Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 30 de abril de 2020

NO ES UNA NUEVA BIOFRAFÍA

La pasada semana los titulares de los medios de comunicación, anunciaba una “nueva” biografía de Habermas. Me extrañó, porque yo no había sabido nada de ello, y sigo muy de cerca todo los que se publica sobre el filósofo alemán. Y, efectivamente, cuando te adentrabas en el texto, no se trataba de una “nueva” biografía, sino de la traducción al castellano (en “Trotta”), de la que publicó en 2014 su discípulo Stefan Müller-Doohm (que también lo había sido de Adorno y Horkheimer). Yo me la leí en 2014, tan pronto como Gallimard la publicó en francés.
Inicialmente, de jovencito, Habermas había pensado en estudiar medicina. Pero según fue comprendiendo, el pasado poco ejemplar del que su familia había formado parte, se decidió por la filosofía. Sus padres le habían alistado, con diez años, en las juventudes hitlerianas. Y su propio padre, afiliado al parido nazi, terminó en las cárceles estadounidenses, como prisionero de guerra. La impresión que le causaron, los crímenes descritos en los Juicios de Nuremberg, la falta de autocrítica de sus conciudadanos, y el miedo a que Alemania, recayera en el delirio, que había partido por la mitad la historia de la humanidad, le llevaron al estudio de la filosofía, y a participar activamente, en todas a grandes polémicas intelectuales, del último medio siglo. En casi todas ellas, Habermas ha tenido algo que decir. Se enfrentase a quien se enfrentase.
En 1953, cuando ultimaba su tesis doctoral, Habermas recibió un regalo de manos de su amigo Karl-Otto Apel: el nuevo libro de Martin Heidegger. Se trataba de “Introducción a la metafísica”, recopilación de las clases que el autor de “Ser y tiempo”, había impartido en Friburgo en 1935. La redición del mismo, no contenía nota aclaratoria alguna. Y las apelaciones en el mismo, a “la verdad y la grandeza internas de este movimiento” (se refería al nacionalsocialismo) indignaron a Habermas.
Aquel “curso impregnado de fascismo”, llevó a Habermas a enviar un artículo al “Frankfurter Allgemeine Zeitung”, cuyo título lo decía todo: “Pensando con Heidegger contra Heidegger”. Uno (Heidegger) tenía entonces 63 años, el otro (Habermas) 24. Más que el desprecio del viejo profesor por el igualitarismo democrático, lo que más molestaba al joven, era su negativa a la autocrítica. Heidegger tardó dos meses en contestar. Lo hizo en una carta al “Die Zeit”, para aclarar que el movimiento a que se refería no era el nazi, sino el encuentro entre el hombre y la técnica. Sonaba demasiado a salida por la tangente. Habermas retornó a la palestra, para incidir en que su reproche, no se refería tanto a 1933 (fecha en que Heidegger se afilió al partido nazi), como a su negativa a reconocer su error, a partir de 1945. “La discusión acerca del comportamiento político de Martin Heidegger – escribía Habermas en 1995 – no puede ni debe servir al propósito, de una difamación y desprecio sumarios. Como nacidos después, no podemos saber como nos habríamos comportado nosotros en esa situación de dictadura”.
Jürgen Habermas publicó su primer artículo largo, en la prestigiosa revista “Merkur”: “La dialéctica de la racionalización”. En él analiza la alienación que generan, tanto el trabajo en cadena, como el consumo sin freno. Y avisa: la “cultura de las máquinas” terminará dominando nuestra vida. Cada día estaremos más lejos de la naturaleza y del resto de los seres humanos. ¡Hace ya seis décadas de aquel aviso!
En 1956, Habermas ingresó en el Instituto de Investigación Social (IIS) – que pasaría a la historia de la cultura como Escuela de Fráncfort – como ayudante de Theodor Adorno, y sin sueldo los seis primeros meses. La relación entre ambos siempre fue cordialísima. No sucedió lo mismo con Max Horkheimer co-director del Instituto, a quien le irritaba de tal manera, la militancia pacifista y antinuclear, del nuevo ayudante, que pidió a Adorno que lo despidiera. Adorno, que no se doblegó a ello, pensaba que tal animosidad se debía, a que el veinteañero le recordaba a Horkheimer, su propio pasado socialista, del que había renegado.
Habermas se describe a sí mismo, como “anti-anticomunista”. Yo no soy marxista, decía, en el sentido de que haya creído en el marxismo, como si fuera un certificado de patente. Pero el marxismo me dio, añadía, el estímulo y los medios analíticos, para investigar cómo se desarrollaba la relación, entre democracia y capitalismo. Y, seguramente por eso se centró, a partir de la década de los sesenta, en la necesidad de “domesticar” al capitalismo, con una democracia garantizada por un Estado de derecho, con “rostro social”.
En 1979, el francés Jean-François Lyotard publicó un “informe sobre el saber” en la sociedad postindustrial, cuyo título cobraría fama: “La condición posmoderna”. Conceptos como conocimiento, libertad y progreso quedaban estigmatizados, como grandes relatos destinados a legitimar, una autoridad intelectual y política caducas. Habermas respondió rápidamente, a lo que calificó de “pensamiento neoconservador”, con una vehemente defensa de los valores de la razón ilustrada. También él tenía un título afortunado: “La modernidad; un proyecto inacabado”. En su opinión, sobre la línea antimoderna francesa – que lleva de Bataille a Derrida, pasando por Foucault – “pende el espíritu de un Nietzsche, redescubierto en los años setenta”.
En 1981 con 52 años, Habermas termina la que es seguramente su obra más importante: “Teoría de la acción comunicativa”. En sus dos tomos, sintetiza sus investigaciones filosóficas y sociológicas, para defender los valores del acuerdo, el consenso y el mutuo entendimiento. No se trata, sostiene Habermas, de buscar la verdad al margen de los intereses, sino de rastrear el modo en que las ideas de verdad, libertad y justicia, están “constitutivamente insertas” en las estructuras del lenguaje. Los fundamentos de una sociedad, no pueden proceder de un más allá metafísico – religioso, político o económico – sino del lenguaje que comparten sus ciudadanos: “La verdad no existe en singular”. De ahí la fe de Habermas en la democracia deliberativa. Y en lo que, más tarde, denominará “patriotismo constitucional”.
Habermas cumplió 90 años el pasado junio, convertido en un icono de la cultura mundial.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Abril del 2020.


jueves, 16 de abril de 2020

CRITERIO DE FALSABILIDAD

Como el mismo Popper explica en su autobiografía “Búsqueda sin término”, no fue sino en 1928, después de su examen de tesis doctoral, cuando pudo juntar todas las piezas, y sus ideas anteriores encontraron su lugar.
Fue entonces cuando comprendió, por qué la errónea teoría de la ciencia, que había imperado desde Bacon – que las ciencias naturales eran las ciencias “inductivas”, y que la inducción era un proceso de establecimiento o justificación de teorías, mediante “repetidas” observaciones o experimentos – estaba tan profundamente arraigada. La razón era que los científicos, tenían que “demarcar” sus actividades de la pseudociencia, como también de la teología y de la metafísica, y habían tomado de Bacon el método inductivo, como su criterio de demarcación. Pero Popper ya había tenido en sus manos, desde hacía tiempo, un mejor criterio de demarcación: la contrastabilidad o falsabilidad.
De esta forma podía descartar la inducción, sin encontrarse envuelto, en problemas acerca de la demarcación. Y podía aplicar sus resultados, relativos al método de ensayo y error, hasta el punto de reemplazar, la entera metodología inductiva, por una metodología deductiva. La falsación o refutación de teorías, mediante la falsación o refutación de sus consecuencias deductivas, era claramente una inferencia deductiva. Este punto de vista, implicaba que las “teorías científicas, si no son falsadas, permanecen por siempre como hipótesis o conjeturas”.
Así se resolvió, por sí mismo, el problema total del método científico. Y con él, el problema del progreso científico. El progreso consistía en un movimiento, hacía teorías que nos dicen más y más, teorías de contenido cada vez mayor. Pero cuanto más dice una teoría, tanto más excluye o prohíbe, y mayores son las posibilidades de falsarla. Así, una teoría con un contenido mayor, es una teoría que puede ser más severamente contrastada. Esta consideración dio lugar, a una teoría en la cual el progreso científico, resultó consistir, no en la acumulación de observaciones, sino en el derrocamiento de teorías menos buenas, y su reemplazo por otras mejores, en particular por teorías de mayor contenido. Así pues, existía la competición entre teorías, una especie de lucha darwiniana por la supervivencia.
Pero además, la demarcación por significatividad frente a la carencia de significatividad, se limitaba a desplazar el problema. Como el mismo Círculo de Viena había reconocido, este criterio creaba la necesidad de otro criterio, de un criterio que distinguiese entre significado y carencia de significado. Y para ello habían adoptado (los del Círculo) la verificabilidad, que suponían ser lo mismo, que la susceptibilidad de prueba por enunciados de observación. Pero para Popper, esto era solamente, otro modo de establecer el criterio de los inductivistas, consagrado por el tiempo; no había diferencia real, entre las ideas de inducción y de verificación. Para Popper la ciencia no era inductiva, la inducción era un mito, que ya había sido destruido por Hume. Alfred J. Ayer se había preguntado: ¿Cómo podría decirse jamás, que una teoría era un galimatías, porque no podía ser verificada? ¿No sería necesario “entender” una teoría, para poder juzgar si podría o no ser verificada? Y ¿podría una teoría inteligible, ser puro galimatías? Todo eso llevó a Popper, a pensar que para cada uno de esos problemas, él tenía mejores respuestas que las de los integrantes del Círculo de Viena.
A Popper, durante mucho tiempo, según él mismo escribía, le pasó algo que, en mi escasa cultura científica, comprendo muy bien: le costaba entender que la gente tuviera gran dificultad, en admitir que las teorías fuesen – consideradas desde la lógica – lo mismo que las hipótesis. El punto de vista prevalente, era que las hipótesis son teorías aún no probadas, y que las teorías son hipótesis probadas.
Pero la cuestión decisiva en todo esto, el carácter hipotético de todas las teorías, es una consecuencia natural de la revolución einsteniana, que había mostrado que, ni siquiera la teoría más afortunadamente contrastada, tal como la de Newton, debería ser considerada como algo más que una hipótesis, una aproximación a la verdad.
Por aquel entonces, Popper se consideraba un kantiano no ortodoxo, y un realista. Interpretaba la doctrina kantiana, sobre la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas, en correspondencia con el carácter eternamente hipotético, de las teorías de su tiempo. En ética se consideraba, asimismo, kantiano. Y pensaba que su crítica al Círculo de Viena, era simplemente el resultado de haber leído a Kant, y haber entendido al menos, algunas de sus principales tesis.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 23 de febrero del 2020.




jueves, 9 de abril de 2020

LA REALIDAD DEL TIEMPO Y EL CAMBIO. EINSTEIN Y POPPER

La realidad del tiempo y el cambio, le parecía a Karl Popper, el punto esencial del realismo. Y esto se había considerado así, incluso por algunos oponentes idealistas del realismo, tales como Schrödinger y Gödel.
Popper nos relata en “Búsqueda sin término”, que una de las veces que visitó a Einstein en Princeton, acababa de publicarse el volumen de Arthur Schilpp “Einstein” en la Biblioteca de Filósofos Vivientes. En dicho volumen se incluía una contribución de Gödel, que luego se hizo famosa, que empleaba contra la realidad del tiempo y el cambio, argumentos extraídos de las dos teorías de la relatividad de Einstein.
Einstein, incluso en dicho volumen, se había mantenido siempre a favor del realismo. Y disentía claramente del idealismo de Gödel. Replicando que las soluciones de Gödel, de las ecuaciones cosmológicas, deberían haber “sido excluidas sobre la base de fundamentos físicos”.
Popper trató de presentar a Einstein (partidario de la teoría de Parménides, de que el mundo era un universo cerrado) de la manera más rigurosa posible, la necesidad de adoptar una actitud rotunda, contra cualquier concepción idealista del tiempo. Y también trató de mostrarle que, aunque la concepción idealista, era compatible tanto con el determinismo como con el indeterminismo, habría que tomar una postura clara, a favor de un universo “abierto”, un universo en el que el futuro no estuviera, en sentido alguno, contenido en el pasado o en el presente, aún cuando estos imponen severas restricciones sobre aquel. Popper argüía que no se debía permitir, que las influencias de las teorías de cada cual, llevara a renunciar, con demasiada facilidad, al sentido común. Pronto quedó claro, que Einstein no deseaba renunciar al realismo, que encontraba en el sentido común, los argumentos más sólidos en su favor.
Popper, recurriendo a los propios modos de Einstein, de expresar las cosas en términos teológicos dijo: “Si Dios hubiera querido colocar desde el inicio, cada cosa en el mundo, habría creado un universo sin cambio, sin organismos ni evolución, sin hombre y sin experiencia de cambio en el hombre. Pero, al parecer, pensó que un universo viviente con eventos inesperados, incluso para El Mismo, sería más interesante que un universo sin vida”.
Según nos cuenta el propio Popper, hizo todo lo posible por explicar, con toda claridad a Einstein, que una posición tal, no requería alterar su actitud crítica respecto a la pretensión de Bohr, de que la mecánica cuántica era completa; por el contrario, se trataba de una posición que sugería que podemos “siempre”, llevar más adelante nuestros problemas. Y que la ciencia en general, se presentaba como algo incompleto, en un sentido o en otro.
Siempre podemos continuar proponiendo cuestiones, “por qués”. Aunque Newton creía, por supuesto, en la verdad de su teoría, no creyó nunca que esa teoría ofreciera una explicación definitiva, y trató de dar una explicación teológica, de la acción a distancia. Por su parte Leibnitz, no creía que el impulso mecánico (acción a distancia evanescente) fuese lo definitivo. Y buscó una explicación en términos de fuerzas repulsivas; una explicación ofrecida posteriormente por la teoría eléctrica de la materia. La explicación es siempre incompleta, pues siempre podemos plantear otras cuestiones, otros “por qués”. Y la nueva cuestión, el nuevo “por qué”, puede conducir a una nueva teoría, que no solamente “explique” la antigua teoría, sino que la corrija.
Incluso si un día alcanzásemos un estadio, en el que nuestras teorías ya no estuvieran abiertas a corrección, porque fuesen simplemente verdaderas, todavía no serían completas, y nosotros lo sabríamos. Porque entraría en juego el famoso teorema de incompletud de Gödel: teniendo en cuenta el transfondo matemático de la física, se necesitaría, en el mejor de los casos, una secuencia infinita de tales teorías verdaderas, para responder a los problemas que en cualquier teoría (formalizada) serían indecibles.
Tales consideraciones, no prueban que el mundo físico objetivo sea incompleto, o indeterminado, muestran únicamente, la esencial incompletud de nuestros esfuerzos. Pero también muestran, que apenas es posible – si es que lo es en absoluto - que la ciencia alcance un estadio, en el que pueda suministrar un apoyo genuino, al punto de vista de que el mundo físico es determinista ¿Por qué no aceptar entonces – se pregunta Popper el veredicto del sentido común, al menos hasta que estos argumentos, hayan sido refutados?
Popper se enteró por sorpresa, de que Einstein pensaba que sus sugerencias relativas a la simplicidad (leer “La lógica de la investigación científica”) habían sido universalmente aceptadas, de suerte que todo el mundo sabía ahora, que la teoría más simple era preferible (“La navaja de Ockham”) debido a su mayor poder de excluir, posibles estados de cosas, o sea, por su mejor contrastabilidad.
Popper expresa claramente la gran impresión que le causó la personalidad de Einstein. La describe diciendo, que uno se sentía inmediatamente a sus anchas con él. Era imposible no creer en él, no confiar implícitamente en su franqueza, su bondad, su buen sentido, su sabiduría y su casi infantil simplicidad. Dice mucho de nuestro mundo – añadía Popper – y de EE. UU. el que un hombre tan poco mundano como él, no sólo sobreviviera, sino que fuera tan apreciado, y tan rodeado de grandes honores.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Abril del 2020.


jueves, 2 de abril de 2020

TEORÍAS CONSPIRATIVAS

Entre lo mucho que se ha escrito ya sobre la pandemia que nos arrasa, me han llamado la atención, los comentarios sobre que el virus había sido liberado a propósito por China, o por los Estados Unidos, dependiendo de las afinidades ideológicas de cada cual. Yo nunca he sido aficionado a las conspiraciones, ni siquiera cuando vivía en primera línea de la política, donde sabía de sobra que de haberlas haylas.
Las teorías conspirativas han sido muy difundidas, a lo largo de la historia. Pero presuponen lo que es, a juicio de Popper y el mío, el opuesto mismo del verdadero objetivo de las ciencias sociales. La llamada “teoría conspirativa de la sociedad”, sostiene que los fenómenos sociales se explican, cuando se descubre a los hombres o entidades colectivas, que se hallaban interesados en el acaecimiento de dichos fenómenos, y que han trabajado y conspirado para producirlos.
Esta concepción proviene, según estimo, de la teoría equivocada de que todo lo que ocurre en la sociedad – como la guerra, el paro, la pobreza, la escasez… sucesos que no les gustan ni un pelo a la gente – es resultado directo del designio de algunos individuos y grupos poderosos. Como decíamos, esta teoría se halla ampliamente extendida y es más vieja, incluso, que el historicismo que, como lo demuestra su forma teísta primitiva, es un producto derivado de la conspiración. En sus formas modernas es, al igual que el moderno historicismo, y cierta actitud contemporánea hacia “las leyes naturales”, un resultado típico de la secularización de una superstición religiosa. Ya ha desaparecido, por supuesto, la creencia en los dioses homéricos, cuyas conspiraciones explicaban la historia de la guerra de Troya. Los dioses han sido abandonados sí, pero su lugar ha pasado a ser ocupado, por hombres o grupos poderosos – siniestros grupos opresores, cuya perversidad es responsable de todos los males que sufrimos – tales como los Sabios Ancianos de Sion, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas.
Ojo, no estoy afirmando en absoluto, que jamás haya habido conspiraciones. Muy por el contrario – como ya afirmaba al principio – sé perfectamente que estas constituyen fenómenos sociales típicos. Y adquieren importancia, por ejemplo, siempre que llegan al poder, personas que creen sinceramente en la teoría de la conspiración. Al tiempo que la gente que cree, que se halla dotada de la facultad de construir un paraíso en la Tierra, suele inclinarse por la teoría conspirativa, complicándose, a veces, en contraconspiraciones, dirigidas hacia conspiraciones inexistentes. Pues la única explicación que se les ocurre, para su imposibilidad de crear dicho paraíso, son las malignas intenciones del Diablo, que se halla especialmente interesado, en conservar el infierno.
Que existen conspiraciones, ya lo hemos repetido, no puede dudarse. Pero el hecho sorprendente que, pese a su realidad, quita fuerza a la teoría conspirativa, es que son muy pocas, las que se ven finalmente, coronadas por el éxito. Los conspiradores raramente, llegan a consumar su conspiración.
¿Por qué? ¿Por qué los hechos reales difieran tanto de las aspiraciones? Pues, simplemente, porque esto es lo normal en las cuestiones sociales, haya o no conspiración. La vida social no es sólo una prueba de resistencia entre grupos opuestos, sino también acción dentro de un marco, más o menos flexible, de instituciones y tradiciones, que determina – aparte de toda acción consciente opuesta – una cantidad de reacciones imprevistas dentro de dicho marco, algunas de las cuales son, incluso imprevisibles.
Una acción, que se desarrolle de acuerdo exactamente con su intención, no crea problema alguno a la ciencia social. La dificultad está en las involuntarias. Y para aclarar la idea de una acción involuntaria, podemos utilizar, a manera de ejemplo, una de las acciones económicas más primitivas. Si un individuo quiere comprar urgentemente una casa, podemos suponer con certeza, que no tendrá el menor deseo de elevar su precio de venta. Pero el sólo hecho, de que aparezca en el mercado como comprador, tenderá a subir los precios.
Como vemos, se desprende de aquí claramente, que no todas las consecuencias de nuestras acciones, son voluntarias o queridas y, en consecuencia, que la teoría conspirativa de la sociedad no puede ser cierta, pues equivale a sostener que todos los resultados, incluso aquellos que a primera vista no parecen obedecer a la intención de nadie, son el resultado voluntario de los actos de gente interesada en producirlos.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 26 de Marzo del 2020.