Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 29 de octubre de 2018

CUANDO UN HISTORIADOR MUERE

Siempre he pensado que cuando un historiador muere y se convierte en pasado, en realidad no hace otra cosa que viajar a su auténtico hogar: el pasado. Un auténtico historiador, un buen historiador, puede tener diversas casas a lo largo de su vida, pero en realidad el siempre habita en el pasado, en la historia. Cuando fallece, no hace sino instalarse definitivamente en su casa.
Esta posible tontería, volvió de nuevo a mi mente el pasado 28 de agosto, día en que falleció el historiador catalán Josep Fontana. Y me llamó mucho la atención que, hasta donde yo sé, y con la excepción de Julián Casanova, ningún otro historiador no catalán, hiciera mención del triste suceso.
Como nos recordaba Gonzalo Pontón, sólo algún medio electrónico lo recordó como: “un vulgar propagandista político, volcado en chuscas labores de agitación al servicio de los patrones del procés”. Sin olvidarse de mencionar “aquel congreso presidido (sic) por Fontana que llevó por lema “España contra Cataluña”. Una vez más insultos y falsedades. El que presidió aquel simposio fue Jaume Sobrequés i Callicó, por cierto Excelentísimo Senador de España y socialista. Y Fontana se limitó a enviar – antes de que el congreso tuviera nombre – el texto que Sobrequés le había pedido.
Pero seguramente a Fontana, todo eso no le hubiera tomado por sorpresa, pues siempre tuvo problemas con otros historiadores. Cuando en 2014 publicó su conocida obra “La formació de una identitat”, la respuesta de la mayoría de historiadores, fue el silencio. Aunque desgraciadamente ese no fue el caso de mi estimado Santos Juliá, quien echo en cara a Fontana su “volte face”: “Si en los años setenta entendía Fontana, que la lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor, entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad colectiva”. Y añadía más adelante: “Un marxista de estricta observancia, contando una historia al modo de un nacionalista romántico”. Me perdone Juliá mi atrevimiento de llevarle la contraria, pues ninguna de las dos cosas: ni un marxista de estricta observancia, ni un nacionalista romántico.
Josep Fontana
En lo que yo pueda conocer de su obra, sí es cierto que Fontana utiliza la metodología del materialismo histórico. Ve la historia de Cataluña, a través de sus desigualdades, es decir, a través de sus luchas de clases. Desnuda así, el papel de la oligarquía ligada al control de la tierra y a los grandes negocios de importación, que mantiene a los campesinos en un puño y se entrega a la Castilla de los Habsburgo, para conseguir arriendos fiscales. Esas élites, nos recuerda Fontana, traicionaron a los “segadors” en 1640, y a la “Coronela” de 1714. Esa poco edificante burguesía, en el siglo XVIII, se hará “española” abandonando su lengua propia. En el XIX clamará por un dictador militar, ante las reivindicaciones laborales de los catalanes menos pudientes. Esa burguesía, estos días “catalanista”, se sentirá “española” en 1870, en 1902, en 1923 (Primo de Rivera) en 1936 (Franco) en 1977, en 1996… siempre en defensa de sus intereses de clase, que, zafiamente, intentará colar como los de todo el “poble català”. Este mal resumen de la obra de Fontana, nos revela probablemente a un historiador rojo ¿pero un nacionalista romántico? Me parece oír en la lejanía, las carcajadas de un Pierre Vilar o de un Eric Hobsbawm (ellos sí marxistas nada nacionalistas) ante semejante disparate.
Gonzalo Pontón – fundador de la Editorial Crítica, en la que colaboró con Fontana – escribía en El País que en medio de la histeria independentista, Fontana denunciaba públicamente la precarización económica, el paro, la degradación de la enseñanza y la sanidad en Cataluña. Que en estos últimos años Fontana sostuvo sin desfallecer, que la independencia de Cataluña era una insensatez y que, en un sistema como el de la Unión Europea, los grados de independencia son de escasa entidad. Nos contaba como en junio de 2015, la televisión pública catalana entrevistó a Fontana, con la equívoca intención de que jaleara el independentismo, y lo que él contestó fue que si se producía una acción unilateral, las primeras empresas que huirían de Cataluña serían La Caixa y el Banco de Sabadell. Por supuesto esta predicción que resultó exacta no se emitió, y TV3 jamás volvió a entrevistarle.
Santos Juliá
Lo leído esos días sobre la infausta noticia, me llevó, una vez más, a reflexionar sobre la responsabilidad de los historiadores. La honestidad y la metodología científica, obliga a los historiadores a verificar y falsar sus hipótesis de trabajo, antes de presentar sus conclusiones. Y su propia disciplina les – nos – obliga a ser sumamente críticos ante los usos y abusos de la historia. Ningún historiador que se precie debería admitir jamás que la irracionalidad, la mentira, la falsedad y el cinismo, crecieran en la consciencia ciudadana, ya bastante machacada por la propaganda política de varios partidos, donde “lo limpio es sucio y lo sucio limpio, pero lo sucio es útil y lo limpio no”, como ya muy bien nos advirtió John Maynard Keynes. ¿Por qué algunos historiadores se mantienen callados, cuando periodistas de fortuna, publicistas mercenarios y tertulianos de toda laya sostienen en los medios, mentiras mil veces desmentidas, con recios argumentos, por ellos en sus propios textos?
Ya tengo 76 tacos y ya me sería difícil ser ingenuo, si alguna vez lo hubiera sido. Soy consciente del poco caso, especialmente en España, que muchos filisteos, disfrazados de ciudadanos de pro, hacen de los trabajos científicos de cualquier rama del saber. Pero si los historiadores se marginan del debate público, si no se sumergen en la sociedad fajándose en ella, si no tienen nada que decir a los ciudadanos de hoy, si no pueden echarles una mano en sus angustias y sus esperanzas, entonces ¿de qué les vale todo lo que han estudiado y saben?
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 28 de Octubre del 2018.


miércoles, 17 de octubre de 2018

EL VOCABULARIO EN LAS REDES

Escribía Ortega y Gasset en “Teoría del improperio” ¡en 1910! que harta es conocida la importancia, que para aprehender y fijar la individualidad de un artista literario, tiene la determinación de su vocabulario predilecto. Como esas flechas que marcan en los mapamundis las grandes corrientes oceánicas, nos sirven sus palabras preferidas para descubrir los torbellinos mayores de ideación, que componen el alma del poeta.
Me han traído esos recuerdos orteguianos, la lectura el otro día, de unos comentarios innecesariamente poco estéticos (el castellano es muy rico y permite significar lo mismo, con vocablos menos zafios) en un debate en facebook. Esa preferencia por vocablos antiestéticos – antiestéticos no sólo por groseros, sino por inaptos para un buen entendimiento del texto – es claramente incompatible, opino, con una poderosa voluntad de convencer al interlocutor.
La palabra, lo sabemos o deberíamos saberlo, pretende hacer externo lo interno, sin que deje de ser interno. No es un signo cualquiera, sino un signo expresivo. La buena articulación es necesaria a la palabra, a fin de aprisionar el contorno preciso y estable de los conceptos, de las imágenes exactas y complejas. Pero para expresar una explosión de alegría o, más comúnmente, de amargura o ira, donde el motivo, la causa, lo importante – la realidad interna – es la conmoción del alma toda, basta con un grito, un improperio, un insulto. Toda palabra tiene pues dos direcciones. Una de ellas la lleva a expresar puramente una idea; la otra tira de ella hacia atrás, y la induce a expresar puramente, exclusivamente, un estado emocional, pasional. De esto he escrito con frecuencia: para debatir con razones es esencial emplear bien las palabras, elegirlas correctamente por su significado; para contrastar emociones, es suficiente con un simple grito. Y en las redes con demasiada frecuencia, eso es lo que hacemos, nos gritamos por que sólo tenemos emociones, no argumentos.
Los improperios nos recordaba Ortega, son palabras que significan realidades objetivas, sí, pero que empleamos, no en cuanto expresan éstas, sino para manifestar nuestros sentimientos personales. Cuando Baroja decía o escribía “imbécil”, no quería decir que se tratara de alguien débil (“sine baculo”) que es su valencia original, ni de un enfermo del sistema nervioso. Lo que quería expresar, era su desprecio apasionado hacia esa persona. Los improperios son vocablos complejos usados como interjecciones; es decir, son palabras al revés. La abundancia de improperios pues, es síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia o, cuando menos, de una puericia persistente que se inyecta en el léxico, de personas supuestamente adultas.
Decía también Ortega, que es sabido que no existe pueblo en Europa, que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones, como el nuestro. Según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia. En mi muro entran con frecuencia ciertos “amigos”, que claramente, cada vez que sueltan un taco, un insulto, un improperio, sienten cierta fruición y descanso. Se nota mucho, me parece, que los han de menester – los insultos – como rítmica purgación de la energía espiritual, que a cada instante se les acumula dentro, les estorba y necesitan librarse de la misma. Estos “amigos” está claro, no poseen un gran entendimiento, administran una moralidad reducidísima, no son capaces de debatir con argumentos, les molesta todo lo que huela a razón… y van directos hacia la muerte intelectual, como una piedra hacia el centro de la tierra. Preguntémonos ¿será acaso ese abuso de interjecciones (facha, rojo de mierda, imbécil, capullo…) ese alarde de energías frecuentes en el español, más bien efecto de su debilidad espiritual?
Estas intromisiones súbitas de sentimientos y emociones incontroladas, que no tiene nada que ver con el curso del pensamiento, producen, claro está, una fragmentación de la vida intelectiva. Entran en la continuidad de una mente normal como cuñas y la hacen saltar en trozos: se interponen, se interyectan entre los miembros de una construcción intelectual, y la hacen poco menos que imposible. Por eso las almas de histéricos y neuróticos – afirma Ortega – viven una vida discontinua, incompatible generalmente, con el edificio de un ideario unificado y resistente. Son almas disgregadas en átomos, inconexas; almas dispersas, cuya existencia es un nacer y morir a cada instante, menesterosas de condensar en esa vida instantánea, toda su vitalidad. Almas inarticuladas que se expresan en interjecciones, porque ellas mismas lo son.
El chulismo, la bravuconería, la exageración, el insulto, el retruécano y otras muchas formas de expresión, que se ha creado de una forma predilecta el español, podrían muy verosímilmente, reducirse a manifestaciones de histerismo colectivo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastillas a 5 de Agosto del 2018.


viernes, 5 de octubre de 2018

LA BÚSQUEDA - LA "QUESTE" - DEL GRIAL

Victoria Cirlot, catedrática de Filología Románica en la Universidad Pompeu Fabra, gran especialista en literatura artúrica (hija del poeta, crítico de arte y compositor Juan Eduardo Cirlot) acaba de publicar un nuevo e interesantísimo libro “Luces del grial”.
No soy en absoluto medievalista, si de algo sé un poco es de Historia Contemporánea. Pero de joven fui muy aficionado al ciclo artúrico, a las obras de Chrétien de Troyes, como es sabido el creador de la novela medieval, inspirada en la tradición celta y las leyendas bretonas (la que ha sido llamada la “matière de Bretagne”) y el primero que escribió sobre el “grial”. Y no digamos a las muchas películas sobre Arturo y sus “Caballeros de la Mesa Redonda”, me las vi todas. Especialmente esa joya de John Boorman, “Excalibur”, plena de hermosas imágenes, con música de Wagner (“Marcha fúnebre de Sigfrido”). En cambio – quizá porque hace tiempo que no leo novelas – no me han atraído las obras de Peter Berling. Sobre historia no me dicen nada las novelas históricas, prefiero ir directamente a las fuentes, a las publicaciones de los historiadores, pues con frecuencia son mucho más emocionantes que las novelas.
Victoria Cirlot
Recuerdo perfectamente, pues me impresionó mucho, aquella escena de “Excalibur” en la que un Perceval derrotado, junto al árbol donde están colgados los caballeros muertos, mientras sus armaduras se entrechocan, escucha una voz sobrenatural que le pregunta: ¿Qué es el grial? Y Victoria Cirlot nos explica que fue el mismo Boorman, quien supo explicar muy bien que es la “queste” (del latín “quaerere”) la búsqueda, la errancia en pos del objeto sagrado, la misión. Algo que a mí no deja de recordarme a la “llamada”, de la que nos habla Michael Ignatieff en su precioso libro “Fuego y cenizas”.
Pero a mi no me parece fácil contestar a esta pregunta de qué es el grial. No se nos dice en ninguna parte. Es un símbolo particularmente extraordinario. Su polivalencia es inmensa. Se podría decir que simboliza la búsqueda de lo imposible. El grial sería lo imposible mismo. Y lo que nos mantiene en su búsqueda. Nos advierte Cirlot que nunca se imaginó el grial como un objeto a conquistar, del que te pudieras apropiar. Es un símbolo. La búsqueda culmina con su visión, es una experiencia visionaria. Pero nadie se planteaba conquistarlo, eso fue cosa de Spielberg. La “queste” es buscarlo. Es una empresa de conocimiento. Y, en buena medida, de conocimiento a través del amor. A mi me recuerda mucho a Elizabeth Arthur, cuando afirma en “Más allá de la montaña”: “No vinimos para alcanzar la cumbre, para poder decir luego que lo habíamos hecho; para estar aquí y ahora, es por lo que hemos venido… Para así conocernos mejor y demostrar, al menos a nosotros mismos, que alcanzar las cumbres no es lo más importante, sino moverse hacia ellas”.
Eric Hobsbawm – el gran historiado marxista inglés – en su interesante autobiografía “Años interesantes”, cuenta como a finales de los años ochenta, un dramaturgo la de la Alemania Oriental (recordemos: la de régimen comunista) escribió una obra titulada “Los caballeros de la Tabla Redonda”, en la que dice: “¿Acaso el propio Lancelot ya no cree en el Grial? No lo sé – se responde – no puedo dar respuesta a esa pregunta. No, probablemente nunca encuentren el Grial ¿Pero no tiene razón el rey Arturo, cuando dice que lo importante no es el Grial, sino la búsqueda? Si abandonamos la búsqueda del Grial, nos abandonamos a nosotros mismos ¿Sólo a nosotros mismos? ¿Acaso la humanidad puede vivir sin los ideales de libertad y justicia, o sin aquello que le dedican su vida? ¿O acaso incluso, sin el recuerdo de los que así lo hicieron en el siglo XX?”
La queste del Saint Graal”, parte del ciclo conocido como el “Lancelot-Graal”, una “summa” del universo artúrico, se ha leído – nos dice Cirlot – como un manual de vida cristiana, pero si se observa con atención, como hacen Foucault y Sloterdijk, aparece como un ejercicio de cuidado de uno mismo, “cura sui”, técnicas para afrontar la vida, un verdaderos “training” de transformación, procedimientos físicos y mentales para enfrentarse a la vida y a la muerte. “Es el cuidado de tu interior. Mirarte por dentro, la atención a uno mismo. Con la muerte como punto culminante, el saber morir”. Escribí en su día: “Vivir con gallardía y saber morir, principio y final de ese “gran juego” que sería la vida. La propia supervivencia, la más básica de las necesidades, es la que tiene el precio más alto, y en consecuencia los gestos más grandes se relacionan con ese exquisito “savoir-mourir” que tan profundamente admiró Karen von Blixen-Finecke”. (Ver en mi Blog: https://senator42.blogspot.com/search/label/Isak%20Dinesen).
Todo ese ciclo del grial, de Arturo, de los caballeros, de la espada… parecen un conjunto de mitos, de leyendas, pero que contienen preguntas fundamentales sobre la existencia, que algunos intentaron contestar, no tanto a través de la filosofía, como con el relato y el mito. Pero en “Luces del grial”, Victoria Cirlot pretende que sea la filosofía moderna, especialmente Foucault, la que ilumine ciertos pasajes de la literatura artúrica.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Julio del 2018.