imperio de la razón”, es un simplismo absurdo.
Y había un segundo problema, quizá el más importante, que retrasaba mi encuentro con Spinoza: dudaba de mi capacidad para entenderle. Un amigo del Colegio Mayor La Salle, que luego llegó a Doctor en Filosofía, me había advertido que las obras de Spinoza, especialmente la central, su Ética, eran espesos matorrales, llenos de términos arcaicos e importantes abstracciones. Y me recomendaba que antes de meterme con ellas, me sumergiera a fondo con las de otros filósofos más accesibles (fue el primero que me habló de Habermas, que también tiene lo suyo). Y así lo hice durante bastante tiempo.
Pero hace un par de años ese mismo viejo amigo, en un intercambio de correos sobre otros temas, me comentó, como de pasada, que se había publicado un libro muy interesante, ameno y accesible, sobre Spinoza. Tomé buena nota del mismo; pero ha sido sólo hace un par de meses, cuando me lo he comprado.
El libro en cuestión es “El hereje y el cortesano”, de Matthew Stewart, hijo de estadounidense y catalana, y Doctor por Oxford con una tesis sobre la filosofía alemana del siglo XIX. En su libro, como el mismo Stewart advierte, presenta un enfoque algo heterodoxo, hoy, de Spinoza, pero muy interesante, al menos a mi entender. Y por cierto, el autor es un personaje muy peculiar ya que, después de dedicarse durante siete años a consultor de empresas, en una consultoría fundada por el mismo y que llegó a tener 600 empleados, un buen día decidió de repente retirarse, para llevar una vida contemplativa dedicada a pensar y escribir.
Y casualidades de la vida, como si todo dios se hubiera puesto de acuerdo, para no dejarme excusa con la que posponer mi lectura de Spinoza, me entero el otro día, vía Internet, que Bruno Giuliani, francés y Doctor en Filosofía, ha publicado una versión de la Ética de Spinoza, su gran obra, accesible para todos los aficionados como yo. Al menos eso es lo que anuncia la editorial del mismo. Habrá que comprarlo.

De manera que por fin ¡atrevámonos con Spinoza!

Palma. Ca’n Pastilla a 3 de Abril del 2016.

sábado, 2 de abril de 2016

LA FELICIDAD

                                          <Anoche cuando dormía
                                            soñé ¡bendita ilusión!
                                            que una fontana fluía
                                            dentro de mi corazón>
                                           (Antonio Machado)
Pero yo aún no dormía cuando hace dos noches, leyendo unos textos de Spinoza, experimenté unos minutos casi de éxtasis. Tranquilos, no levité, estoy seguro de que mi cuerpo, permaneció siempre pegado a la cama. Luego entró Marita para preguntarme, que me apetecería comer al día siguiente. Y se acabó. Pero bueno, esa es una de las grandes cualidades de las mujeres, siempre permanecen con los pies pegados a la tierra, ocupadas y preocupadas por los asuntos prácticos del diario vivir; mientras los varones, con asiduidad, nos perdemos en las nubes de nuestras ensoñaciones.

Theodore Zeldin
Pero sí creo, como alguien ya adelantó, que la felicidad se compone de minutos discontinuos de exaltación, como esos que experimenté. Y en El País, Winston Manrique Sabogal nos reseña tres libros, que tratan de todo eso.
¿Qué significa ser feliz, estar plenamente vivo en todo momento, en lugar de estarlo sólo a medias? se pregunta el historiador y pensador Theodore Zeldin, ex decano del St. Anthony College de Oxford. ¿Cómo elegir entre la múltiples formas de escapar al sufrimiento y a la frustración, entre las diversas variantes de la religión (existen 4.200), entre ideales tan dispares como los de los estoicos y los de los románticos, el Renacimiento y los enciclopedistas, la ciencia y la tecnología, y así sucesivamente? A desentrañar esa búsqueda ha dedicado los 25 últimos años el profesor Zeldin. Y el resultado lo plasma en una treintena de historias de aliento reflexivo, en el libro “Los placeres ocultos de la vida. Una nueva forma de recordar el pasado e imaginar el futuro (Plataforma)”.
Por su parte el italiano Giuseppe Scaraffia en “Los grandes placeres (Periférica)” nos dice: “Hemos olvidado que la felicidad, no es un estado de ánimo edificante, y sí la suma de muchos pequeños placeres, que crean una atmósfera”. Pero el mundo contemporáneo, como coinciden los dos pensadores, exige expectativas sobredimensionadas para alcanzar la felicidad. Scaraffia nos recuerda que Stendhal pidió “ir a la caza de la felicidad” y dijo: “Hay que saber lo que te hace feliz y convertirlo en hábito. Y para construir la felicidad se requiere sensibilidad, paciencia, cultura y memoria”.
Zeldin es más escéptico que Scaraffia respecto a Internet y la felicidad, ya que considera que siempre se ha esperado demasiado de las nuevas tecnologías, que han producido efectos colaterales inesperados. “Internet – dice – no ha sido un sustituto apropiado, de la experiencia completa del contacto personal íntimo, que proporciona a los seres humanos su placer más profundo. Pero no tiene sentido echar toda la culpa a la Red. El aislamiento de los individuos, también se ha incrementado por el crecimiento de las ciudades. Yo disfruto de los placeres sencillos y, también, encuentro placer en investigar”.
En el teatro de la vida, nos dice Theodore Zeldin, la gente para protegerse enmascara sus verdaderos deseos, sentimiento y placeres. Y agrega que muchos están encorsetados en prejuicios y tradiciones, que los llevan a convertirse en lo que creen que quieren ser. “El prejuicio es el obstáculo más firme, a la apertura de la mente” remacha.
La solución, en realidad, está al alcance de todos. Está en descubrir el placer en cada cosa que se haga, en disfrutar de la belleza que llega a través de los sentidos, o del intelecto, o de los sentimientos, nos recuerdan los filósofos. En “El libro de la belleza. Reflexiones sobre un valor esquivo (Turner)María Elena Ramos nos recuerda que el hombre, “debe tornar la mirada hacia el interior de sí mismo, donde habría de encontrar grandes bienes, que son la señal dejada en el alma humana por la creación”.
Giuseppe Scaraffia
Por su parte Boris Cyrulnik, psiquiatra y uno de los padres de la “resiliencia”, escribe: “Nadie sabe definir la felicidad. Durante mucho tiempo, el paso por la tierra era el valle de lágrimas entre dos paraísos: el paraíso perdido, por culpa del conocimiento, y el paraíso posible, que podemos ganar tras nuestra muerte, obedeciendo a las leyes divinas. Entre los dos paraísos se sufría. El siglo XIX y la Revolución Francesa, cambiaron esta noción de la felicidad. Si creemos que la felicidad es metafísica, creeremos que sólo puede llegar después de nuestra vida o nuestra muerte. Es lo que ocurre con los yihadistas. El yihadismo enseña, lo que los cristianos enseñaron durante mucho tiempo: morid primero, seréis felices después… Ahora sabemos que la felicidad es un tricotar continuado; es el placer de vivir cotidiano; es un trabajo de todos los días, no es metafísico. La artesanía de la felicidad cotidiana se tricota día a día”.
No se trata tanto de hacer la vida mejor, sino de convertirla en algo más interesante, afirman Zeldin y Scaraffia. Los filósofos piden desterrar prejuicios, vergüenzas y miedos, para evitar la sensación de haber malgastado la vida. Quejarse menos y buscar metas más emocionantes, arriesgar en la aventura. Sentir. Vivir un olor que recupera un paraíso, o una buena noticia de alguien y decirle al oído: “Estoy contento”.

Palma. Ca’n Pastilla a 20 de Marzo del 2016.