La pasada semana los titulares de los medios de comunicación, anunciaba una “nueva” biografía de Habermas. Me extrañó, porque yo no había sabido nada de ello, y sigo muy de cerca todo los que se publica sobre el filósofo alemán. Y, efectivamente, cuando te adentrabas en el texto, no se trataba de una “nueva” biografía, sino de la traducción al castellano (en “Trotta”), de la que publicó en 2014 su discípulo Stefan Müller-Doohm (que también lo había sido de Adorno y Horkheimer). Yo me la leí en 2014, tan pronto como Gallimard la publicó en francés.
Inicialmente, de jovencito, Habermas había pensado en estudiar medicina. Pero según fue comprendiendo, el pasado poco ejemplar del que su familia había formado parte, se decidió por la filosofía. Sus padres le habían alistado, con diez años, en las juventudes hitlerianas. Y su propio padre, afiliado al parido nazi, terminó en las cárceles estadounidenses, como prisionero de guerra. La impresión que le causaron, los crímenes descritos en los Juicios de Nuremberg, la falta de autocrítica de sus conciudadanos, y el miedo a que Alemania, recayera en el delirio, que había partido por la mitad la historia de la humanidad, le llevaron al estudio de la filosofía, y a participar activamente, en todas a grandes polémicas intelectuales, del último medio siglo. En casi todas ellas, Habermas ha tenido algo que decir. Se enfrentase a quien se enfrentase.
En 1953, cuando ultimaba su tesis doctoral, Habermas recibió un regalo de manos de su amigo Karl-Otto Apel: el nuevo libro de Martin Heidegger. Se trataba de “Introducción a la metafísica”, recopilación de las clases que el autor de “Ser y tiempo”, había impartido en Friburgo en 1935. La redición del mismo, no contenía nota aclaratoria alguna. Y las apelaciones en el mismo, a “la verdad y la grandeza internas de este movimiento” (se refería al nacionalsocialismo) indignaron a Habermas.
Aquel “curso impregnado de fascismo”, llevó a Habermas a enviar un artículo al “Frankfurter Allgemeine Zeitung”, cuyo título lo decía todo: “Pensando con Heidegger contra Heidegger”. Uno (Heidegger) tenía entonces 63 años, el otro (Habermas) 24. Más que el desprecio del viejo profesor por el igualitarismo democrático, lo que más molestaba al joven, era su negativa a la autocrítica. Heidegger tardó dos meses en contestar. Lo hizo en una carta al “Die Zeit”, para aclarar que el movimiento a que se refería no era el nazi, sino el encuentro entre el hombre y la técnica. Sonaba demasiado a salida por la tangente. Habermas retornó a la palestra, para incidir en que su reproche, no se refería tanto a 1933 (fecha en que Heidegger se afilió al partido nazi), como a su negativa a reconocer su error, a partir de 1945. “La discusión acerca del comportamiento político de Martin Heidegger – escribía Habermas en 1995 – no puede ni debe servir al propósito, de una difamación y desprecio sumarios. Como nacidos después, no podemos saber como nos habríamos comportado nosotros en esa situación de dictadura”.
Jürgen Habermas publicó su primer artículo largo, en la prestigiosa revista “Merkur”: “La dialéctica de la racionalización”. En él analiza la alienación que generan, tanto el trabajo en cadena, como el consumo sin freno. Y avisa: la “cultura de las máquinas” terminará dominando nuestra vida. Cada día estaremos más lejos de la naturaleza y del resto de los seres humanos. ¡Hace ya seis décadas de aquel aviso!
En 1956, Habermas ingresó en el Instituto de Investigación Social (IIS) – que pasaría a la historia de la cultura como Escuela de Fráncfort – como ayudante de Theodor Adorno, y sin sueldo los seis primeros meses. La relación entre ambos siempre fue cordialísima. No sucedió lo mismo con Max Horkheimer co-director del Instituto, a quien le irritaba de tal manera, la militancia pacifista y antinuclear, del nuevo ayudante, que pidió a Adorno que lo despidiera. Adorno, que no se doblegó a ello, pensaba que tal animosidad se debía, a que el veinteañero le recordaba a Horkheimer, su propio pasado socialista, del que había renegado.
Habermas se describe a sí mismo, como “anti-anticomunista”. Yo no soy marxista, decía, en el sentido de que haya creído en el marxismo, como si fuera un certificado de patente. Pero el marxismo me dio, añadía, el estímulo y los medios analíticos, para investigar cómo se desarrollaba la relación, entre democracia y capitalismo. Y, seguramente por eso se centró, a partir de la década de los sesenta, en la necesidad de “domesticar” al capitalismo, con una democracia garantizada por un Estado de derecho, con “rostro social”.
En 1979, el francés Jean-François Lyotard publicó un “informe sobre el saber” en la sociedad postindustrial, cuyo título cobraría fama: “La condición posmoderna”. Conceptos como conocimiento, libertad y progreso quedaban estigmatizados, como grandes relatos destinados a legitimar, una autoridad intelectual y política caducas. Habermas respondió rápidamente, a lo que calificó de “pensamiento neoconservador”, con una vehemente defensa de los valores de la razón ilustrada. También él tenía un título afortunado: “La modernidad; un proyecto inacabado”. En su opinión, sobre la línea antimoderna francesa – que lleva de Bataille a Derrida, pasando por Foucault – “pende el espíritu de un Nietzsche, redescubierto en los años setenta”.
En 1981 con 52 años, Habermas termina la que es seguramente su obra más importante: “Teoría de la acción comunicativa”. En sus dos tomos, sintetiza sus investigaciones filosóficas y sociológicas, para defender los valores del acuerdo, el consenso y el mutuo entendimiento. No se trata, sostiene Habermas, de buscar la verdad al margen de los intereses, sino de rastrear el modo en que las ideas de verdad, libertad y justicia, están “constitutivamente insertas” en las estructuras del lenguaje. Los fundamentos de una sociedad, no pueden proceder de un más allá metafísico – religioso, político o económico – sino del lenguaje que comparten sus ciudadanos: “La verdad no existe en singular”. De ahí la fe de Habermas en la democracia deliberativa. Y en lo que, más tarde, denominará “patriotismo constitucional”.
Habermas cumplió 90 años el pasado junio, convertido en un icono de la cultura mundial.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Abril del 2020.
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