Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 18 de abril de 2019

EL NAZISMO Y LA FILOSOFÍA

Con el paso del tiempo y la dosificada entrega de documentos por parte de su hijo, a los archivos de Marbach, donde se pueden consultar, la figura de Heidegger ha quedado manchada, por una verdad que ya no es posible ignorar: aceptó el Rectorado de la Universidad de Friburgo, cuando Alemania ya se había decantado claramente por el régimen nazi. Y se afilió al partido de Hitler (el NSDAP, Partido Nacionalista Obrero Alemán) como condición “sine qua non” para ocupar el cargo. Pero para muchos devotos de Heidegger, esta circunstancia de su biografía no plantea ningún problema, ni pone en entredicho su filosofía.
En mi simple condición de aficionado a la filosofía, acepto que Heidegger fue, ciertamente, el autor de una ontología de primera categoría – aunque coincido con Pierre Bourdieu, cuando la calificó de un “galimatías abstracto” – y de una reconsideración de la pregunta sobre el ser, que nos permite dibujar el arco amplísimo de la filosofía, que va de los presocráticos hasta el mismo Heidegger. Pasando, “ça va de soi”, por el descrédito del racionalismo cartesiano, pascaliano y spinozista, los empiristas ingleses, “bien sûr”, la filosofía ilustrada de Kant y, en menor medida, la romántica de Hegel.
Nos recordaba el otro día Jordi Llovet, que ya hay demasiados textos de Heidegger, que demuestran que estuvo convencido – puede ser que toda su vida, pues jamás se desdijo de lo que había dicho, en los diez meses 1933-1934 de rectorado en Friburgo – de una serie de tesis que le hermanaban, ante la perplejidad de sus discípulos, con las necias autoridades académicas e intelectuales del régimen de Hitler.
Heidegger dentro del círculo
El texto que más se conocía hasta hace poco, era el famoso discurso de su toma de posesión del rectorado, “La autoafirmación de la universidad alemana”, en el que se podían leer párrafos como este: “El mundo espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural, y tampoco un arsenal de conocimientos y valores utilizables, sino el poder que más profundamente conserva la fuerza de su raza y de su tierra”. Se trata, como podemos detectar con cierta facilidad, los que nos hemos especializado en historia contemporánea, de una versión del lema nazi más fundamental: “Blut und Boden”, “Sangre y Tierra”. Pero hay más, pues dijo Heidegger que había que “eliminar la libertad académica”, para supeditar toda la enseñanza y toda la vida universitaria, al “destino” (palabra favorita de todo totalitarismo) de Alemania.
Gracias a la “generosidad” del hijo de Heidegger, Hermann, los investigadores han podido tener acceso a una cantidad importante de declaraciones, conferencias públicas y seminarios del filósofo, que producen realmente angustia, especialmente entre los años 1933 y 1935. Mucho de ello lo podemos leer en un libro apasionante, que acaba de publicar Emmanuel Faye, “Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía”. Heidegger habría sido el filósofo ideal para el pensamiento totalitario del nacionalsocialismo, si no hubiera sido porque lo corifeos de Hitler, consideraban infecto cualquier acto de pensar a fondo sobre cualquier cosa, no digamos ya del propio acto de disentir.
Quien desee profundizar en el tema que hoy nos lleva, haría bien en leer o releer la gran obra del filósofo, “El Ser y el Tiempo” (reconozco que es un libro que a los simples aficionados nos desborda). En el mismo descubrimos, sí, un gran pensador. Pero nos toparemos con párrafos como éste: “Si el Dasein (ser-ahí) existe como estar-en-el-mundo, pero estando con otros, su devenir es un devenir con los otros, y queda determinado como destino común. Con este término designamos el devenir de la comunidad, del pueblo”. La palabra mítica, “pueblo”, “Volk”, la llave maestra para entender cualquier totalitarismo. Y que yo, como he repetido con frecuencia, aún no sé bien que significa.
Pues eso.


Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Febrero del 2019

viernes, 12 de abril de 2019

MI AMANTE LA RAZÓN

Me tengo por un insistente amante de la Razón. Esa hermosa dama de difícil acceso y complicada compañía. Fue mi padre en mi niñez, el que primero me habló de ella, describiéndome sus rasgos más elementales. Pero fue en casa de Bertrand Russell, donde la conocí siendo ya un veinteañero ávido de conocimientos. Allí la frecuente durante años. En las últimas décadas del siglo pasado, se mudó a los hogares de Hannah Arendt y Jürgen Habermas. En ellos la sigo tratando con asiduidad. Pero la Razón es una amante casquivana, que con frecuencia te abandona, dejándote acunado en los agradables brazos de sus rivales, la Pasión y la Emoción. Sabe muy bien que volverás a ella, cuando las ensoñaciones de sus rivales, te lleven a darte de narices con la dura realidad.
Mucho se ha escrito e investigado, libros y libros, tesis doctorales y magistrales conferencias, sobre que es la Razón. Y a día de hoy, aún no estamos todos de acuerdo, al respecto.
Habermas considera que la razón es algo que sólo nos es dado a través del diálogo. La racionalidad reside en la organización, de una formación de la voluntad general no coaccionada, es decir, en el telos ('fin', 'objetivo' o 'propósito' en griego) de una intersubjetividad, exenta de toda coerción, de la comunicación.
En su obra “La teoría de la acción comunicativa”, el gran filósofo alemán nos explica que la idea de razón, haya su fundamento en la forma de reproducción, que caracteriza una especie animal dotada del lenguaje. En la medida en que efectuamos, de forma general, actos de lenguaje, nos vemos sometidos a los imperativos de la potencia sobre la que – bajo el venerable nombre de “razón” – nos gustaría basar la estructura de un discurso posible. En este sentido – añade Habermas – parece juicioso hablar de una relación inmanente a la verdad, que es inherente al proceso vital de la sociedad.
Fiesta de la diosa Razón
En el 14 Congreso alemán de filosofía, en su aportación bajo la denominación de “La unidad de la razón en el seno de la pluralidad de voces”, Habermas abogó a favor de un concepto de razón “modesto”, dosificando los márgenes de maniobra, en los muy diversos modos de vida individuales, susceptibles de cohabitar pacíficamente. A estos diversos modos de vida les asocia el término de “intersubjetividad intacta”, que presenta como “la anticipación de relaciones simétricas que permiten, en toda libertad, un reconocimiento recíproco”. A todo eso asocia el sentido moderno de un humanismo que, desde hace tiempo, ha encontrado su expresión, en la vida consciente de ella misma, de la realización del sí mismo autentico y de la autonomía. Pero humanismo que va más allá de la simple afirmación del sí mismo.
Pero no todo el mundo está de acuerdo en esto con Habermas. Por ejemplo Richard Rorty, el filósofo estadounidense, no cree que la razón comunicacional habermasiana, pueda ser considerada como un “don natural de los hombres”. Él la considera más bien como un “conjunto de prácticas sociales”. Pensar como Habermas, dice Rorty, que la razón es comunicacional y dialógica, sería remplazar la responsabilidad referida a otros seres humanos, por la responsabilidad con respecto a un criterio no humano.
Modestamente yo pienso, como otros tratadistas, que Habermas permanece fiel a la tradición filosófica que, literalmente, hace descansar sobre nosotros la idea de razón, en tanto que facultad humana vinculada, de una manera u otra, sobre la autentica realidad.
Pues eso.

Palma, Ca’n Pastilla a 16 de Febrero del 2019.

lunes, 8 de abril de 2019

PEDRO SÁNCHEZ. "POTESTAS" Y "AUCTORITAS"

La otra noche leyendo a Giovanni Sartori, mi pensamiento se centró en el hecho de cómo Pedro Sánchez, después de increíbles vicisitudes y según mi opinión, ha logrado aunar en su persona, la “auctoritas” y la “potestas”. Para aquellos que no estén demasiado acostumbrados a estas disquisiciones terminológicas, me explicaré un poco más.
Autoritarismo viene de autoridad y fue acuñado por el fascismo, como término apreciativo. Luego, con la derrota del fascismo y del nazismo, autoritarismo se convirtió en un término peyorativo, que significa “mala autoridad”, un exceso y un abuso de autoridad, que aplasta la libertad. Autoritarismo se corresponde, como opuesto, más con libertad que con democracia. Autoritarismo es una cosa, y autoridad otra cosa totalmente diferente. El sufijo “ismo” separa dos conceptos casi antitéticos.
Auctoritas” es un término romano. Y para conocer la tortuosa evolución del concepto, bueno es leer a Hannah Arendt. Para los romanos “auctoritas” (autoridad) siempre fue diferente de “potestas” (poder) y, para ellos, “auctoritas” estaba estrechamente ligada a “dignitas”. Como señalaba Jaim Wirszubski, académico y teólogo lituano: “es la “dignitas” lo que sobre cualquier otra cosa, dota a un romano de “auctoritas”. Y la “dignitas” implica la idea de mérito, y contiene la idea del respeto inspirado por ese mérito. Si juntamos todas esas ideas, resulta que – al final de una larga evolución histórica – hoy “autoridad” significa, en el uso común, “un poder que es respetado, aceptado, reconocido, legítimo”.
Pero profundicemos un poco más en la distinción entre poder (“potestas”) y autoridad (“auctoritas”). De por sí, etimológicamente, “poder” es un sustantivo inocuo. Tener poder de hacer significa “yo puedo, tengo la capacidad o me está permitido”. Pero se trata de ver con qué medios el poder “manda hacer” ¿Con incentivos? ¿Con privaciones? ¿Con coerción y uso de la fuerza? Cuando se llega a “mandar hacer” amenazando o usando la fuerza, entonces percibimos el poder político en su elemento más característico, de acuerdo con la definición clásica, que daba de él Max Weber: “el uso legal de la fuerza”. Pero ninguna sociedad puede simplemente reducirse y reconducirse, en su orden, a las órdenes que la gobiernan. Para explicar un orden social, hacen falta otros ingredientes, y entre ellos la autoridad. Y la autoridad explica, lo que el poder no explica.
Autoridad, como hemos dicho, es “poder aceptado, respetado, reconocido, legítimo”. La autoridad no manda, influye; y no pertenece a la esfera de la legalidad, sino a la de la legitimidad. Ya lo decían los romanos: la autoridad se basa en la “dignitas”. Y Jacques Maritain, el filósofo católico francés, lo resume en esta conclusión: “Denominaremos ‘autoridad’ al derecho de dirigir y de mandar, de ser escuchado (como también escribía Ignatieff en su obra “Fuego y cenizas”) y obedecido por los demás; y ‘poder’ la fuerza de que se dispone, y por medio de la cual, se puede obligar a los demás a escuchar o a obedecer… Por tener una parte de poder, la autoridad desciende hasta el orden físico; en cuanto autoridad, el poder se eleva hasta el orden moral”.
El ‘poder’ como tal, es un hecho de fuerza sostenido por sanciones, es una fuerza que se impone desde arriba. En cambio la ‘autoridad’, emerge de una investidura espontánea, y obtiene su fuerza del reconocimiento: es un “poder de prestigio”, que recibe de éste su legitimación y su eficacia. De lo que puede deducirse que una “buena democracia”, debe tender a transformar el poder en autoridad, y que el ideal de las fuerzas democráticas, debería ser el de reducir las “zonas de poder”, para sustituirlas por personas y organismos, dotados de autoridad.
Aclarado eso, me parece que se entenderá mejor por qué opino que Pedro Sánchez, a su “potestas”, ha añadido ya la “auctoritas”. Cada día que dispongo de algo de tiempo, me trago todos los vídeos de los actos electorales de Pedro. No lo hago por descubrir que dirá el Presidente, ya lo sé o me lo imagino. Lo que me interesa es el ambiente del acto, si hay verdadera ilusión o simple asistencia formal. También conocer a los potenciales líderes, de la nueva generación del PSOE. Descubrir en ellos, entre los candidatos a las generales o municipales, los que son de verdad buenos, o los que no pasan de auténticos peñazos, puestos ahí por el aparato.
Y volviendo a Pedro, más que lo que dice, me gusta analizar como lo dice, vía el mensaje corporal. La “potestas”, el poder, lo adquirió ya tras aquellas primarias increíbles que vivimos. Salió elegido de forma rotunda Secretario General, y nuestra ley, los Estatutos, le otorgaron el poder, la “potestas”. Ahora ya no grita en los mítines, dice con sosiego, apelando a la razón política más que a los sentimientos. Apela al sentido del humor, a la ironía, y se siente a gusto en ello. Los movimientos de su cuerpo son más reposados, más elegantes, su “estar” tranquilo no parece nada impostado. Su renuncia a cualquier insulto hacia los adversarios, no parece mera estrategia, sino seguridad en si mismo. Y todo eso, me parece, revela que ya se siente provisto de la “auctoritas”, de la “dignitas”, más allá del simple poder.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Abril del 2019


jueves, 4 de abril de 2019

CICERÓN Y KANT. MORAL Y DEBER

Por lo que he podido leer hasta hoy, son muchas las áreas de coincidencia entre Kant y Cicerón. Los dos pensaban que la ética estaba basada en la razón y era opuesta cualquier tipo de impulso, los dos rechazaban el hedonismo. Cicerón usaba frases como “conquistado por el placer” y “roto por los deseos”, para describir acciones que carecían de virtud o de carácter moral. Kant sostenía por su parte, que sólo eran morales las acciones realizadas únicamente por deber, mientras que una acción motivada por el placer no era moral. Así, tanto Cicerón como Kant, ofrecían una teoría de la moralidad basada en el deber.
Aunque Cicerón, al igual que Kant, consideraba que el deber y la virtud, son los conceptos fundamentales de la moralidad, el primero sostenía que todo lo que concordara con el deber resultaría, en última instancia, más placentero que lo que contradecía la virtud. A fin de cuentas, el deber, como todas las cosas, se deriva de la naturaleza:
“La naturaleza ha dotado a todos los seres animados, del instinto de defender su vida y su cuerpo, y de huir de todo lo que parezca perjudicial, de buscar por doquier y preparar, todo lo necesario para vivir, como el alimento, el albergue. Instinto común de todos los animales, es el apetito de unirse con el fin de procrear”.
Los deberes se basan, en último término, en estas tendencias. Las acciones realizadas por deber, pueden, por tanto, ser caracterizadas como “acordes con la naturaleza”. Lo que es nuestro deber es también lo que es natural, y el consejo ciceroniano de que sigamos siempre a la naturaleza, es seguramente el precepto más famoso de su filosofía moral.
Cicerón
Pero Cicerón no derivó sus deberes directamente de la naturaleza. Afirmaba que la naturaleza ha dotado de razón a los seres humanos, y la razón es su carácter esencial. Por lo tanto, los deberes están también basados en la razón. Para Cicerón no podía haber conflicto alguno, entre obedecer a la naturaleza y obedecer a la razón. Lo que es verdaderamente racional, es también natural.
Los hombres somos animales sociales, y necesitamos de los otros, no sólo para las necesidades de la vida, sino también por razones de compañía y de expansión. Necesitamos la aprobación de los demás, y la vida moral está fundamentalmente interesada por tal aprobación. No nos basta con ser tenidos por honestos o buenos, queremos también ser honestos y buenos. Los deberes deben ser derivados de ciertas “fuentes de honestidad”, que para Cicerón eran cuatro: 1) percepción de la verdad, 2) conservación de la sociedad humana, 3) grandeza y firmeza de un ánimo excelso e indomable, 4) orden y medida en todo cuanto se dice y hace. “Estas cuatro virtudes están unidas, de forma que una no puede existir sin la otra (“Sobre los deberes”).
Los deberes relacionados con la “vida comunal” tienen influencia sobre todos los otros. “Los deberes que tienen sus raíces en la sociabilidad, conforman más nuestra naturaleza, que los extraídos del aprendizaje”. Así, la firmeza del carácter sólo se revela cuando se lucha por la “seguridad del grupo”, pero no cuando lo que se persigue, es la propia ventaja de uno. Somos animales sociales, y la ética es el estudio de nosotros mismos dentro de la sociedad.
“Debe cada uno conservar escrupulosamente sus cualidades personales, no defectuosas, para guardar el decoro que buscamos. Obrar de conformidad con nuestro carácter particular, de suerte que, aunque haya otros más dignos y mejores, midamos nuestras inclinaciones con la norma de nuestra condición. Porque no es apropiado resistir a la naturaleza, ni perseguir lo que no se puede lograr” (“De Officiis”).
Lo que nuestra naturaleza sea, depende mucho de nuestro papel social. La sociabilidad o comunicabilidad es, según esto, el principio más importante del que se deriva el deber. Los deberes están así, esencialmente relacionados con el estatus social, con algo que es público, que es parte de la esfera de la “res pública” o la comunidad. Los deberes tienen poco sentido fuera de la sociedad.
Como hijo de un artesano que fue miembro de un gremio, Kant había experimentado directamente, la clase de disposición moral o “ethos” de la que Cicerón y Christian Garve (filósofo de la Ilustración, coetáneo de Kant) hablaban. Y esa disposición fue siempre, muy importante para él. Sin embargo, estimaba, no era fundamental para la moralidad. La honradez era para Kant, una forma de moralidad “meramente” externa, o una “honestidad externa”. Había comprendido con claridad, que esa virtud dependía de un orden social, y por eso la rechazaba como base de nuestras máximas. El fundamento de la obligación moral, decía Kant, no puede encontrarse “en la naturaleza del hombre, ni en las circunstancias en el mundo en que está puesto, sino que debe ser buscado ‘a priori’, únicamente en los conceptos de la razón pura”.
Kant
Una ética ciceroniana cuyos fundamentos se encontrasen en la vida común, y expresada por conceptos tales como los de la honorabilidad (“honesta”), fidelidad (“fides”), compañerismo (“societas”) y decoro (“decorum”) era demasiado superficial y afilosófica para Kant. Por esta razón, Kant terminó rechazando, no sólo a Cicerón, sino también a todos los que trataban de elaborar una ética ciceroniana. Los deberes morales, no pueden ser derivados en modo alguno, del honor o la honradez. Esos deberes están basados, en algo que reside en nosotros y sólo en nosotros mismos: el concepto del deber que se encuentra en nuestro corazón y en nuestra razón. La moralidad está referida, a lo que genuinamente somos o deberíamos ser, y eso no tiene nada que ver, según Kant, con nuestro estatus social.
Al rechazar la honorabilidad, Kant está rechazando también implícitamente, uno de los principios fundamentales de la sociedad en la que vivía. La distinción entre los diferentes estamentos, no tiene ninguna relevancia moral. Como agentes morales, todos somos iguales. Cualquier intento de defender, o justificar las diferencias sociales por apelación a la moral, debe ser rechazado igualmente. El conservador “statu quo” tiene que ser impugnado.
Kant, a mi parecer, está diciendo que también nosotros, debemos subordinar toda consideración personal, el amor a uno mismo y las pasiones, a la única meta a la que vale la pena aspirar: ser moral. Esta meta tiene poco que ver con el sentimiento, y si mucho con la razón.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Enero del 2019