Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

martes, 18 de agosto de 2015

De la Historia y los historiadores (I)

Durante los días en que la crisis de Grecia estuvo en candelero, reflexioné bastante ¿deformación profesional? acerca de la Historia, de lo poco que se conoce sobre ella, y de lo torticeramente que se aprovecha ese poco. Y sobre si eso sería culpa de los historiadores profesionales y reconocidos, y de los aficionados que nos atrevemos a escribir sobre ella. Y esas reflexiones me llevaron a leer de nuevo, el diálogo entre dos grandes historiadores, Timothy Snyder y Tony Judt, que aparece en el libro del último “Pensar el siglo XX”. En el mismo, Timothy y Tony dialogan sobre que significa no ser un historiador mediocre, al servicio de la última moda; para qué sirve la Historia; y cómo puede ejercerse el oficio de historiador de forma respetable.
Y comienzan analizando el enfoque de la gran narrativa, que tenía una forma liberal o socialista. El mejor ejemplo – en sentido peyorativo – de la forma liberal, lo representa (en opinión de Judt) el concepto de Herbert Butterfield, de la “interpretación whig de la historia”: que las cosas mejoran; puede que el propósito de la historia no sea que las cosas mejoren, pero de hecho lo hacen. Y esa perspectiva liberal, esencialmente angloamericana, funcionaba perfectamente cuando se aplicaba, por así decirlo, a las sociedades atrasadas. Por su parte el relato socialista, era una adaptación de la historia del progreso liberal. Difería, bien sûre, en cuanto al supuesto, de que la historia del desarrollo humano quedaría bloqueado en un momento dado – la etapa madura del capitalismo – a menos que avanzara firme y conscientemente hacia un objetivo preestablecido: el socialismo.
Y había otra perspectiva, que desde la izquierda tendemos a considerar como insuficientemente cuestionada, o bien conscientemente reaccionaria: que la historia es un relato moral. Pues en ese caso la historia deja de ser un relato de la transición y la transformación. Su propósito y su mensaje moral nunca varían: son sólo los ejemplos los que cambian con el tiempo. En esta clave, la historia puede ser un relato de terror reproducido hasta el infinito. O bien, y también a la vez, la historia se convierte en un conte moral, ilustrativo de mensajes y propósitos éticos y religiosos: “la historia es filosofía enseñada mediante el ejemplo”, por usar una famosa frase.
A día de hoy, no nos sentimos cómodos con nada de eso. Es difícil hablar de la historia del progreso. No quiere decirse que no podamos ver progreso por todas partes, si nos lo proponemos, pero también podemos ver tanto retroceso, que no es fácil afirmar que el progreso, sea la condición por defecto de la historia humana. Y en cuanto a la ética pública, a pesar de Kant, seguimos careciendo de una base consensuada que no sea religiosa en su origen. Así que la consecuencia de la imposibilidad, tanto del enfoque whig como del moralizador, es que los historiadores no sabemos, con frecuencia, lo que estamos haciendo. Si les preguntáramos hoy a muchos historiadores, cual es el propósito de la historia, o cual es su naturaleza, o de que trata la historia, nos mirarían con cara de tontos. La diferencia entre los buenos historiadores y los malos, es que los buenos pueden arreglárselas sin una respuesta a estas preguntas, y los malos no. Pero aún si estos últimos tuvieran respuestas, seguirían siendo malos, ya que simplemente contarían con un marco, una plantilla dentro de la cual podrían funcionar. En lugar de eso, cuentan con pequeñas plantillas – raza, clase, etnia, género… - o bien una versión residual, neomarxista, de la explotación.
En un momento dado del diálogo, a la pregunta de Snyder sobre la ética profesional del historiador, Judt contesta: “Durkheim más Weber, en vez de Butterfield menos Marx”. Uno no puede inventar o explotar el pasado, para fines presentes, y esto es menos obvio de lo que parece. Porque la cuestión es revelar algo sobre el pasado, que los relatos convencionales hayan camuflado: corregir alguna mala interpretación del pasado, generalmente con el fin de engranarlo como prejuicio en el presente (algo de lo que han hecho muchos “analistas” en el tema de Grecia, al referirse a la Alemania de 1918 y el Tratado de Versalles). Supone una traición evidente al propósito de la historia, que es ¿sólo? interpretar el pasado.
Quentin Skinner
Soy consciente de que muchos historiadores, no sólo los aficionados como yo, intentan o intentamos, no sólo corregir una mala interpretación del pasado, sino también identificar deslices comparables en el presente ¿quizás un error, una demasía? puede. Pero, por mi parte, sigo pensando que, a pesar del peligro del exceso, los historiadores, al escribir sobre el pasado, no deberíamos olvidar nunca sus implicaciones actuales. Lo que puede marcar la diferencia entre esas concepciones, me parece a mí, es la plausibilidad del relato. Un libro o un escrito de historia, triunfa o fracasa por la convicción con la que cuenta su relato. Si suena a cierta, para un lector inteligente e informado, entonces es un buen libro o escrito de historia. Si suena a falsa no lo es, aunque esté bien escrito y su autor sea un gran historiador, con una sólida formación académica. Pero claro, entonces ¿quién debe valorar la plausibilidad? Yo no podría, ni lo intentaría, juzgar por ejemplo, la plausibilidad de una narración sobre el auge de las ciudades medievales, pues me especialicé en Historia Contemporánea. Y esa es la razón por la que la historia constituye necesariamente, una empresa intelectual colectiva, basada en la confianza y el respeto mutuos. Sólo el insider bien informado, puede juzgar si un trabajo de historia es bueno.
Yo creo que hoy en día, salvadas algunas excepciones, los historiadores sufrimos una especie de doble inseguridad. En primer lugar seguimos sin tener muy claro en que categoría del mundo académico encaja nuestra especialidad ¿dentro de la Humanidades? ¿de las Ciencias Sociales? En las décadas de 1960 y 1970 (cuando yo estudié Económicas, y luego Historia) a los historiadores solía agradarles bastante la idea de que se les incluyera dentro de las Ciencias Sociales, pues por entonces la Humanidades, tenían poca influencia dentro de las estructuras institucionales, y en sus procesos de toma de decisiones. Las Ciencias Sociales se consideraban a sí mismas científicas, en el mismo sentido que la Física. En cambio las Humanidades – mucho más cerca del pozo negro de la teoría – venían a considerar la Historia, culposamente carente de metacategorías autorreflexivas, y desagradablemente empírica en lo que pasaba por ser su metodología.
Este complejo de inferioridad, me parece, vendría a explicar en gran medida, la fascinación que los historiadores actuales muestran por la teoría, por la filosofía, los modelos, los “marcos” ¿algo de eso me ocurre a mí? Estas herramientas, que son lo que son, proporcionan la tranquilizadora ilusión de una estructura intelectual: una disciplina con normas y procedimientos. Y puede que por ello, el enfoque “crítico” de los historiadores, a menudo consiste en poco más que aplicar, o rehusar aplicar, una cierta etiqueta a los propios colegas. El proceso no puede ser más solipsista: etiquetar a alguien (afirma Judt) es etiquetarse a uno mismo.
No se puede escribir sobre historia general de esa manera. En la década de 1960, cuando yo estudiaba en la Complutense de Madrid, circulaban una serie de brillantes artículos de Quentin Skinner, en los cuales reformulaba la metodología de la historia de las ideas, e intentaban demostrar lo incoherente que era escribir historia intelectual, sin poner las ideas en su contexto. Las palabras y los pensamientos, tienen un significado específico para los lectores y escritores de cada época, y no debemos extraerlos de ese contexto, si queremos entender lo que significaban en su tiempo.
Diez años más tarde Skinner publicó “Los fundamentos del pensamiento político moderno” una extensa historia narrativa, maravillosamente construida, del pensamiento político europeo desde finales de la Edad Media, hasta los albores de la Era Moderna. Con el fin de lograr la meta que perseguía, en el libro deja de lado, deliberadamente, el meticuloso historicismo propio hasta ese momento del autor. Y en mi modesta opinión, eso es lo que debe hacerse.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Julio del 2015.



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