Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 28 de febrero de 2019

NO SOY ORADOR

Hace ya muchos años, en un curso de retórica-comunicación, lo primero que nos aconsejaron fue no comenzar nunca un discurso diciendo “yo no soy orador”. Si no lo eres – nos explicaron – enseguida lo sabrán, y si lo eres, les habrás engañado.
Mark Thompson – ex director de la BBC, ex profesor de Retórica en Oxford, y hoy Director Ejecutivo del New York Times – explicaba hace unos días, que para entender que está pasando en el mundo de la comunicación política, hay que entender primero que una de las características del lenguaje político actual, es el abierto menosprecio a la retórica.
Recordemos que ya Shakespeare encarnó esta actitud en contra de la retórica, en el personaje de Marco Antonio de su obra “Julio Cesar”, cuando junto al cadáver ensangrentado de Cesar, se dirigió al público romano es estos términos: “Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo”. De esta manera se desmarcaba de los políticos que hablan como políticos, y se identificaba como un ciudadano que habla el mismo lenguaje que los ciudadanos. Y sí, resulta paradójico que renegar de la retórica sea, en realidad, una táctica retórica antiquísima.
Siendo ya Primer Ministro de Italia – nos recordaba el otro día en El País Estrella Montolío - Silvio Berlusconi declaró: “Si hay algo que no pudo soportar es la retórica. Basta de palabrería. Sólo me interesa lo que tiene que hacerse”. De un brochazo “Il Cavaliere”, desautorizó el ejercicio del debate y la actividad parlamentaria, como un obstáculo molesto para la labor recta e insobornable del gobernante.
Y que decir del siempre inefable Donald Trump: “Yo no soy un político. Digo las cosas tal como son”.
Marco Antonio, Berlusconi y Trump, explotan la falacia de que ser antirretórico y hablar con franqueza, equivale a decir la verdad. Pero como nos señala Thompson, lo sepan o no quienes votan a estos candidatos, la antirretórica también es retórica y, quizá, una de las variedades más potentes y persuasivas de todas.
Las ventajas evidentes, pero fatales a corto plazo, de esta postura antirretórica, son que una vez que convences al público de que no intentas engañarlo, como hace el típico político, consigues desactivar las alertas, las facultades críticas que, por lo general, se aplican al discurso político. De ahí que tus votantes te perdonen cualquier grado de exageración, mentira, contradicción o salida de tono: has conseguido la incondicionalidad irracional de tus votantes.
Pero no deberíamos olvidar que, pese a su mermada reputación actual, la retórica entendida como lenguaje público eficaz, desempeña un papel fundamental en nuestras sociedades democráticas: tiende el puente de la comunicación, entre la clase política y la ciudadanía. Una cita atribuida a Pericles, lo ilustra muy bien: “Las palabras nunca obstaculizan la acción. Cuando se actúa sin palabras, la democracia muere”.
La retórica – nos recuerda Montolío – como lenguaje de la explicación y la persuasión, hace posible que se produzca la toma de decisiones colectiva, que entendemos como democracia. Es inimaginable una democracia sin debate, sin que sus protagonistas compitan entre sí, por el dominio de la persuasión pública. En la esfera política, la retórica no sólo es inevitable, sino deseable. Sólo nos queda por decidir, que calidad retórica deseamos.
Y por cierto, leamos, o releamos si ya lo hemos hecho, “Julio Cesar” de Shakespeare. Muestra de manera palmaria, donde pueden conducirnos los líderes antirretóricos.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Octubre del 2018.

jueves, 21 de febrero de 2019

PERO NO HUBO UN TROTSKY

Después de leerme de una tacada “El naufragio” de Lola García, he vuelto a repasar rápidamente dos libros: “Diez días que sacudieron el mundo” y “¿Cuándo amanecerá Tovarich?”, y un magnífico artículo que tengo guardado de Lluis Bassets.
No soy jurista, pero con toda la información de que ya dispongo, me atrevo a declarar que, a mi juicio, no hubo insurrección en Cataluña. Ni insurrección ni golpe de Estado posmoderno. Nada que se asemeje a las condiciones que establecía para ello Curzio Malaparte, en su conocida “Técnica del golpe de Estado”.
Puede que Artur Mas, en sus últimos meses como President de la Generalitat, creara las condiciones previas para una insurrección, como Kerensky en la Rusia imperial. Sin un Mas, probablemente no hubiera habido un Puigdemont, que encaró el desenlace del Procés y la proclamación de la república. Pero faltó la voluntad y la técnica insurreccional, que no es cuestión únicamente de grandes manifestaciones, ni de huelgas generales, sino de la acción decidida de un pequeño grupo entrenado y preparado.
Según nos enseña la historia, el triunfo de la revolución rusa dependió de los dos o tres días de combate, de una tropa de choque preparada por Trotsky, para controlar primero las infraestructuras y las comunicaciones de Petersburgo, y después derrocar al gobierno. Quienes se encargaron de esta tarea fueron un millar de obreros, soldados y marineros, a las órdenes de Antonoff-Ovsienko, que posteriormente sería cónsul soviético en Barcelona durante la guerra incivil, y acabaría fusilado por Stalin al regresar a la URSS, al terminar su misión diplomática ante la Generalitat.
Dicha tropa de choque estuvo entrenándose diez días sin armas, en lo que Malaparte llama “maniobras invisibles”, especialmente dedicadas a preparar el control de las estaciones de ferrocarril. Nada parece que hubiera sucedido, las cosas no se hubieran decantado a favor de los revolucionarios, como nada definitivo ha sucedido en Cataluña, de no mediar la fulminante acción insurreccional de los hombres de Trotsky.
No hay insurrección ni golpe de Estado sin el control del territorio, de las infraestructuras y de los edificios donde se ubican las instituciones (en Barcelona, ni siquiera se arrió la bandera de España en el Palau de la Generalitat). Y esto no es posible sin la acción preparada y decidida de una pequeña fuerza de choque, una vanguardia, dispuesta a enfrentarse y a vencer a las fuerzas de orden público y al ejército, a las órdenes del gobierno establecido al que hay que derrocar.
Parece que los independentistas esperaban que la violencia la pusiera el Estado, y las victimas y la sangre parte de los ciudadanos catalanes. Y me cuesta escribir algo así, pues me parece inhumano y cínico, que alguien pueda incluso sólo pensar, en una estrategia tal. Pero hay muchos indicios de que así se esperaba ganar la partida, especialmente ante la opinión pública internacional, que se quedaría pasmada ante la brillante estrategia pacífica, de los “revolucionarios” catalanes.
Todo muy ingenuo. No había un Trotsky y había que fiarlo todo a la reacción del Estado. Las “vanguardias revolucionarias” se fueron de fin de semana, y algunos después al extranjero. Se esfumaron muchos de los dirigentes, tan valientes ellos a la hora de hablar y hacer discursos. Y no, no fue una revolución fracasada, sino el ensueño de una revolución que nunca tuvo lugar, fuera de la verborrea de muchos medios de comunicación, y de las redes sociales. Nos costaría mucho creer, si no lo hubiéramos vivido, que nuestra revolución de octubre, de la que debía nacer la república catalana independiente, se disolvió en la inanidad de una simple proclamación, que todavía no se sabe con certeza que significaba.
Hubo deseos de insurrección, eso parece claro, pero nada hubo que se asemejara, a lo que es propiamente una insurrección. Hubo voluntad de golpe de Estado, seguramente, pero sin fuerza ni voluntad para culminarlo.
Al final no hubo violencia, o como mucho en dosis muy controladas, incluido el 1-O. En ningún momento pareció que se pudiera hurtar el control del territorio y de las infraestructuras al Estado. En todos los movimientos exaltados hay muchas cabezas calientes, y nunca se puede descartar que alguna sí, tenga la pretensión de culminar la marcha hacia ninguna parte. Pero leyendo los libros, análisis e informes de esos meses, más parece que las cabezas de todos los dirigentes, por lo que estuvieron preocupadas de verdad, fue por su patrimonio y su futuro personal.
Hay muchas cosas más que deberían haber sabido los dirigentes independentistas, respecto a los “momentos” insurreccionales. Primera, como el marxismo-leninismo nos enseña, y la experiencia de todas las revoluciones ha confirmado, para que estalle y triunfe la revolución, deben existir los factores objetivos y subjetivos requeridos. Segunda, el Estado contra el que te rebelas, debe de estar muy desprestigiado y en descomposición. Tercera, las fuerzas armadas no deben ya estar monolíticamente, a las órdenes de las autoridades establecidas. Y como resumen, ser conscientes de que a día de hoy, las revoluciones no derrocan las instituciones, sino que es la degradación de las instituciones, la que lleva a la revolución.
Como sucede con tanta frecuencia, las ilusiones nublaron la racionalidad. No se valoró la capacidad de resistencia y actuación del Estado. Se sobrestimó en sumo grado, la potencial protesta y apoyo de Europa. “La revolución de las sonrisas”, como a veces han denominado los independentistas al “procés”, no era suficiente para desafiar al poder estatal.
La dicotomía entre una pulsión revolucionaria y otra aburguesada, que se ha venido produciendo en todo este proceso, viene de lejos, y los catalanes no aprenden. Como escribía Agustí Calvet” “Gaziel”, en el artículo titulado “Un buen consejo”, publicado en La Vanguardia el ¡16 de junio de 1934!, y recogido en el libro “Tot s’ha perdut”:
“El catalanismo de antaño había abusado de la táctica del ‘tot o res, si no ens ho donen, ens ho prendrem’, y otras bravatas parecidas, tal como la de un posible alzamiento de Cataluña… Entonces el catalanismo no lo sentían más que clases medias y conservadoras… ¿Cómo iban ellas a jugarse el todo por el todo, y hacerse romper la crisma?”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Febrero del 2019


jueves, 14 de febrero de 2019

CAVERNAS Y DOGMAS

Cuando uno sin darse cuenta, se ha convertido ya en una persona provecta, que tiene ya más pasado que futuro, el pasarse horas al día dándole vueltas a los recuerdos, se convierte en rutina. Así pienso mucho en mi generación de antifranquistas y/o “revolucionarios del 68”. En tantos conocidos, incluso algún amigo, que desde la izquierda más izquierda, han derivado hacia un rancio conservadurismo.
Al respecto escribía hace algunos meses el historiador José Álvarez Junco, que nuestra generación no ha vivido un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, cavernas, mundos cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.
En ciertas ocasiones ya me he referido a esos mundos mentales cerrados, propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales – “Weltanschauungs”, visiones del mundo – con respuestas para todo; comunidades que sólo reciben su propia e interesada información – ver Redes Sociales – desconfían de cualquier aportación proveniente del exterior, y castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas, o mantener opiniones propias. No es fácil salirse de esos mundos cerrados. Todos conocemos a gente que no ha cambiado nunca, que han sido siempre fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida. “Vivíamos en cárceles mentales” decía Jorge Edwards (Muy recomendable su último libro: “Esclavos de la consigna”).
Pero claro, para salir de esas cavernas, lo primero que se necesita es disponer de una razón crítica, cierta actitud rebelde, algo de propensión al individualismo, a la independencia personal, y repudio a las lealtades incondicionales a grupos, líderes o libros. Es necesaria una mínima dosis de confianza en sí mismo, para no necesitar como el aire que respiramos, el refugio de una caverna, de uno u otro dogma.
Los de mi generación española, crecimos en el mundo cerrado del nacional catolicismo, tan arraigado en los colegios de curas o frailes. En ese ambiente era muy difícil, por no decir imposible, mantener un debate serio sobre la libertad, o respecto al origen del mal en el mundo. Y eso que a mí los franciscanos casi me mimaban, pensando que era un chaval serio – quizá porque en clase hablaba poco y no era revoltoso – interesante, con inquietudes. Algunos hermanos – como el padre Ramón – me decían a veces, que un día deberíamos hablar largo y tendido. Jamás llegó ese día.
En la sociedad en que crecí, pocos eran los que prescindían del amparo de un grupo cerrado: falange, acción católica, carlistas... Incluso ya en la universidad, aunque aparentemente los franquistas no estaban en mayoría, muchos eran lo que llamábamos “pasotas”; y los “concienciados”, los más vivían en cuevas dogmáticas: estalinistas, maoístas, trotskistas… Yo tenía la gran ventaja de haberme educado en una familia liberal, progresista, demócrata y republicana. Y luego la de mis primeros libros “serios” que comencé a leer: Ortega y Gasset, Unamuno, Bertrand Russell… Y algunos historiadores marxistas: Maurice Dobb, E.H. Carr, Eric Hobsbawn, Tuñón de Lara…
Pero el mundo mental, en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria, mayoritariamente antifranquista, fue el de una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta proporcionó a muchos: amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal. Cualquier frustración de tipo personal, también se debía a la dictadura (cuando la misma cayera, todos seríamos felices) cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera, y el amparo del imperialismo americano. Todos los males que afligían a la humanidad, decía Álvarez Junco: hambres guerras, analfabetismo, extinción de especies; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.
Álvarez Junco
No fue nada fácil escapar de toda aquella especie de hegemonía estalinista-maoísta-trotskista. Todo empezó cuando algunos comenzaron – comenzamos – a hacer preguntas capitales, como porqué la revolución proletaria, había desembocado en los horrores de estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba – nos parecía a algunos – como respuesta, pues era el propio sistema, quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Uno empezó a ser sospechoso – si ya no le era desde hacía tiempo por socialdemócrata – en cuanto repitió demasiadas veces sus dudas. Perdimos amigos y nos oímos llamar traidores.
Aún me pregunto porque existen esas grutas, porque algunos, muchos, tienden a refugiarse en ellas, cual es el camino que les permita encontrar la salida. Y porque con tanta frecuencia, los que consiguen abandonar una, salen corriendo a refugiarse en otra similar. Dejan el Manifiesto Comunista, para abrazar las Sagradas Escrituras. O pasan del marxismo al nacionalismo, sin despeinarse. O porque muchos no salen nunca de la caverna, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a los tópicos propios de aquella visión, en la que un día fueron felices, con su verdad, obedeciendo al líder, sin duda alguna existencial.
Ocurre por antonomasia con las sectas religiosas, pero también con los partidos políticos, en general radicales de derechas o de izquierdas, con nacionalismos y populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su cadena de televisión, se comunican sólo con sus “amigos” en las redes; no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una sola verdad, garantizada por una autoridad, sea persona o libro. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, dialógica, que sus fragmentos viven dispersos por aquí y por allá; que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender a cambiar de opinión, o a matizarla. Y hace falta mucha fuerza intelectual para ello.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Diciembre del 2018.


jueves, 7 de febrero de 2019

REVOLUCIÓN

Se acaba de publicar la traducción al castellano de “La libertad de ser libres”, de la gran pensadora y uno de mis referentes intelectuales, Hannah Arendt.
En la obra analiza el término del vocabulario político, “Revolución”. El vocablo, con independencia de cuando y por qué apareciera, el fenómeno a que alude, tiene la misma edad que la memoria humana.
Antes de que se produjeran las dos grandes revoluciones del siglo XVIII (la americana y la francesa) y antes de que adquiriera el sentido específico que hoy tiene, la palabra Revolución, apenas ocupaba un lugar destacado en el vocabulario del pensamiento o la práctica políticos. El término en el siglo XVII, aún se refería a su significado original astronómico, al movimiento eterno y recurrente de los cuerpos celestes; el uso político era metafórico y describía el retorno a un punto preestablecido, por tanto un movimiento, el regreso a un orden predeterminado. La palabra se utilizó por primera vez en 1660 en Inglaterra, con ocasión del restablecimiento de la monarquía, tras el derrocamiento del Parlamento Remanente (“Rump Parliament”). Pero incluso la Revolución Gloriosa, el acontecimiento gracias al cual el término supo encontrar su sitio, de forma harto paradójica, en el lenguaje histórico político, no fue concebida como una revolución, sino como la restauración del poder monárquico.
El hecho de que la palabra “revolución”, significara originariamente restauración, es más que una mera curiosidad semántica. Ni siquiera las revoluciones del siglo XVIII (antes mencionadas) pueden entenderse sin advertir que estallaban ante todo, con la restauración como objetivo, y que el contenido de dicha restauración era la libertad. En el transcurso de ambas revoluciones (la americana y la francesa), cuando sus actores adquirieron consciencia, de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva, y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra “revolución” adquirió, por consiguiente, su nuevo significado. Fue Thomas Paine quien, todavía fiel al espíritu pretérito, propuso con toda seriedad, llamar “contrarrevoluciones” tanto a la revolución estadounidense como a la francesa. De esa manera pretendía librar a aquellos acontecimientos tan extraordinarios, de la sospecha de que con ellos se había dado vida a unos comienzos completamente nuevos.
Nada de lo sucedido en el curso de las mencionadas revoluciones, resulta tan notable y tan sorprendente, como el enfático hincapié hecho en la novedad de las mismas, la insistencia en que nunca se había producido hasta entonces, nada comparable por su significación y su grandeza. La cuestión crucial, a la par que compleja, es que el enorme “pathos” de la nueva era, el “Novus Ordo Seclorum”, salió adelante sólo cuando los actores de la revolución, en buena parte en contra de su voluntad, llegaron a un punto de no retorno.
Así lo sucedido a finales del XVIII, fue en realidad un intento de restauración y recuperación de antiguos derechos y privilegios, que acabó justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro, que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar, en términos de movimiento circular o giratorio. Y mientras que la palabra “revolución”, se transformó radicalmente en el proceso revolucionario, ocurrió algo similar, pero infinitamente más complejo, con la palabra “libertad”. Mientras que con ella no se pretendía indicar, nada más que la libertad “restaurada”, seguiría refiriéndose a los derechos y libertades que hoy asociamos con el gobierno constitucional, los que propiamente se llaman derechos civiles. Y entre estos, por cierto, no se incluía el derecho político a participar en los asuntos públicos. Lo revolucionario no era la proclama de “vida, libertad y propiedad”, sino la idea de que se trataba de derechos inalienables de todos los seres humanos, al margen de donde vivieran, o del tipo de Gobierno que tuvieran. E incluso en esa nueva y revolucionaria extensión a toda la humanidad, la libertad no significaba más que la autonomía, frente a todo impedimento injustificable, es decir, algo en esencia negativo.
Ninguna revolución, independientemente de lo que se haya abierto a las masas y a los oprimidos, se ha iniciado nunca por ellos. Y ninguna revolución ha sido tampoco obra de conspiraciones, de sociedades secretas, o de partidos abiertamente revolucionarios, afirma Arendt.
Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible, allí donde la autoridad del Estado se halla intacta, lo que, en las condiciones actuales, significa allí donde cabe confiar en que las Fuerzas Armadas, obedezcan a las autoridades civiles. Las revoluciones no son la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política (este es un punto que, pienso, deberían memorizar los independentistas más entusiastas). Si se permite que se desarrollen sin control procesos desintegradores, durante un periodo prolongado, pueden producirse revoluciones, pero a condición de que haya un número suficiente de gente, preparada para el colapso del régimen existente, y para tomar el poder al precio que sea.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Enero del 2019