Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 27 de agosto de 2020

BOHR Y LA ESTABILIZACIÓN DEL ÁTOMO DE RUTHERFORD

Después de su boda en 1912, y de su luna de miel en Cambridge, Manchester y Escocia, ya de nuevo en Copenhague, Niels Bohr comenzó a enseñar termodinámica, como “privatdozent”, en la universidad. Cada mañana iba en bicicleta a toda velocidad a su nuevo despacho. Era inagotable y siempre parecía tener prisa. El relajado físico fumador de pipa, que tenemos hoy de su imagen, todavía no había despertado. Igual que a Einstein, a Bohr la preparación de sus clases le resultaba muy laboriosa, y le dejaban poco tiempo libre, para enfrentarse a los problemas que realmente le asediaban. Lo que realmente le interesaba, era la inestabilidad mecánica, que afectaba al átomo de Rutherford, su gran maestro. Más allá de afirmar que los electrones giran en torno al núcleo, como los planetas en torno al Sol, en sus trabajos Rutherford no decía nada, sobre su posibles disposición. Se sabía que un anillo de electrones, girando en torno a un núcleo, era inestable debido a las fuerzas de repulsión, que cada electrón ejerce, por compartir la misma carga, sobre los demás. Tampoco podía estar quieto porque, como las cargas opuestas se atraen, los electrones hubieran acabado colapsándose sobre el núcleo, cargado positivamente. Los problemas a los que el joven Bohr debía enfrentarse, eran cada vez mayores. Los electrones no podían formar un anillo, tampoco podían permanecer quietos, ni podía dar vueltas en torno al núcleo y, por último, tampoco había, con un núcleo tan diminuto en su centro, modo alguno – en el modelo de Rutherford – de determinar el radio de un átomo.
                                                                   Ernest Rutherford

 Mientras otros habían interpretado estos problemas de inestabilidad, como una prueba irrefutable, en contra del átomo nuclear de Rutherford, lo cierto es que para Bohr, no hacían más que subrayar los límites de la física clásica subyacente, que predecía su defunción. Su identificación de la radiactividad con un fenómeno “nuclear” – que no “atómico” – y su trabajo pionero con los radioelementos (posteriormente conocidos como “isótopos”) y la carga nuclear, acabaron convenciendo a Bohr, de la estabilidad del átomo de Rutherford. Y es que, aunque no podía soportar el peso de la física establecida, tampoco experimentaba el supuesto colapso. Y esa fue la contradicción, a la que Bohr debió responder. Bohr acabó asumiendo, que la “cuestión de la estabilidad, debe ser contemplada desde una perspectiva diferente”. Entonces se dio cuenta que, para “salvar” el átomo de Rutherford, se necesitaba un “cambio radical”, y apeló, para ello, a los “cuantos” descubiertos, a regañadientes, por Max Planck y defendidos por Einstein. El hecho de que la emisión y absorción de energía, en la interacción entre radiación y materia, no fuese continua sino discreta, y que se llevase a cabo en paquetes de tamaño diferente, era algo que transcendía el dominio de la física “clásica”, consagrada por el tiempo. Bohr tenía claro, que el átomo “se halla, de alguna manera, gobernado por los cuantos”. Pero, en septiembre de 1912, aún ignoraba como eso sucedía.
                                                          Margrethe Nørlund- Bohr

A Niels Bohr, le gustaron durante toda su vida las novelas policíacas. Y, como buen detective, buscaba pistas en la misma escena del crimen. La primera de ella se la proporcionaron, las predicciones de inestabilidad. Convencido de la estabilidad del átomo de Rutherford, Bohr esbozó una idea que, con el paso del tiempo, resultó esencial para su investigación posterior, el concepto de “estados estacionarios”. La física clásica no imponía restricción alguna, sobre la órbita que un electrón podía ocupar dentro de un átomo. Pero Bohr si lo hizo. Como si fuera un arquitecto, que estuviera diseñando un edificio, adaptado a una serie de estrictas condiciones impuestas por su cliente, Bohr restringió el movimiento de los electrones, a determinadas órbitas “especiales”, en las que no pueden emitir radiación continua y caer sobre el núcleo. Ese movimiento, acabó siendo un golpe de genio. Bohr creía que en el mundo atómico, no eran válidas determinadas leyes de la física establecida, lo que le llevó a “cuantizar” las órbitas, en las que podía moverse los electrones. Renunció a la idea clásica, de que los electrones pueden moverse en torno al núcleo, a cualquier distancia. En su opinión, el electrón sólo puede ocupar, de todas las órbitas posibles permitidas por la física clásica, unas pocas, las llamadas “estados estacionarios”. Se trataba de una propuesta radicalmente innovadora: los electrones ocupan órbitas especiales, en las que no irradian energía, y no irradian energía, porque ocupan órbitas especiales. Así que, al menos pues, que pudiera esbozar una explicación física real de sus estados estacionarios, su concepto de órbitas electrónicas, acabaría desdeñado como un mero armazón teórico, erigido para sostener, una estructura atómica desacreditada. Por eso Bohr pidió unos meses sabáticos, que le concedieron. Entonces se recluyó con su esposa Margrethe, en una casa de campo, y se dispuso a buscar más pistas atómicas. Justo antes de Navidades, descubrió una en la obra de John Nicholson. Era la explicación de los “estados estacionarios”, la razón por la cual los electrones, sólo podían ocupar determinadas órbitas en torno al núcleo.
Niels Bohr

Un objeto que se mueve en línea recta, posee un determinado “momento lineal”, que no es más que la masa del objeto por su velocidad. Por el contrario, un objeto que se mueve en círculo, posee un determinado “momento angular”, llamado L, que es la masa del electrón, multiplicada por su velocidad y por el radio de su órbita, es decir L=mvr. También descubrió Bohr, que un antiguo colega de Cambridge, afirmaba que el momento angular de un anillo de electrones, sólo podía cambiar en múltiplos de h/2π, en donde h es la “constante de Planck”, y pi (π) la conocida constante numérica de las matemáticas 3,14,16… Esa fue para Niels Bohr, la pista perdida que podía ayudarle a sustentar, su concepto de estados estacionarios. Sólo estaban, pues, permitidas, aquellas órbitas en las que el momento angular del electrón, era un número entero n multiplicado por h y dividido por 2π. Todas las demás órbitas, es decir, los estados no-estacionarios, estaban prohibidos. En consecuencia dentro del átomo, el momento angular se halla “cuantizado”, y sólo puede asumir el valor L=nh/2π. Del mismo modo que una persona en una escalera, sólo puede hallarse en este o aquel peldaño, y no en cualquier punto intermedio entre ambos, el hecho de que las órbitas de los electrones se hallan “cuantizadas”, implica que también lo están las energías que, dentro del átomo, posee el electrón. El peldaño más bajo, de esta escalera de energía atómica, es n=1, cuando el electrón se halla en la primera órbita, el estado cuántico de energía inferior.
  

El modelo de Bohr, predice que el nivel de energía mínimo E1, es decir, el llamado “estado fundamental” del átomo de hidrógeno, era de -13,6 eV (electrovoltios, la unidad de medida de la energía a escala atómica). Y el signo menos, indica que el electrón está atado al núcleo. Si el electrón ocupa, cualquier otra órbita diferente a n=1, se dice que el átomo se halla en un “estado excitado”. Posteriormente denominado “número cuántico principal”, n es siempre un número entero, que designa la serie de estados estacionarios, que puede ocupar el electrón, y la correspondiente serie de niveles de energía, es decir, del átomo. También descubrió, que el radio de las otras órbitas permitidas, aumentaba en función de un factor n². Así pues, cuando n=1, el radio es r; cuando n=2, el radio es 4r; cuando n=3, el radio es 9r… etc. Y así fue como Niels Bohr, estabilizó el átomo nuclear de Rutherford, cuantizando el momento angular de los electrones giratorios. Y explicando, de ese modo, porque sólo podían, de todas las órbitas posibles, ocupar algunas de ellas, los llamados “estados estacionarios”. 
Pues eso. 

 Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Julio del 2020.

lunes, 10 de agosto de 2020

INTERPRETACIÓN DE COPENHAGUE

Desde la primavera de 1927, se dispuso de una interpretación coherente de la teoría cuántica, que suele designarse frecuentemente como “Interpretación de Copenhague”. Dicha “interpretación”, pasó su examen definitivo en el otoño del mismo año, en la conferencia Solvay en Bruselas. Allí se idearon nuevos experimentos, adecuados para descubrir cualquier posible incoherencia en la teoría. Pero ésta resulto consistente, ajustándose perfectamente a los experimentos. La Interpretación de Copenhague – decía Heisenberg – parte de una paradoja. Todo experimento de física, refiérase a fenómenos de la vida diaria o acontecimientos atómicos, debe ser descripto en términos de la física clásica, con los cuales se forma el lenguaje usado, para describir la organización de nuestras experiencias, y para expresar sus resultados. No podemos, ni debemos, reemplazar estos conceptos por otros. Sin embargo, su aplicación está restringida por las relaciones de incertidumbre. Debemos tener siempre presente está limitación de los conceptos clásicos, mientras los usamos, pero no podemos, ni debemos, tratar de mejorarlos. Para comprender mejor esta paradoja, es muy útil comparar los procedimientos de interpretación teórica, de una experiencia de física clásica, y de otro de teoría cuántica. En la mecánica newtoniana, por ejemplo, podemos comenzar el estudio del movimiento de un planeta, midiendo su velocidad y posición. Se traducen los resultados de la observación al lenguaje matemático, y se deducen números para las coordenadas y las cantidades de movimiento del planeta.
Instituto Niels Bohr. Copenhague
En la teoría cuántica, el procedimiento es algo distinto. Podemos interesarnos, por ejemplo, en el movimiento de un electrón en una cámara de niebla, y es posible determinar, mediante algún tipo de observación, la posición y velocidad iniciales del electrón. Pero esta determinación no será precisa. Contendrá, por lo menos, las inexactitudes derivadas de las relaciones de incertidumbre. Son las primeras inexactitudes, las que nos permiten traducir los resultados de la observación, al lenguaje matemático de la teoría cuántica. En física clásica, la ciencia partía de la creencia – algunos dicen de la ilusión – de que podíamos describir el mundo, o al menos partes del mundo, sin referencia alguna a nosotros mismos. Eso es efectivamente posible en gran medida. Sabemos – decía Heisenberg – que la ciudad de Londres existe, veámosla o no. Puede decirse que la física clásica no es más que esa idealización, en la cual podemos hablar acerca de partes del mundo, sin referencia alguna a nosotros mismos. Su éxito ha conducido al ideal general, de una descripción objetiva del mundo. La objetividad se ha convertido en el criterio decisivo, para juzgar todo resultado científico. ¿Cumple la Interpretación de Copenhague con ese ideal? Quizá pudiéramos decir, que la teoría cuántica corresponde a este ideal, tanto como posible. La verdad es que la teoría cuántica, no contiene rasgo alguno, genuinamente subjetivo; no introduce la mente del físico, como una parte del acontecimiento atómico. Pero arranca de la división del mundo, en el “objeto” por un lado, y el resto del mundo por el otro. Y del hecho de que, al menos para describir el resto del mundo, usamos los conceptos clásicos. Esta descripción es arbitraria, “bien sûr”, y surge históricamente, como una consecuencia directa de nuestro método científico. El empleo de los conceptos clásicos es, en última instancia, una consecuencia del modo humano de pensar. Pero esto es ya una referencia a nosotros mismos y, en este sentido, nuestra descripción no es completamente objetiva.
Werner Heisenberg
Ya hemos expresado al inicio, que la Interpretación de Copenhague parte de una paradoja: describimos nuestras experiencias en los términos de la física clásica y, al mismo tiempo sabemos, desde el principio, que estos conceptos no se ajustan con precisión a la naturaleza. La tensión entre estos dos puntos de partida, es la raíz del carácter estadístico de la teoría cuántica. Se ha sugerido alguna vez, por lo tanto, que debiéramos dejar totalmente de lado los conceptos clásicos, y que un cambio radical en los términos e ideas usados, para describir los experimentos, podría conducirnos nuevamente, a una descripción completamente objetiva de la naturaleza. No obstante, esta sugerencia se apoya en un mal entendido. Los conceptos de la física clásica, son simplemente un refinamiento de los términos de la vida diaria, y constituyen una parte esencial del lenguaje, en que se apoya toda la ciencia natural. Nuestra situación actual en ciencia, es tal – explica Heisenberg – que “empleamos” los conceptos clásicos, para la descripción de los experimentos, y el problema de la física cuántica, era el de encontrar una interpretación teórica de sus resultados, sobre esta base. Es inútil discutir que podríamos hacer si fuéramos distintos. A estas alturas deberíamos comprender, como expresó Weizsäker, que “la Naturaleza es anterior al hombre, pero el hombre es anterior a la ciencia natural”. La primera parte de esta sentencia, justifica a la física clásica, en su ideal de completa objetividad. La segunda, nos dice por qué no podemos escapar a la paradoja de la teoría cuántica, o sea, a su necesidad de usar conceptos clásicos. 
Para terminar, deberíamos advertir, o recordar, que la Interpretación de Copenhague de la teoría cuántica, no es de ningún modo positivista. Pues, mientras el positivismo se funda en las percepciones sensuales del observador, como elementos de la realidad, la Interpretación de Copenhague considera las cosas y los procesos que pueden ser descriptos, en términos de conceptos clásicos, es decir, lo real como fundamento de cualquier interpretación física. 
Pues eso. 

Palma. Ca’n Pastilla a 10 de Junio del 2020.