Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

martes, 30 de julio de 2019

CONSTRUIR CONSENSOS

En el pasado abril, es decir, mucho antes del penoso debate de investidura de hace unos días, la fina analista Máriam Martínez-Bascuñán, nos recordaba que no hay política sin conflicto, pero tampoco sin la posibilidad de decidir, de gobernar.
No voy a expresar hoy, una vez más, la penosa opinión que tengo de Podemos, desde que apareció por el horizonte. Hoy escribo desde la tristeza que me ha producido, el desempeño de la dirección del PSOE en el pasado debate, o mejor en las negociaciones para la investidura. Me temo que la facilidad con que llegó a buen puerto, la moción de censura del mayo del año pasado, nos ha obnubilado. Parece que no se haya entendido, que entonces se votó contra Rajoy, no a favor de Sánchez. Pedro tiene un gran carisma, que duda cabe, y también una demostrada fuerza de voluntad, unas resistencia y resiliencia patentes. Ahora tiene que demostrarnos que es un buen negociador, un efectivo hacedor de consensos.
Lo que hemos visto estos días, no ha sido una negociación seria. Para negociar se sienta uno a una mesa discretamente, con un “culo di ferro”adecuado, como diría Pertini, para no levantarse de ella, hasta haber cerrado un acuerdo en todos los niveles. No se negocia – por mucho que sea moda de la “nueva política” – a golpes de llamadas telefónicas, tuits, whatsapps y declaraciones precipitadas a los medios. Esto no es una negociación, es una “performance”. “El Gobierno de España no se negocia así”, parece que tuvo que recordar en una ocasión Pedro Sánchez. Ha faltado prudencia, trabajo y altura de miras. Está muy de moda confundir, el necesario ejercicio de transparencia, con la impúdica publicidad. Para llegar a acuerdos difíciles e importantes, es necesario un pacto de privacidad entre interlocutores que se pretenden adultos. Cuanto más se converse seriamente en privado, menos necesarios serán luego, los reproches feroces en el Congreso.
En un horizonte visible, no me parece que se recorte la silueta de un partido con mayoría suficiente, como para gobernar sin acuerdos previos con otros varios. La creación de acuerdos, en todos los aspectos de la vida, implica, de entrada, una cura de humildad personal. La arrogancia y la intransigencia, vengan de donde vengan, son obstáculos insalvables en la política de consenso, la única política posible, a día de hoy, en nuestras sociedades. No sólo porque se imposibilita cualquier acuerdo, sino también porque impide gobernar en el día a día, después de constituido un ejecutivo. Es más, las peleas interpersonales y entre socios de coalición, asquean a los ciudadanos y profundizan la crisis de legitimidad del conjunto de la clase política.
Lo que hoy prima en política a nivel universal no es, desgraciadamente, la búsqueda de zonas de entendimiento, sino la lógica del muro: la construcción de trincheras, regida por la arcaica dialéctica amigo-enemigo, tan schmitteniana ella. Soy muy consciente, que el conflicto es un hecho social ineludible. Es más, que pretender eliminarlo, negarlo, es una característica de los regímenes totalitarios. Por eso toda la tradición democrática, se ha esforzado en buscar un sistema, que permitiera la vida en común reconociendo precisamente, que la disparidad, la pugna y el desacuerdo, no van a dejar de existir. Aunque la democracia, como nos decía Teodorov, a diferencia de otros regímenes, nunca ha pretendido ser infalible.
La emergencia de populismos, ya lo hemos comprobado, ha acrecentado la dimensión conflictual en la arena política, pretendiéndose sin descanso, una suerte de paroxismo de la decisión mayoritaria. Lo que ha venido en llamarse – a mi entender equivocadamente – “crisis de representación”, ha provocado el fraccionamiento de los sistemas de partidos, o si lo preferimos así, de los sistemas de partidos de masas, herederos de los consensos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Asistimos a un escenario de segmentación progresiva, que asienta, a su vez, un fenómeno sorprendente: en lugar de extender los espacios políticos disponibles, paradójicamente los reduce. Una razón de ello, opino, es que la competición electoral ha dejado de buscar el centro político, imponiéndose en su lugar una lucha de bloques, que compiten por los extremos.
Los mandatos que se obtiene de las urnas, son cada vez más complejos de interpretar. Lo escribí hace poco: parece como si los electores, en vez de una papeleta, hubieran introducido en la urna, un grueso libro de reclamaciones. La expresión mayoritaria de la ciudadanía se ha vuelto confusa. Incluso la misma idea de pueblo, el sujeto de la democracia – nos recordaba Máriam – está en disputa. La idea del pueblo como expresión mayoritaria, como el número más grande – nos explica Pierre Rosanvallon – ha dejado paso a la idea de pueblo, como una pluralidad de minorías. No asumir ese cambio está teniendo consecuencias dramáticas. Seguir entendiendo la voluntad general, como la “omnipotencia del hecho mayoritario” (lo debemos asumir con rapidez en el PSOE) puede conducir a experiencias traumáticas, como el Brexit en Inglaterra, o el “procés” en Cataluña.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 27 de Julio del 2019.


jueves, 25 de julio de 2019

CONVERSIÓN. "METÁNOIA"

Por las epístolas de San Pablo, sabemos que en las primeras asambleas cristianas, se reunían los creyentes para buscar la verdad. Pero esta supuesta verdad, creían encontrarla precisamente en lo extrarracional. Algunos de los presentes, cayendo en paroxismo y frenesí, comenzaban a pronunciar palabras sin sentido, que luego otros se encargaban de interpretar. A esto se llamó el don de hablar lenguas y eso, precisamente ese arrebato demencial, se consideraba divina inspiración. Todavía hoy podemos presenciar como algunos desesperados de la cultura, se revuelven contra ella y declaran caducadas, abolidas sus leyes y sus normas. Muchos, demasiados, se sienten halagados porque la cultura que es, ante todo, un imperativo de autenticidad, pero les pesa demasiado, se ve abolida, encontrando en ello una especie de permiso para echar los pies por alto, ponerse fuera de sí, y saltarse todas las mínimas reglas de la convivencia.
Las situaciones extremas, que inundan al hombre de azoramiento, le desequilibran y le desorientan, llevan con igual facilidad a lo mejor y a lo peor. La vida parece haberse hecho equívoca y son tiempos de inautenticidad. Ortega nos recuerda que el origen de las crisis, es precisamente haberse el hombre perdido, porque ha perdido el contacto consigo mismo. De aquí pues que abunde en esta época, una fauna humana sumamente equívoca, llena de farsantes, histriones y, lo que es más grave, que no podamos estar ciertos de si un hombre es o no sincero. Son tiempos turbios. Recordamos en el siglo XV a Agrippa (no confundir con el general romano), Savonarola, Paracelso… ¿Qué fueron aquellos hombres? ¿Embaucadores, taimados o sabios auténticos y héroes?
Marsilio Ficino
Lo más probable es que fueran lo uno y lo otro, pero no por casualidad o defecto personal, sino porque la vida desorientada, no nos permite posiciones firmes y estables, en las que, de una vez para siempre, encajemos con nosotros mismos. Se está – lo he escrito alguna vez – en la divisoria de dos mundos, de dos formas de vida, y vamos de la una a la otra. De ahí, han deducido algunos grandes maestros, las contradicciones de muchos de los renacentistas: hoy son paganos, naturalistas; mañana vuelven a ser cristianos. Nada más frecuente en aquel tiempo, me parece, que las biografías divididas por la mitad, en una primera etapa libertina y mundana, y una segunda de ascetismo, en la que reniegan de la primera. Así Boticelli, por ejemplo; así el que quizá representa mejor la época, el encantador Pico della Mirandola, cuya vida comienza en un “crescendo”, y acaba en la tristeza y la desolación. Sus vidas, como decimos, se hallan en equilibrio inestable: “piétine sur place” dicen los franceses. El propio Marsilio Ficino, uno de los hombres más serios del Renacimiento, no resiste a las angustias de una enfermedad. Hace un voto a la Virgen, sana y, en vista de ello, reconoce en el caso un signo divino, que le hace ver como la filosofía, no basta para salvar el alma: arroja al fuego su comentario de Lucrecio, y decide dedicar toda su labor, al servicio de la religión. Por su parte Coluccio Salutati alardea de estoicismo, es decir, de irreligión, pero se muere su mujer y regresa a la fe. Pero el dolor pasa, y vuelve a construir frases estoicas.
El anticipador de la crisis, el primero que la sintió – ya en la primera mitad del siglo XIV – fue Petrarca. En él encontramos ya todos los síntomas, que luego devendrán mostrencos. Es un desesperado en quien, de pronto, brotan arbitrarios entusiasmos. Sus gestos de melancolía – de “accidia” – como él la llamaba, nos recuerdan a Chateaubriand. “Sento sempre nel mio core un che d’insodisfatto”.
Constituida así la vida, por semejante inestabilidad, extremismo y dialéctica, será sumamente frecuente a lo largo de la historia, ese vuelco integral y subitáneo, que llamamos “conversión”. La conversión – nos recordará Ortega – es el cambio del hombre, no de una idea a otra, sino de una perspectiva total a la opuesta: la vida, de pronto, nos aparece vuelta del revés. Lo que ayer arrojábamos a las llamas, hoy lo adoramos. Por eso – en palabras de Juan Bautista, de Jesús, de San Pablo – “metanoeite”, convertíos, arrepentíos, es decir, negar todo lo que erais hasta este momento, reconoced que estáis perdidos. De esa negación saldrá el hombre nuevo, que hay que construir. San Pablo usa con frecuencia este término: construcción edificación, “oikodumé”. Del hombre puro escombro, ruina, hay que levantar un nuevo edificio. Pero la condición previa para ello, es que el hombre abandone las posiciones falsas en la que está, y vuelva a sí mismo, a su íntima verdad, que es el único terreno firme: esto es la “conversión”. De esta manera la “metánoia” o conversión, vendría a ser por lo pronto, lo que Ortega denominaba “ensimismamiento”, volver a sí.
A mi parecer esa voz, convertíos o ensimismaos, convendría gritarla a los muchos, que hoy se dejan arrebatar por el vano vendaval de extremismos a derecha o izquierda. Esos que parecen pedir que se les engañe, que no están dispuestos a entregarse sino a algo falso.
Pico della Mirandola
Hubo un tiempo sí, en mis años mozos, en el que la repulsa del extremismo, suponía sin más que se era conservador. Pero hoy, para bien o para mal, ya sabemos que no es así, que el extremismo es indiferentemente avanzado o reaccionario. Mi repulsa al mismo, de siempre, también cuando era joven, no procede de que yo sea conservador, jamás lo he sido, sino de que ya de joven, apreciaba en él un sustantivo fraude vital.
Los historiadores hemos estudiado, que todo extremismo acaba fracasando inevitablemente, porque consiste substancialmente en negar, menos en un par de puntos, todo el resto de la realidad vital. Pero este resto, como no deja de ser real porque algunos lo nieguen, vuelve, regresa siempre, y se nos impone queramos o no. La historia de todo extremismo, no deja de ser de una monotonía verdaderamente muy triste: consiste en ir asumiendo y pactando, con todo lo que había pretendido eliminar. Y porque triunfar, verdaderamente triunfar, no es posible a ningún extremismo, sino en la medida en que va dejando de serlo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Julio del 2019.



jueves, 18 de julio de 2019

LA POLÍTICA Y SUS ÉTICAS

Uno de los temas más citados en la famosa obra de Weber “La política como profesión” es, sin duda, la relación entre la ética y la política. La muy conocida distinción entre la ética de convicciones y la de responsabilidad, forma parte de la respuesta de Weber, a la cuestión de si la política tiene una moralidad, y si se trata de una moralidad específica, distinta a la de otros ámbitos de la vida. La política es para Weber, la “aspiración a participar en el poder o a influir en su distribución”. Y sabe que en la actividad política, no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino que más bien con frecuencia, suele ocurrir todo lo contrario.
Para analizar la relación entre política y ética, hay que tener presente el hecho de que la vida humana, se desarrolla en ámbitos o sistemas distintos, en los que rige una “lógica” diferente para cada uno de ellos. Uno de estos “sistemas” es, sí, el de la actividad política, pero no el único, el cual posee su propia estructura interna, diferenciada de la de los otros “sistemas u órdenes de la vida”.
También hay que tener muy presente, que el mundo no es racional desde el punto de vista moral. Para Weber la no racionalidad moral del mundo, es un dato de la propia experiencia, y de toda la historia universal. Cualquiera, dice, puede ver en su propia experiencia, que una acción buena no siempre es recompensada e, incluso, que la bondad o la verdad generan efectos negativos, para quienes las practican.
Para poder avanzar realmente en el problema central de la ética, tenemos que aclarar la supuesta verdad, de que lo bueno no puede venir nunca de lo malo, ni del mal puede derivar jamás algo bueno. No aceptar que el mundo no es racional desde el punto de vista moral, no aceptar que de lo bueno puede salir lo malo, y de lo malo puede surgir lo bueno, significa para Weber, instalarse en un racionalismo moral, que ignora la realidad de este mundo. Y esto es lo que atribuye al político, que se guía exclusivamente por una “ética de convicciones”. Quien no acepte la irracionalidad del mundo, desde la perspectiva moral, no atenderá a las consecuencias de las acciones emprendidas desde supuestos racionalistas, y no estará dispuesto tampoco, a aceptar que los resultados de una acción “buena”, puedan ser precisamente lo contrario de lo pretendido.
Distingue Weber dos maneras de realizar las acciones humanas, que apuntan a dos tipos diferentes de personas. Una acción puede pretender realizar un determinado principio o valor moral, sin importarle las consecuencias que la acción pueda producir, es decir, puede aspirar a ejecutar un principio o un valor, por considerarlo un principio absoluto, cuya “verdad” se le presenta al agente como incuestionable, y le impulsa a ponerlo en práctica, sin tener en cuenta ninguna otra consideración. Una acción así, nos explica Weber, está guiada por una “ética de convicciones” o de valores absolutos, para la que lo decisivo es que se aplique el principio, aunque para ello tuviera que perecer el mundo. Con frecuencia he repetido yo modestamente, que hay que llevar mucho cuidado con el viejo dicho de “pereat mundus et fiat justitia” (“perezca el mundo y hágase justicia”) porque el sentido de la “responsabilidad”, si bien liberado de todo fanatismo, sigue siendo la premisa de toda auténtica acción humana y política; si desaparece no queda nada. Quien así actúa en la política, se justifica a sí mismo por la sinceridad de sus ideales y de sus motivos.
Una acción, sin embargo, puede configurarse tomando en consideración, las consecuencias previsibles que puede provocar. Cuando la persona actúa de esta manera, se está guiando por una “ética de la responsabilidad”, por lo tanto define su acción, tomado en cuenta los resultados previsibles de la misma, y siendo muy consciente de que se pueden producir efectos no previstos, haciéndose responsable de los mismos.
Pero atentos, la contraposición entre ambos modos de comportamiento, no la entiende Weber como absoluta, sino como complementaria. Señalando que hay un punto de la ética de las convicciones, del que también necesita la persona que se dedique a la política: la pasión auténtica, la entrega a la causa. Ambos tipos de comportamiento, deben convivir en la persona del político.
A los socialistas revolucionarios alemanes de su época, que estaban dispuestos a que continuara la guerra, para poder conseguir más fácilmente el triunfo de la revolución, tras unos años de creciente deterioro de la situación social y económica (es el mismo “cuanto peor mejor” de los independientes catalanes de hoy, o de lo forofos del Brexit) Weber les reprochaba que esa aceptación de la violencia, no se diferenciaba realmente en nada, de la que realizaban algunos otros – los políticos del sistema – que la justificaban desde otros fines distintos. La aplicación de la ética de las convicciones a la política, significa convertir la lucha política, en una lucha de carácter religioso, que ignora que ni los mejores ideales, ni las mejores intenciones, son capaces de eliminar la naturaleza trágica de la política. La utilización de la política, para la realización de objetivos absolutos, conduce finalmente a un descrédito de los propios ideales o principios. La política no es el camino indicado, para buscar la salvación del alma. La ética de las convicciones tiene, en el fondo, ese carácter de salvación religiosa.
La responsabilidad del político, implica que acepte la índole no moral del orden político moderno, y que actúe en consecuencia, con el reconocimiento de la no racionalidad moral del mundo. Un comportamiento guiado por la responsabilidad es, para Weber, el único compatible con el Estado moderno, y compatible, asimismo, con el hecho del irreductible pluralismo de los valores. Mientras que la ética de las convicciones, por el contrario, fomenta un comportamiento político radical, no dispuesto a las concesiones y al compromiso.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Marzo del 2019.


jueves, 11 de julio de 2019

CEREBRO. PROACCIÓN EPIGENÉTICA

A diferencia de dos de mis hijos, no tengo estudios científicos. Y tampoco soy, ni de lejos, un experto en Ética. Pero estos últimos meses he estado leyendo, algunos trabajos que se han publicado a raíz del homenaje a Adela Cortina, con motivo de su jubilación como catedrática. Y algunos temas me han interesado y, a la vez, no han dejado de preocuparme cara al futuro.
El cerebro es un órgano autónomamente activo, plástico, proyectivo y altamente selectivo, fuertemente afectado por el aprendizaje y la experiencia. Debido a su plasticidad, el cerebro puede adaptar su conectividad neuronal, por medio de la estabilización o eliminación de sinapsis particulares, de acuerdo con cambios a largo y corto plazo, en su entorno interno y externo.
Según Arleen Salles, eso significa que el desarrollo neuronal, es resultado de la función del aprendizaje, la experiencia, y los genes. Las historias vividas, las interacciones dinámicas y los entornos sociales, impactan en la conectividad sináptica, y contribuyen a la formación de una variedad de patrones de actividad neuronal, formas en que los humanos internalizamos nuestros entornos culturales y sociales. A su vez, desde una perspectiva neurobiológica, las normas sociales y morales constituyen “patrones espacio-temporales de actividad neuronal, almacenadas en la memoria de las sociedades humanas” (Evers y Changeux 2016). Es decir, en tanto el cerebro en desarrollo, progresivamente construye su conectividad a través de un diálogo constante con un entorno cultural, físico y social particular (la comunidad específica en que se desarrolla), debe adquirir y responder a las reglas que prevalecen en tal entorno social. En consecuencia, si los seres humanos deseamos cambiar, aun moralmente, deberemos tomar en cuenta, la posibilidad de proacción epigenética, es decir, la posibilidad de influir culturalmente sobre la organización del cerebro, con el objeto de producir una mejora a nivel individual y social.
Arleen Salles
Evers y Changeux señalan que la epigénesis proactiva, no es normativa en si misma. Sin embargo, sin duda pretenden que posea implicaciones morales, y que sea utilizada, para facilitar el cambio moral. Ambos autores tratan de demostrar que la misma, puede constituirse en un instrumento potencial, para “desarrollar nuestras disposiciones humanas innatas de una manera u otra, dependiendo del contexto”. En varios artículos la Dra. Evers, ha presentado argumentos contra perspectivas simplistas, sobre la relevancia moral de la neurociencia. Considera que este campo, no puede zanjar la discusión moral, sobre lo que es correcto o incorrecto. Sin embargo, dice, juega un papel importante, para ayudarnos a entender la posibilidad de cambio moral, por dos motivos. En primer lugar, hace posible que veamos al cerebro, como un órgano fundamentalmente evaluativo y selectivo, acotado por valores y emociones, que son condición de posibilidad de la memoria y el aprendizaje. En segundo lugar, nos permite entender nuestra identidad neurobiológica, en la medida en que nos brinda conocimiento, sobre las tendencias preferenciales innatas que la constituyen. Evers nota que ciertas disposiciones como el auto-interés, el deseo de control, la disociación biológica y el interés en los demás (expresado como simpatía selectiva) constituyen ventajas evolutivas importantes, en tanto permiten que los seres humanos, funcionen en sus entornos culturales y morales. Sin embargo, teniendo en cuenta el alto grado de plasticidad cerebral, cual de esas tendencias predomina, depende del contexto.
En verdad, Kathinka Evers considera que la neurociencia, nos permite entender por qué el cambio moral es complicado: éste requiere edificar estructuras sociales, que posiblemente contravengan, las tendencias humanas predominantes. Pero la neurociencia no nos brinda información sustantiva, sobre como concebir el cambio moral constructivo. La discusión sobre cómo la naturaleza humana, puede ser “mejorada” para beneficio de nuestra sociedad, requiere, según la opinión de Arleen Salles, y modestamente también la mía, un abordaje o aproximación específicamente moral. El problema es que Evers y Changeux, realizan juicios éticos y recomendaciones morales específicas, que los ubica directamente en el debate ético. Esto en sí no sería excesivamente problemático, si presentaran argumentos destinados, a justificar sus declaraciones sustantivas. Pero en sus textos, no encontramos ese tipo de justificaciones.
La propuesta de epigénesis proactiva de los mencionados autores, tiene un objetivo claro: lograr sociedades moralmente mejores. Pero ¿qué implica tal supuesta mejora moral? Cuando se presenta un ideal normativo, lo primero que nos preguntamos es: ¿en qué se fundamenta? Una primera opción sería, que los autores, consideran que la neurociencia misma, nos brinda razones para pensar que existe un grupo de valores, a partir de los cuales se puede derivar una ética universalista, y que sus afirmaciones están basadas en tales valores. Pero si así fuera, la neurociencia nos estaría brindando información, no sólo sobre quienes somos desde un punto de vista neurobiológico, sino también sobre quienes debemos ser, en tanto que agentes morales, dado que estaría determinando, cómo debemos actuar desde un punto de vista ético. Intentos de de atribuir este tipo de rol a la neurociencia, han sido muy criticados, especialmente por muchos filósofos, cuyos trabajos y argumentos, sería largo y difícil incorporar hoy aquí.
Cabe notar, sin embargo, que las afirmaciones que realizan Evers y Changeux, no son autoevidentes. Como ellos mismos afirman, la cuestión sobre si una ética universalista es deseable sigue abierta, como también la cuestión sobre cuales son los principios o reglas, que podrían tener alcance universal. Como ilustración, la noción de supervivencia de la especie que los autores proponen, aún siendo inicialmente atractiva, es demasiado amplia y, sin especificación más detallada, puede resultar peligrosa en la práctica, y compatible con la imposición de grandes injusticias. Además, si promover la supervivencia de la especie, constituye un objetivo legítimo, no está claro, al menos para mi, que deba convertirse en uno de los objetivos principales, sin ante haber debatido que es lo que hace que un objetivo particular, se convierta en uno de los objetivos fundamentales.
Arleen Salles considera que el problema es el siguiente: se puede brindar una explicación neurobiológica de la posibilidad de cambio, sin abordar cuestiones normativas, pero hablar de mejoría moral y ofrecer recomendaciones sobre como entenderla, incluso si estas recomendaciones aparecen atractivas, requiere una larga discusión ética con argumentos muy claros. En suma, si lo que está en juego es un cambio moral constructivo, y nos preocupa como promoverlo, necesitamos una discusión moral mucho más cuidadosa. Es decir, ¿qué es una regla moral? ¿cuándo es que una regla, satisface los requisitos necesarios para ser moral? ¿cuáles son dichos requisitos? Y dado que ya poseemos un grupo de reglas morales que guían nuestra conducta, cabe preguntar si efectivamente necesitamos unas nuevas. Y si la respuesta fuera afirmativa ¿por qué las necesitamos? Acaso ¿son todas las reglas morales, por las cuales guiamos nuestros comportamientos, inadecuadas? Y si no es así ¿cuáles son aquellas que debemos cambiar? ¿y sobre la base de que consideraciones debemos cambiarlas?
Los avances de las ciencias seguirán produciéndose, de manera que nos espera un largo debate, sobre los problemas morales que nos irán presentando.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Junio del 2019.

jueves, 4 de julio de 2019

LA OPINIÓN EN POLÍTICA

En el ensayo “Verdad y política”, Hannah Arendt trata en detalle, la oposición entre el juicio persuasivo y la verdad probada. En él sitúa dicha oposición, en el contexto del conflicto tradicional, entre la vida filosófica y la vida del ciudadano. Los filósofos oponían a la verdad, la “simple opinión”, que era igualada a la ilusión. Y fue esta degradación de la opinión, lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la opinión y no la verdad, está entre los prerrequisitos indispensables de todo poder. El antagonismo entre verdad y opinión es tal, que cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos.
Arendt apela a Madison, Lessing y Kant, para intenta contrarrestar los ataques lanzados por los filósofos, desde Platón, contra la opinión, y la desvalorización de la vida del ciudadano, que resulta de ello. La opinión extrae su propia dignidad distintiva, de la condición humana de la pluralidad, de la necesidad que tiene el ciudadano, de dirigirse a sus semejantes; pues “el debate es la esencia misma de la vida política”. El problema – entiende Arendt y no deberíamos olvidarlo en nuestros días – es que toda “verdad”, por su perentoria exigencia de ser reconocida, rechaza el debate. Los modos de comunicación y pensamiento que tratan de la verdad, si los miramos desde la perspectiva política, son necesariamente avasalladores, pues no toman en cuenta las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta, es justamente la característica de todo pensamiento estrictamente político.
Me parece muy interesante la noción del “carácter representativo del pensamiento político” que introduce Arendt. “Me formo una opinión, tras considerar determinado tema, desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes, es decir, los represento”. Efectivamente, pues este proceso de representación, no implica adoptar ciegamente los puntos de vista de los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran hacia el mundo desde una perspectiva diferente (recordemos la teoría del perspectivismo de Ortega). Y no, no se trata de mera empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona. Sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes, cuando estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme, como sentiría y pensaría si estuviera en el lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo, y más válidas mis conclusiones, mis opiniones.
Para Arendt, esta capacidad era la “mentalidad amplia” de Kant, el fundamento de la aptitud humana para juzgar. A pesar de que el filósofo de Königsberg, que había sido sí, el descubridor de esta capacidad de juicio imparcial, no acabó de reconocer las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento. Intentamos “imaginar” a que se parecería nuestro pensamiento, si estuviera en otro lugar. Este proceso de formación de opinión, determinado por aquellos en cuyo lugar alguien piensa, pero utiliza su propia mente, es tal que “un asunto particular se lleva a campo abierto para verlo en todos sus aspectos, en todas las perspectivas posibles, hasta que la luz plena de la compresión humana lo inunda y lo hace transparente”.
Hannah Arendt nos pone un ejemplo muy ilustrativo de lo que venimos analizando:
“Supongamos que miro una choza determinada, y que percibo en esta construcción concreta, la idea de pobreza y miseria. Llego a esta idea representándome a mí misma, como me sentiría si tuviera que vivir allí, es decir, intento pensar en lugar del ocupante de la choza. El juicio al que llegaría, no sería necesariamente el mismo que el de los moradores, cuya época y desesperanza pudieron aliviar la indignidad de su condición, pero para mi juicio futuro sobre estas cuestiones, será un ejemplo excepcional al que referirme. Además, tener en cuenta a los demás cuando juzgo, no significa que adapte mi juicio al de los otros. Sigo hablando con voz propia, y no hago recuento de los presentes, para llegar a lo que yo pienso que es correcto. Pero mi juicio ya no es subjetivo”.
Lo fundamental, como señala Arendt, es que nuestro juicio de un caso particular, no depende sólo de nuestra percepción, sino que se basa en el hecho de que nos representamos a nosotros mismos, algo que no percibimos.
Me parece evidente que el juicio y la opinión van indisolublemente unidos, como las principales facultades de la razón política. Estimo clara la intención de Arendt al respecto: concentrar la atención en la facultad de juzgar, es rescatar la opinión del desprestigio en que había caído desde Platón. Ambas facultades, la de juzgar y la de formarse opiniones, se redimen así al mismo tiempo. Esto se aprecia muy bien en otra obre de Arendt “On Revolution” que leí no hace tanto, donde juicio y opinión son tratados conjuntamente: “Opinión y juicio, ambas facultades racionales – políticamente las más importantes – habían sido descuidadas por completo, tanto por la tradición política, como por el pensamiento filosófico”. Arendt observa que los Padres fundadores de la revolución americana, eran conscientes de la importancia de estas cualidades, a pesar de que no se esforzaron, al menos conscientemente, en reafirmar el rango y la dignidad de la opinión, en la jerarquía de las facultades racionales humanas. Y lo mismo puede decirse del juicio, sobre cuyo carácter esencial, y máxima importancia para los asuntos humanos, nos puede decir mucho más la filosofía de Kant, que los hombres de las revoluciones.
A partir de ahí, podemos captar la verdadera importancia de la oposición arendtiana, entre la verdad filosófica y el juicio del ciudadano. Su propósito no es otro, sino el de reforzar el “rango y la dignidad” de la opinión. Es el juicio el que procura a la opinión, su propia dignidad, el que pone a su disposición una dimensión de respetabilidad, cuando se la compara con la verdad. Gracias al juicio, como hemos dicho, la opinión escapa al descrédito que tradicionalmente los filósofos, habían arrojado sobre ella. Es porque los humanos, en tanto que seres plurales, podemos comprometernos con el “pensamiento representativo”, por lo que la opinión no puede ser descartada de manera tan expeditiva, como suponía la filosofía tradicional. Y dado que la opinión, es el pilar de la política, la revalorización de su rango, contribuye a elevar el rango de lo político.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Febrero del 2019