Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

martes, 25 de agosto de 2015

De la Historia y los historiadores (II)

En la entrega anterior escribí sobre las dudas de los historiadores y los problemas de la historia. Pero ahora me gustaría señalar, que una de las cosas que la historia tiene a su favor, y una de las razones por las que sobrevive, a pesar de que la crítica literaria esté en crisis, y la ciencia política se haya vuelto casi ininteligible, es precisamente que sus lectores estamos de acuerdo en que debería estar bien escrita. Decía Judt que un libro de historia mal escrito es un mal libro de historia. Y que incluso algunos buenos historiadores, a menudo dejan mucho que desear como estilistas, y sus libros no se leen.
Los Historiadores e historiadores no sólo deberíamos escribir bien porque eso signifique que la gente nos va a leer, ni porque de eso se trate la historia, sino también porque no quedan ya muchos oficios, que tengan una responsabilidad con el lenguaje. El contraste obvio sería el novelista. Desde el auge de la “nueva” novela en Francia, en las décadas de de 1950 y 1960, las novelas han estado colonizadas por formas no estándar del lenguaje. No podemos decir que esto sea nuevo, pero los historiadores no podemos seguir este ejemplo. Un libro de historia no estándar, es decir, escrito sin atenerse a un orden de secuencia o a la sintaxis, sería sencillamente incomprensible. Digamos que en este aspecto, estamos “obligados” a ser conservadores. Judt pone el ejemplo del texto original de “Robinson Crusoe”: “el argumento es maravilloso, pero la prosa echa verdaderamente para atrás”. Por el contrario la “Historia de la decadencia y caída del Imperio romano” de Gibbon, es perfectamente accesible al historiador de hoy en día, e incluso a un escolar moderno. Lo único que ha cambiado, es que Gibbon se permite un tono descaradamente moralizante, y unas intrusivas digresiones argumentativas, que hoy serían reprochables en un historiador. Seguramente la escritura de la historia se desvió un tanto de rumbo, en la primera mitad del s.XIX. Las exageraciones románticas y las florituras de un Macaulay, un Carlyle o un Michelet, resultan hoy muy extrañas para nuestro oído. Supongo que los románticos tienen hoy sus fervorosos seguidores ¿por qué no? Pero la grandilocuencia, y el descontrol sintáctico de su escritura, a mi no me gustan, no me interesan demasiado.
Tony Judt
En mis escritos he repetido con frecuencia, que el conocimiento de la historia nos permite evitar ciertos errores en el presente. Pero quizás sería más exacto decir, que el error más común hoy en día, es citar el pasado desde la ignorancia. Aún recuerdo cuando Condoleezza Rice (Doctora en Ciencias Políticas y Rectora de la Universidad de Stanford) invocó la ocupación estadounidense de la Alemania de posguerra, para justificar la guerra de Irak ¿Cómo se puede dar un tal analfabetismo histórico en esa analogía? Dado que todos (historiadores, políticos, analistas, periodistas, participantes en la redes sociales…) somos tan aficionados a explotar el pasado para justificar el presente, la necesidad de saber de verdad historia, debería de ser incontestable. Una ciudadanía mejor informada, será siempre menos susceptible de que la engañen con un uso abusivo del pasado, al servicio de los errores del presente. Es tremendamente importante para una sociedad abierta (Popper) conocer su pasado. Recordemos que uno de los rasgos que tenían en común las sociedades cerradas del s.XX, ya fueran de izquierdas o de derechas, era que manipulaban la historia. Amañar el pasado, es la forma más antigua de control del conocimiento. Si tienes en tus manos el poder de la interpretación de lo que pasó antes, el presente y el futuro estarán a tu disposición. De tal manera que, por simple prudencia democrática, conviene garantizar que la ciudadanía esté bien informada históricamente.
Y en este sentido, como a otros buenos historiadores de izquierdas, me preocupa, aunque pueda parecer contradictorio, la enseñanza “progresista” de la historia. En nuestra juventud (aunque en España hasta eso se manipulaba) la historia era un montón de información. La aprendías – yo leyendo libros franceses – de una forma organizada, secuencial, por lo general siguiendo una línea cronológica, cuyo propósito era proporcionar a los jóvenes, un mapa mental del mundo que habitaban. Ahora muchas veces ya no, porque se ha insistido demasiado en que aquel era un enfoque acrítico, y mucho de verdad había en ese juicio. Pero irse al otro lado, hacer una vez más el péndulo, a mi parecer ha sido una equivocación, un tremendo error sustituir aquella historia cargada de datos, por la intuición de que el pasado era una serie de mentiras y prejuicios que necesitaban ser corregidos: prejuicios que favorecían a las personas de raza blanca, o a los hombres en vez de a las mujeres, mentiras sobre el capitalismo o el colonialismo, o lo que sea.
Timothy Snyder
Este enfoque o enfoques supuestamente “críticos”, dirigidos (digamos siendo generosos) a ayudar a los jóvenes y estudiantes a formar sus propios juicios, son contraproducentes. Generan confusión más que perspicacia, y la confusión es la enemiga del conocimiento. Antes que nadie pueda entender el pasado y criticarlo, tiene que saber lo que ocurrió, en que orden y con que resultado. En cambio, me temo, estamos educando generaciones de ciudadanos completamente desprovistos de referencias comunes. La tarea del historiador, si se quiere verlo de este modo (escribe Judt) es proporcionar la dimensión del conocimiento y la narrativa histórica, sin lo cual no podemos ser un todo cívico. Los historiadores tienen, tenemos, la responsabilidad de explicar. Y aquellos de nosotros que elegimos especializarnos en Historia Contemporánea, tenemos, me parece, una responsabilidad más: una obligación respecto a los debates contemporáneos, que es por supuesto inaplicable, por ejemplo, al historiador de principios de la Edad Antigua.
Timothy Snyder se preguntaba ¿Es la historia, como decía Aristóteles, el relato de las hazañas y sufrimientos de Alcibíades? ¿O las fuentes del pasado simplemente nos proporcionan la materia prima, que nosotros debemos convertir en fines políticos o intelectuales? Y yo me siento muy en consonancia con Tony Judt, en su opinión de que este pensamiento, este interrogante, debería dividirse en dos partes. La primera es, simplemente, que el trabajo del historiador es establecer, que cierto hecho ocurrió en efecto. Y esto lo hacemos de la forma más efectiva que podemos o sabemos. Esta tarea que debería ser bastante obvia de descripción, es en realidad crucial. Y sin embargo, la corriente actual, cultural y política, fluye en dirección contraria, la de borrar acontecimientos pasados, o explotarlos para otros propósitos más turbios. Por eso es una gran responsabilidad nuestra hacer bien nuestro trabajo, una y otra vez sin desesperar. Y soy consciente de que se trata de una tarea de Sísifo: las distorsiones cambian de continuo y, también, el énfasis en la corrección fluctúa constantemente. Pero muchos historiadores no le ven así, y no siente ninguna responsabilidad por ello. Quizás por eso, para Judt, no son verdaderos historiadores.
A la segunda parte del interrogante de Snyder, debería contestarse recordando que los historiadores, tenemos también una segunda responsabilidad. No somos sólo meros historiadores, también somos ciudadanos, con la responsabilidad de establecer una relación entre nuestras capacidades y el bien común. Obviamente debemos escribir la historia tal cual la vemos, por poco atractiva que resulte al gusto de nuestros días. Y nuestros descubrimientos e interpretaciones son tan susceptibles de ser mal utilizados, como nuestro objeto de estudio. La historia es siempre frágil frente al abuso político. De hecho tal vez sea la disciplina más expuesta en ese sentido.
Karl Popper
Recuerdo muy bien cuando allá por 1989, cuando la caída del Muro de Berlín, y el colapso absoluto del sistema comunista o soviético, se comenzó a decir que “la historia estaba acabada”. Ya fuera bajo la inofensiva fiesta del hegelianismo de Fukuyama, o de la tóxica variante texana, tan de moda a partir del 11 de Septiembre del 2001: digamos “adiós a todo eso”, y tanto mejor ahora cuando ya todos somos liberales burgueses. Pero entonces la pregunta sería, me parece: si educamos a nuestros hijos como si la historia estuviera en efecto “acabada” ¿sería posible la democracia? ¿sería posible la sociedad civil? Personalmente estoy convencido de que no. La condición necesaria de una sociedad verdaderamente democrática o civil – lo que Karl Popper denominó la “sociedad abierta” – es una conciencia colectiva, sostenida en el tiempo, de que las cosas siempre están cambiando de diversas formas, y que, sin embargo, el cambio total es siempre ilusorio. Y en cuanto Fukuyama, lo único que hizo fue adoptar la historia comunista a sus propósitos. En lugar de que el propio comunismo, dotara de un fin y un objetivo en dirección al cual avanza la historia, ese “rol” se le asignó a la caída del comunismo. Y afirma Judt: “el trabajo del historiador es coger esta soberana estupidez y ponerla patas arriba”. Pero cuando desacreditamos las falsas afirmaciones de la política, deberíamos obligarnos a poner algo en su lugar: una línea narrativa, una explicación coherente, una historia comprensible. Pues si no tenemos claro, qué fue lo que ocurrió o no ocurrió en el pasado ¿cómo vamos a presentarnos ante el mundo, como una fuente creíble de autoridad desapasionada? Así que tiene que existir un equilibrio, y no digo que sea fácil de conseguir. Pero si sólo lías embrollos, no aportas nada. Si hacemos una historia caótica para nuestros alumnos o lectores, abandonamos nuestro propósito de contribuir a la conversación cívica.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Agosto del 2015.



martes, 18 de agosto de 2015

De la Historia y los historiadores (I)

Durante los días en que la crisis de Grecia estuvo en candelero, reflexioné bastante ¿deformación profesional? acerca de la Historia, de lo poco que se conoce sobre ella, y de lo torticeramente que se aprovecha ese poco. Y sobre si eso sería culpa de los historiadores profesionales y reconocidos, y de los aficionados que nos atrevemos a escribir sobre ella. Y esas reflexiones me llevaron a leer de nuevo, el diálogo entre dos grandes historiadores, Timothy Snyder y Tony Judt, que aparece en el libro del último “Pensar el siglo XX”. En el mismo, Timothy y Tony dialogan sobre que significa no ser un historiador mediocre, al servicio de la última moda; para qué sirve la Historia; y cómo puede ejercerse el oficio de historiador de forma respetable.
Y comienzan analizando el enfoque de la gran narrativa, que tenía una forma liberal o socialista. El mejor ejemplo – en sentido peyorativo – de la forma liberal, lo representa (en opinión de Judt) el concepto de Herbert Butterfield, de la “interpretación whig de la historia”: que las cosas mejoran; puede que el propósito de la historia no sea que las cosas mejoren, pero de hecho lo hacen. Y esa perspectiva liberal, esencialmente angloamericana, funcionaba perfectamente cuando se aplicaba, por así decirlo, a las sociedades atrasadas. Por su parte el relato socialista, era una adaptación de la historia del progreso liberal. Difería, bien sûre, en cuanto al supuesto, de que la historia del desarrollo humano quedaría bloqueado en un momento dado – la etapa madura del capitalismo – a menos que avanzara firme y conscientemente hacia un objetivo preestablecido: el socialismo.
Y había otra perspectiva, que desde la izquierda tendemos a considerar como insuficientemente cuestionada, o bien conscientemente reaccionaria: que la historia es un relato moral. Pues en ese caso la historia deja de ser un relato de la transición y la transformación. Su propósito y su mensaje moral nunca varían: son sólo los ejemplos los que cambian con el tiempo. En esta clave, la historia puede ser un relato de terror reproducido hasta el infinito. O bien, y también a la vez, la historia se convierte en un conte moral, ilustrativo de mensajes y propósitos éticos y religiosos: “la historia es filosofía enseñada mediante el ejemplo”, por usar una famosa frase.
A día de hoy, no nos sentimos cómodos con nada de eso. Es difícil hablar de la historia del progreso. No quiere decirse que no podamos ver progreso por todas partes, si nos lo proponemos, pero también podemos ver tanto retroceso, que no es fácil afirmar que el progreso, sea la condición por defecto de la historia humana. Y en cuanto a la ética pública, a pesar de Kant, seguimos careciendo de una base consensuada que no sea religiosa en su origen. Así que la consecuencia de la imposibilidad, tanto del enfoque whig como del moralizador, es que los historiadores no sabemos, con frecuencia, lo que estamos haciendo. Si les preguntáramos hoy a muchos historiadores, cual es el propósito de la historia, o cual es su naturaleza, o de que trata la historia, nos mirarían con cara de tontos. La diferencia entre los buenos historiadores y los malos, es que los buenos pueden arreglárselas sin una respuesta a estas preguntas, y los malos no. Pero aún si estos últimos tuvieran respuestas, seguirían siendo malos, ya que simplemente contarían con un marco, una plantilla dentro de la cual podrían funcionar. En lugar de eso, cuentan con pequeñas plantillas – raza, clase, etnia, género… - o bien una versión residual, neomarxista, de la explotación.
En un momento dado del diálogo, a la pregunta de Snyder sobre la ética profesional del historiador, Judt contesta: “Durkheim más Weber, en vez de Butterfield menos Marx”. Uno no puede inventar o explotar el pasado, para fines presentes, y esto es menos obvio de lo que parece. Porque la cuestión es revelar algo sobre el pasado, que los relatos convencionales hayan camuflado: corregir alguna mala interpretación del pasado, generalmente con el fin de engranarlo como prejuicio en el presente (algo de lo que han hecho muchos “analistas” en el tema de Grecia, al referirse a la Alemania de 1918 y el Tratado de Versalles). Supone una traición evidente al propósito de la historia, que es ¿sólo? interpretar el pasado.
Quentin Skinner
Soy consciente de que muchos historiadores, no sólo los aficionados como yo, intentan o intentamos, no sólo corregir una mala interpretación del pasado, sino también identificar deslices comparables en el presente ¿quizás un error, una demasía? puede. Pero, por mi parte, sigo pensando que, a pesar del peligro del exceso, los historiadores, al escribir sobre el pasado, no deberíamos olvidar nunca sus implicaciones actuales. Lo que puede marcar la diferencia entre esas concepciones, me parece a mí, es la plausibilidad del relato. Un libro o un escrito de historia, triunfa o fracasa por la convicción con la que cuenta su relato. Si suena a cierta, para un lector inteligente e informado, entonces es un buen libro o escrito de historia. Si suena a falsa no lo es, aunque esté bien escrito y su autor sea un gran historiador, con una sólida formación académica. Pero claro, entonces ¿quién debe valorar la plausibilidad? Yo no podría, ni lo intentaría, juzgar por ejemplo, la plausibilidad de una narración sobre el auge de las ciudades medievales, pues me especialicé en Historia Contemporánea. Y esa es la razón por la que la historia constituye necesariamente, una empresa intelectual colectiva, basada en la confianza y el respeto mutuos. Sólo el insider bien informado, puede juzgar si un trabajo de historia es bueno.
Yo creo que hoy en día, salvadas algunas excepciones, los historiadores sufrimos una especie de doble inseguridad. En primer lugar seguimos sin tener muy claro en que categoría del mundo académico encaja nuestra especialidad ¿dentro de la Humanidades? ¿de las Ciencias Sociales? En las décadas de 1960 y 1970 (cuando yo estudié Económicas, y luego Historia) a los historiadores solía agradarles bastante la idea de que se les incluyera dentro de las Ciencias Sociales, pues por entonces la Humanidades, tenían poca influencia dentro de las estructuras institucionales, y en sus procesos de toma de decisiones. Las Ciencias Sociales se consideraban a sí mismas científicas, en el mismo sentido que la Física. En cambio las Humanidades – mucho más cerca del pozo negro de la teoría – venían a considerar la Historia, culposamente carente de metacategorías autorreflexivas, y desagradablemente empírica en lo que pasaba por ser su metodología.
Este complejo de inferioridad, me parece, vendría a explicar en gran medida, la fascinación que los historiadores actuales muestran por la teoría, por la filosofía, los modelos, los “marcos” ¿algo de eso me ocurre a mí? Estas herramientas, que son lo que son, proporcionan la tranquilizadora ilusión de una estructura intelectual: una disciplina con normas y procedimientos. Y puede que por ello, el enfoque “crítico” de los historiadores, a menudo consiste en poco más que aplicar, o rehusar aplicar, una cierta etiqueta a los propios colegas. El proceso no puede ser más solipsista: etiquetar a alguien (afirma Judt) es etiquetarse a uno mismo.
No se puede escribir sobre historia general de esa manera. En la década de 1960, cuando yo estudiaba en la Complutense de Madrid, circulaban una serie de brillantes artículos de Quentin Skinner, en los cuales reformulaba la metodología de la historia de las ideas, e intentaban demostrar lo incoherente que era escribir historia intelectual, sin poner las ideas en su contexto. Las palabras y los pensamientos, tienen un significado específico para los lectores y escritores de cada época, y no debemos extraerlos de ese contexto, si queremos entender lo que significaban en su tiempo.
Diez años más tarde Skinner publicó “Los fundamentos del pensamiento político moderno” una extensa historia narrativa, maravillosamente construida, del pensamiento político europeo desde finales de la Edad Media, hasta los albores de la Era Moderna. Con el fin de lograr la meta que perseguía, en el libro deja de lado, deliberadamente, el meticuloso historicismo propio hasta ese momento del autor. Y en mi modesta opinión, eso es lo que debe hacerse.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Julio del 2015.



martes, 11 de agosto de 2015

Habermas y la Escuela de Frankfurt

Hace ya unos días que he vuelto a releer a Jürgen Habermas (alguien dijo una vez que ya a cierta edad, se tiende más a releer, que a leer) especialmente sus reflexiones sobre las filosofías de Max Weber, Karl Marx y la Escuela de Frankfurt.
Antes incluso de que Habermas tomara conciencia de la Teoría Crítica de los años 30 del pasado siglo (escrita por cierto, en el exilio de Europa) quizás sin ser consciente de ello, estaba ya reconstruyendo la experiencia y caminos que tomaron Horkheimer, Adorno, Marcuse… y otros miembros de la Escuela de Frankfurt.
Allá por el año 1968 (un año bien movido, bien sûr) la tradición positivista, se encontraba ya bajo el fuego de un fuerte ataque. Pero la extensión en la que el temperamento positivista ejerció su influencia, y dominó la vida intelectual y cultural, no es algo que debiéramos subestimar. Por eso Habermas, en este contexto, hablaba de un “positivismo” en sentido amplio. Y pretendía identificar esa tendencia, a la que han contribuido muchos movimientos independientes, que limita y restringe el ámbito de la racionalidad. Pues la razón, desde esta perspectiva, puede capacitarnos científicamente para explicar el mundo natural e, incluso, el social. Pero justificar los fines o garantizar normas universales, transciende el campo de la razón. Si aceptamos esta caracterización de la razón, entonces rechazamos el tipo de “reflexión crítica” donde, a través de una profunda explicación y comprensión de los procesos sociales, podemos promover la emancipación humana, de las formas ocultas de dominio y represión.
Jürgen Habermas
Esta postura de Habermas, estaba desafiando la que representa Max Weber de un modo más agudo e, incluso, más trágico. A pesar de todas sus tendencias racionalistas, Weber desesperaba de la posibilidad de justificar racionalmente, las últimas normas que guían nuestras vidas; debemos elegir, decía, los “dioses o los demonios” a quienes decidimos seguir. Weber nos dejó algunas tensiones sin resolver, y una serie de aporías (inviabilidades de orden racional; o según Joaquín Estefanía: “Una aporía es un razonamiento del que surgen contradicciones o paradojas irresolubles. Dice Varoufakis que nada nos humaniza más que la aporía, ese estado de intensa perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen añicos; cuando de repente nos encontramos en un punto muerto sin poder explicar lo que ven nuestros ojos, que a veces son verdades insoportables”). Habermas se dio cuenta, con toda claridad, de que la lógica de las inestables resoluciones de Weber, nos conduce al relativismo tan característico de nuestra época. Y desde sus primeros escritos hasta los más recientes, esta es la tendencia que Habermas siempre ha combatido.
El escepticismo metodológico de Weber es, en sí mismo, un eco y una expresión de sus análisis sociológicos. Weber sostenía que la esperanza y expectativa de los pensadores de la Ilustración, era una ilusión amarga e irónica. Estos mantenían una conexión necesaria y fuerte entre el crecimiento de la ciencia, la racionalidad, y la libertad humana universal. Pero una vez desenmascarado y comprendido, el legado de la Ilustración fue el triunfo de la Zweckrationalität (racionalidad instrumental-deliberada). Esta forma de racionalidad infecta todo el campo de la vida social y cultural, abarcando las estructuras económicas, la ley, la administración burocrática, en incluso las artes. El crecimiento de la Zweckrationalität no conduce a la realización concreta de la libertad universal, sino a la creación de una “jaula de hierro” de racionalidad burocrática, de la que no hay modo de escapar. La escalofriante y seria advertencia de Weber, flota aún sobre nosotros:
Nadie sabe quien vivirá en esta jaula en el futuro, o si al final de este tremendo desarrollo surgirán nuevos profetas, o tendrá lugar un gran renacimiento de viejas ideas e ideales, o no se dará ninguna de las dos, una petrificación mecanizada, embellecida con un tipo de autoimportancia compulsiva
Irónicamente, a pesar de la oposición explícita a la tesis de Weber sobre el triunfo de la Zweckrationalität, Lukács, Horkheimer, y Adorno, no sólo se apropiaron de ella y la refinaron, sino que también la generalizaron. Y existen todavía sugerencias en Weber de otras posibilidades históricas, de otras formas de procesos de racionalización. Y aunque él no se rindió nunca a la tentación de creer que existe una necesidad histórica, Horkheimer y Adorno, en sus últimos escritos, sí se acercaron mucho a mantener tal inevitabilidad histórica. Y en ellos existe una ironía más. Horkheimer, y especialmente Adorno, fueron firmes oponentes de Heidegger. Sin embargo, se da una sorprendente afinidad en los análisis que hacen del destino de la racionalidad occidental. Existe una fina línea que separa el análisis de la racionalidad instrumental de Horkheimer y Adorno, y el análisis que Heidegger hace del “pensamiento calculador”, Gestell (encuadramiento).
Max Horkheimer
Era algo característico de la generación más antigua de los pensadores de Frankfurt, oponer la racionalidad-instrumental, a la idea de una razón emancipatoria dinámica que Hegel denominó Vernunft (cordura, juicio). Pero la apelación a la Vernunft, a la Razón que se actualiza dinámicamente a través de la historia, se hizo menos y menos convincente a la luz de los trágicos acontecimientos del siglo XX. Adorno, en sus últimos escritos, oscila entre un desesperante pesimismo cultural, en el que una teoría crítica con una intención emancipatoria, no constituye ya una posibilidad histórica real, y la esperanza de que exista una nueva estética de la reconciliación.
Habermas era muy consciente de la manera en que podrían interpretarse la “conclusiones” de Horkheimer y Adorno, como una profundización de la tesis weberiana del desencantamiento del mundo. Para resolver las aporías de la “Dialéctica de la Ilustración” (de Horkheimer y Adorno), para enfrentarse al desafío de Weber, para justificar la posibilidad de una teoría crítica de la sociedad viable, no se requería si no, repensar la cuestión de la racionalidad y los procesos de racionalización.
Pero existía otro rasgo relacionado con los pensadores de la Escuela de Frankfurt, que preocupaba a Habermas. La Teoría Crítica se identificaba con el legado marxista. La misma idea crítica, como vía media entre la filosofía y la ciencia positivista, se retrotraía a sus orígenes marxistas. Marx había intentado forjar una nueva síntesis dialéctica, de la filosofía y de la comprensión científica de la sociedad. Y la herencia de Marx se reafirmó en los primeros días de la fundación del “Instituto para la Investigación Social” de Frankfurt. Pero la Teoría Crítica, entre 1920 y 1960, se encauzó en una dirección que era muy diferente del desarrollo de Marx. La preocupación por desarrollar una crítica sustantiva de la economía política, era cada vez menor. Esto se debía en parte a un escepticismo en aumento, acerca de la posibilidad histórica de algo que se pareciera, a la “revolución proletaria” que Marx había profetizado; al surgimiento del fascismo; a la resistencia del capitalismo a una transformación radical; y a la perversión del marxismo en la URSS. Pero la Teoría Crítica se había distinguido de la teoría social “tradicional”, por su habilidad para especificar aquellas potencialidades reales, de una situación histórica concreta, que pudieran fomentar los procesos de la emancipación humana, y superar el dominio y la represión.
Theodor Adorno
Habermas entendió claramente, la necesidad de volver al espíritu de lo que Marx había intentado. Un proyecto en el que se reafirmó en los primeros días del “Instituto de Investigación Social”. Tenían que desterrarse, de un modo honesto pero despiadado, los errores que existían en el legado marxista, y mostrar por qué el análisis que hizo Marx de las sociedades capitalistas del siglo XIX, no era ya adecuado para explicar la sociedades industriales del siglo XX (modestamente, la misma intuición de desconfianza que se me planteó a mí, cuando comencé, en la universidad, a leer sobre Marx).
Para Horkheimer y Adorno, el carácter y destino de las ciencias sociales, formaban parte del “problema” de la modernidad, y por lo tanto no eran un modo factible de “resolver” este problema. Pero para Habermas, la tarea era apropiarse de los desarrollos más prometedores de las ciencias sociales, e integrarlos en una ciencia social crítica. Pues una Teoría Crítica sin contenido empírico, podía degenerar fácilmente en un gesto retórico vacío.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Julio del 2015.



martes, 4 de agosto de 2015

Sinceridad o Ironía

Creo que utilizo mucho ¿demasiado? la ironía en mis conversaciones y escritos, siempre que debato con alguien o sobre algo, como recurso alternativo a la inmisericorde respuesta o a la expresión soez. Lo he heredado de los Alonso, pero el problema está en que muchos no acaban de entender esa manía mía. De ahí las reflexiones que siguen.
Nunca he estado de acuerdo con aquellos que van defendiendo la sinceridad absoluta en todo momento, con quien sea y por dura y desagradable que resulte. Creo que si no respetáramos unas mínimas normas de empatía, de respeto, de urbanidad (como se decía en tiempos de mis padres) de misericordia, la convivencia resultaría imposible. Frecuentemente, pienso, la amabilidad no es sólo una forma de cortesía y de buena educación; tampoco es un rasgo superficial que ayuda a ir por la calle, dejando un rastro de falsas sonrisas. En mi opinión es una forma de ética, ya que reconoce que el otro también existe, y merece ser respetado y tratado con gentileza. Juan Carlos Onetti apuntó de pasada en uno de sus relatos: “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes vacíos que tomarán la forma del sentimiento que los llene”.
Juan Carlos Onetti
Y ello no sólo referido a las relaciones humanas, si no también a la política y a la democracia. Me preocupa esa moda de algunos talibanes de la “transparencia total y absoluta”. Cierto que la vida política debe ser lo más transparente posible. Pero ese criterio llevado a su extremo, en muchos espacios bloquearía la posibilidad de una acción política sensata y efectiva. Recuerdo cuando el PP en la oposición, en los tiempos de Aznar, exigía que en las Cortes se conocieran y discutieran, las acciones de los servicios de inteligencia, en su lucha contra ETA. Eso, para que los terroristas estuvieran al tanto de antemano, de por donde les iba a llegar el próximo golpe. Y respecto a esto de las consecuencias de la extrema sinceridad en política y/o en democracia, Ignacio Vidal-Folch escribía en El País el pasado 5 Julio: “Aunque pensemos que el otro es estúpido, o que lo son las ideas que expone, nos guardaremos mucho de decírselo, pues si lo hiciéramos sería imposible el debate, se rompería la baraja. Cuando le dices al otro, aunque sea en el tono más tierno y comprensivo, e incluso palmeándole afectuosamente la espalda, que es un idiota, puedes apostar a que se lo tomará mal y el debate se habrá terminado allí mismo. No hay diálogo ni democracia posible en estos términos de extrema sinceridad. Sólo las personas francamente descorteses y desagradables (y por consiguiente no muy inteligentes) verbalizan esa verdad universal: que el otro es necio”.
Con el tiempo he podido comprobar, con satisfacción, como algunos escritores y filósofos (Renan, Fichte, Ortega…) también, por lo menos en eso, andaban en mi onda. Y me impresionó mucho el libro de Juan Cruz (gran escritor y periodista en El País, al que tuve el honor de conocer en persona) “Contra la sinceridad”, que leí en Enero del 2001, en el que escribía: “La sinceridad no es la verdad”. Y citaba a Antonio Machado: “Tu verdad no, la verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdala”. O al filósofo alemán de los aforismos, Liechtenberg: “Es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud, sin chamuscarle la barba a alguien”. Pues eso, sinceridad con respeto y empatía hacia nuestro interlocutor. Transparencia en la política siempre que sea racionalmente posible, y no traspase los límites de la vida privada, de nuestra intimidad más esencial. Javier Marías escribía el otro día en El País Semanal: “La humanidad está cayendo, una vez más, en la tentación de carecer de límites, y de no ponérselos. Si las nuevas tecnologías nos lo permiten todo, hagamos uso de todo hasta las últimas consecuencias, parece ser la consigna. Sepamos hasta el último detalle de los pasos de cualquiera, sus compras, sus gustos, sus amistades, sus amoríos, sus prácticas sexuales, si se masturba o no en casa, que escribe, que conversaciones tiene, qué ve, qué escucha, qué lee, a qué juega, su historial médico, cómo vive y cómo muere… Hace sólo un par de generaciones, el 1984 de Orwell nos parecía a todos una pesadilla, un infierno”.
Por favor algo más de contención, e Ironía como alternativa, para respetar unas mínimas normas de convivencia.
Johann Fichte
Recuerdo que mi padre, para calificar a algo de grosero o de mal gusto, utilizaba el vocablo “chabacano”. Pues bien, hace unos días, me topé con un texto de Ortega en el que se refiere a ese término. “Un síntoma extremo de achabacanamiento, puede descubrirse en el afán de sinceridad que ahora sentimos todos, por esa moda que se nos ha impuesto… La sinceridad, según parece, consiste en el deber de decir lo que cada cual piensa; en huir de todo convencionalismo, llámese lógica, ética, estética o buena crianza… Cuando alguien me advierte que quiere ser sincero conmigo, pienso siempre que, o me va a referir algún incidente personal, sólo para él interesante, o va a comunicarme alguna grosería. Todas las filosofías cínicas han hecho su entrada en la sociedad, arropándose con los guiñapos de la franqueza”.
¿Qué sería de nosotros sin los convencionalismos? ¿Qué es la cultura sino un convencionalismo? Lo sincero, lo espontáneo en el hombre es, a no dudar, la animalidad del orangután. Lo demás, lo que transciende de orangután y le supera, es lo reflexivo, lo convencional, lo artificioso. Para Fichte, el destino del hombre era la sustitución de su “yo” individual por el “yo” superior. Y que no nos asuste la metafísica (diría Ángel Gabilondo) ese “yo” superior es meramente el conjunto de las normas: el código de nuestra sociedad, la ley lógica, la regla moral, el ideal estético. Y es también “la buena educación”.
El romanticismo, el anarquismo, el energumenismo, la prepotencia impostada o no… acaso no sean más que ensayos para justificar la debilidad del hombre, en la pugna con su orangután interior. Por el contrario para Ortega, y también para mí, el clasismo significa el amor a la ley, el lujo del hombre fuerte que se posee a sí mismo, que se controla, y somete a normas la influencia excesiva de su energía, o lo que es lo mismo, el sistema de la Ironía, de la continencia. Por eso pertenece a Grecia ¡¡de nuevo Grecia!! el nombre de pueblo clásico: la continencia se inventó en Esparta; la ironía floreció por primera vez en Atenas. Y por eso Goethe es un clásico cuando dice: “Sólo el grosero sigue su capricho/el noble aspira a ordenación y a ley”. La cultura es siempre la negación de la naturaleza, y como en el hombre a lo natural llamamos espontáneo, tendremos que definir la cultura, como la negación de lo espontáneo, es decir, Ironía.
Ernest Renan
El lujo de sacrificar a la norma, que no es si no una ficción, caracterizaba para Renan la ironía radical de la cultura. Sólo una disimulación de lo que espontáneamente somos, y una simulación de lo que es nuestro hermano, nos reunirá y nos hará confluir como las aguas de dos manantiales. Pues bien, disimulo y simulación se dicen en griego: Ironía. Así los dos elementos del espíritu de Renan, la tolerancia y la ironía, se explican el uno por el otro. La tolerancia activa, la que nos hace pasar milagrosamente al través de la intimidad de otros, es imposible sin la ironía, sin la pasajera negación de nuestro carácter.
No, no seamos sinceros, ni espontáneos, ni románticos, suplantemos nuestro “yo” real por un “yo” normal, normativo, de tan exquisitas superfluidades. Los románticos sólo nos retrotraerían a la inocencia originaria y edénica. Frente a todo esto, opongamos la clásica ironía y finjámonos ya absolutamente europeos, defensores de las ficciones bien fundadas a lo largo de la solidaridad histórica: la lógica, la ética, la estética y la bonne compagnie. Como la función crea el órgano, el gesto crea el espíritu, y una postura digna facilita la dignidad. La materia no es nada; el orden, la medida, la ficción, lo convencional, la postura, lo son todo. Y deberíamos exclamar como una vez Renan: “Me gusta ponerme de rodillas delante de nada”.

Palma. Ca’n Pastilla a 12 de Julio del 2015.