Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 17 de diciembre de 2018

AISLAR LOS RUIDOS

¿Sobrevivirá la democracia tal cual la conocemos, a las redes sociales? Ya he leído a varios tratadistas y analistas políticos, que se lo preguntan. Aunque no se trata de poner en duda, los muchos beneficios de Internet y su carácter en principio democrático, como digo, muchos están asustados o, al menos, preocupados.
Ya he escrito alguna vez, de los diferentes ritmos a que circulan la sociedad en red y los usos parlamentarios. La velocidad, esquemas y normas de comportamiento en las redes sociales, casan mal con los hábitos reflexivos y deliberativos que hemos heredado de la Ilustración, cuyos principios, no lo olvidemos, son los que inspiran la democracia representativa. Y aunque la Red sea consecuencia de una construcción lógica, sus efectos se incrustan en el universo de los sentimientos, de las emociones. A la verdad se opone la posverdad, a las noticias los hechos alternativos, y al razonamiento el ruido de las exaltaciones.
Podemos llevarnos las manos a la cabeza, pero la inmediatez, aunque también la levedad, de la imagen, se está imponiendo al peso del pensamiento. Del mismo modo que la efervescencia de la crispación, atrae más que el fatigoso diálogo en busca de consenso. Como si a nuestra atención, ya más modelada por los tuits que por las páginas de un libro, le costara penetrar en la profundidad de las ideas. Exigimos blanco o negro. A favor de uno u otro. Conmigo o contra mí. Compartimentamos la realidad en trincheras, y nos colocamos detrás de una en contra de la otra. Y así nos va, al menos de momento.
A pesar del ruido ambiente- se preguntaba el otro día Josep Ramoneda - ¿es posible que el principio de realidad, conduzca poco a poco a un espacio de entendimiento, por provisional que sea? Y Belén Gopegui, el pasado jueves en Barcelona, decía que “limpiando el ruido, aparece el sentido”. Ojalá que de eso se trate.
La política está hoy sumamente polarizada. Y eso nos pilla en descampado, a todos los que nos iniciamos en ella en la Transición e, incluso, en la clandestinidad. Muchos políticos se mueven hoy del blanco al negro y viceversa, pero la vida cotidiana sigue cargada de grises, de matices. La derecha española permanece aferrada al relato del golpismo, por mucho que cada vez son menos los que lo ven verosímil. Pero algunos sectores del soberanismo, siguen erre que erre en el unilateralismo, que desfallece día a día, porque por mucho que se repita una consigna, pasa siempre, se va desvaneciendo si no se hace carne.
El relato catalán de la intransigencia – uno de los factores del encabronamiento de la política – representado hoy por el President Torra, se sustenta ya solo sobre el calendario judicial. Es la situación de los presos – con una prisión preventiva que nos parece injustificable a algunos – la que permite a Torra presentar “argumentos”. Weber diría que está prevaleciendo la ética de las convicciones, por encima de la de la responsabilidad, que a mi me parece que es la que debe dirigir siempre, o casi siempre, la actuación de un político. Curiosamente - a pesar de las diatribas del President, y los ruidos de la pintura amarilla resbalando sobre las puertas, la agitación de los lazos amarillos y el flamear de las esteladas - los consellers del Govern catalán, negocian permanentemente con el Gobierno de Sánchez. Y los componentes de la mayoría soberanista, se esmeran en cumplir la legalidad, no fueran a pillarles en falso.
Según el tiempo va pasando, más me parece evidente la responsabilidad histórica del Gobierno de Rajoy, al derivar un conflicto que era, es, político, al ámbito de la justicia. Aún es pronto quizá, para verlo con claridad. Pero apostaría que ese será el juicio de los historiadores serios, cuando escriban sobre los acontecimientos de estos años.
No hay un “continuum” en el relato del soberanismo catalán, está construido a base de momentos y “días de gloria” sin conexión: la proclamación a hurtadillas de la República, con fuga incluida a Bruselas; el referéndum que no lo fue… Y ahora se articula el discurso sobre el “momentum”, la sentencia sobre los presos, como choque político y emocional que sublevaría a Cataluña, y despertaría a Europa.
Y se equivocan – escribía Ramoneda – los que piensan que da lo mismo Casado que Sánchez. No, no son lo mismo, ni los son sus posibles socios ni sus votantes. Y para empezar a caminar con buen pie en política, siempre hay que buscar afinidades, por pequeñas que sean. En política y en democracia, la base es la negociación, el compromiso sobre intereses discordantes, por coyuntural que sea. La unanimidad pertenece al mundo de las utopías. Pero para que la negociación sea útil y arribe a buen puerto, se requiere recuperar la palabra como medio de tejer un espacio compartido, que permita a cada uno jugar sus cartas. Ramoneda exige dos requisitos mínimos y previos: Primero un protocolo de comunicación, hablar el mismo lenguaje, compartir el significado de las palabras. Y segundo, el reconocimiento mutuo como interlocutores, sin negar a la otra parte la condición de tal, nos guste más o menos.
Y sí, hay mucho ruido que limpiar, antes que se abra un espacio de entendimiento.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Noviembre del 2018.

martes, 11 de diciembre de 2018

AL TANTO CON LA IZQUIERDA ESCLARECIDA

Me temo que estas reflexiones, a más de uno le van a parecer políticamente incorrectas. Pero no será la primera vez que advierto sobre una izquierda, que se cree superior, más culta, en posesión de la verdad única: aquella “gauche divine” de los sesenta y los setenta, la izquierda chic de ahora, los populistas de hoy.
El doctor Anthony Daniels (Theodore Dalrymple es el pseudónimo como escritor del doctor Anthony Daniels, médico y psiquiatra forense, columnista habitual en medios como The Spectator, City Journal, The Times y The Daily Telegraph) hace un par de años ya puso de manifiesto, como en la victoria electoral de Donald Trump, había jugado a su favor, el sentimiento de menosprecio (ético y estético) que el “stablishment” demócrata e intelectual, al menos una buena parte de él, había manifestado hacia la parte de la ciudadanía, dotada de opiniones toscamente conservadoras o rurales.
Es un gran error de los progresistas, opino yo que me cuento entre ellos, considerar que quienes tienen opiniones erróneas sobre la inmigración, el matrimonio homosexual, otras costumbres sociales tradicionales, la nación… no sólo están equivocados (que para mi sí lo están) sino que son personas moralmente malas, inferiores vistos desde una ética esclarecida. Y ahí es cuando la liamos, al meter en el mismo saco la moral, la ética y la política. No es que la política deba quedar al margen de la moral, por supuesto, pero tiene sus propias reglas, y sus diversas éticas como nos enseñó Weber. Como decimos los mallorquines: “no s’han de mesclar ous amb caragols”.
Hay de debatir duro con el adversario, sin complejo alguno, sin concesiones. Pero ojo a traslucir de nuestras palabras o dialogo corporal, un sentimiento de menosprecio a los adversarios. El maniqueísmo al final no es tan natural, como creen algunos. La vida no está hecha en blanco o negro. Y por lo menos a mí, me resulta inaceptable esta idea religiosa, de que “yo represento lo bueno”.
Traído el tema a nuestros lares. Tratar a los que se manifiestan nacionalistas españoles, o catalanes ya puestos, como rancios apestados por un fachorio congénito. Considerar la reacción antiinmigración, solo como una cuestión de falta de moralidad. Y las inclinaciones sexualmente conservadoras, como seguro índice de pecaminoso patriarcalismo. Al final, convertir el desacuerdo político en una cuestión moral, en la que los progresistas están en la verdad esclarecida, y los que no la ven así son todos unos fachas impresentables, se vuelve en contra de los primeros cual boomerang. Todo este batiburrillo de moral y política, esta exhibición de una supuesta superioridad moral e intelectual, es un tremendo error político, que aleja de la izquierda a muchos ciudadanos, que se sientes menospreciados.
Escribía el otro día José María Ruiz Soroa, que reaccionar con desprecio ante cualquier manifestación de nacionalismo español como algo rancio, cutre e irremisiblemente contaminado hasta el final de los siglos, por el franquismo nacional católico, no sólo es simplón (incluso en el reino de la simpleza en que vivimos) sino que es injusto para quienes se sienten (nos sentimos) españoles (no nacionalistas) que se ven tratados como apestados, mientras los nacionalismos periféricos, son valorados como legítima expresión de identidades. De esta manera el ciudadano español de ideología simple, elemental, termina por sufrir, como lo calificó Helena Béjar (socióloga en la Complutense) “una privación relativa y un sentimiento de dejación”. Y por supuesto, reacciona mal.
El miedo receloso del ciudadano de a pie, ante la inmigración, especialmente cuando muchos medios irresponsables, se empeñan en presentarla como una invasión imparable, es “normal” en ciertos grupos humanos no muy informados ni sofisticados. La reacción xenófoba, tiene mucho de “natural”, de elemental, no es algo tan elaborado y sofisticado como el altruismo y el cosmopolitismo. Sería la insociable forma de ser sociable que tiene el ser humano, como nos enseñaba Kant. Con ella deberíamos contar siempre, y superarla a base de educación, información y demostración, justo lo contrario del desprecio y el menosprecio, desde posiciones de superioridad moral. Porque sucede, además, que los más afectados por el miedo al otro distinto, son los menos favorecidos por la fortuna de una buena posición social e intelectual. Y estos colectivos, no lo olvidemos, tendrían que ser el pueblo de la izquierda.
Si el ser humano no hubiera estado abierto al cambio, la humanidad no hubiera salido de las cavernas. Pero si no hubiera en su condición humana, una atávica aversión al riesgo, hubiera vuelto a ellas hace tiempo. Este péndulo existe aún hoy, y lo inteligente políticamente hablando, es saber tratarlo con argumentos y ejemplos. No despreciarlo únicamente como algo maligno. Primero porque es darle excesiva transcendencia. Y segundo porque se rebota. Y entonces sí, llegan los fachas, los de verdad.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 29 de Noviembre del 2018.

lunes, 3 de diciembre de 2018

NO SABEMOS LO QUE NOS PASA

Me decía hoy un amigo: ‘siempre había sido una persona decidida y valiente, pero en estos meses estoy como asustado, no sé que me pasa’. Y entonces recordé las palabras de Ortega y se las repetí: “No sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa”.
Estar desorientado, “dépaysé” como dicen los franceses. Tal es siempre la sensación vital, me parece, que nos invade en las crisis históricas. Es como una sensación de hallarse en la divisoria de dos formas de vida, de dos mundos, de dos épocas. Como la nueva forma de vida todavía no ha florecido, aún no es lo que va a ser, sólo podemos buscar alguna claridad respecto a ella, respecto a nuestro futuro, volviendo la mirada a la vieja forma de vida, a lo que parece que estamos abandonando. Precisamente porque la vemos, a la vieja forma de vida, conclusa o casi, la vemos con la máxima claridad.
Vivimos originariamente hacia el futuro, disparados hacia él, decía Ortega. Pero el futuros es lo esencialmente problemático, no podemos hacer pie en él, no tiene figura fija, perfil decidido ¿Cómo lo va a tener si aún no es? El futuro es siempre plural, consiste en lo que puede suceder. Y pueden acaecer muchas cosas diversas, incluso contradictorias. De aquí la condición paradójica, esencial a nuestra vida, de que el hombre no tenga otro medio de orientarse en el futuro, que hacerse cargo de lo que ha sido el pasado, cuya figura es inequívoca, fija e inmutable ¿Deformación de un licenciado en historia? Explica Mark Lilla en “La mente reaccionaria”, que la esperanza puede verse decepcionada, pero la nostalgia es irrefutable. Atentos, porque no es lo mismo hacerse cargo del pasado, que la pura nostalgia.
Libros de historia
Precisamente porque vivir es sentirse disparado hacia el futuro, rebotamos en él y vamos a caer en el pasado, al cual nos agarramos con fuerza, para volver con él, en él, al futuro y realizarlo. El pasado es la única despensa, donde encontramos los medios para hacer efectivo nuestro futuro. Tengamos siempre presente, que no recordamos nunca porque sí. Con frecuencia insiste Ortega, en que nada de lo que hacemos en nuestra vida, lo hacemos porque sí. Recordamos el pasado “porque” esperamos el futuro y en vista de él. Aquí tendríamos el origen de la historia. El hombre hace historia porque ante el futuro, que no está en su mano, se encuentra con que lo único que tiene, que posee, es su pasado. Sólo de él puede echar mano: es como la pequeña nave en que se embarca hacia el inquieto porvenir.
Si hoy nos encontramos con el agrio aspecto de nuestra realidad, de nuestra circunstancia habría dicho Ortega, no es por casualidad, sino “porque” la vida Moderna fue como fue y ésta, a su vez, lleva dentro de sí el Renacimiento, que fue tal porque la Edad Media vivió como vivió, y así sucesivamente hacia atrás. Nuestra situación actual es el resultado de todo el pretérito humano – nada surge espontáneamente, nos explica el gran historiador John H. Elliot - en el mismo sentido en que el último capítulo de una novela, no se entiende si no se han leído los anteriores. Y es muy posible que una de las causas, que producen la grave desorientación respecto a sí mismo, en que hoy se halla el hombre, sea el hecho de que en las últimas generaciones el hombre medio, que sabe tantas cosas, no sabe nada de historia.
Ortega y Gasset
Con frecuencia, hasta donde alcanzo, Ortega ha escrito que el tipo de hombre que en el siglo XVIII o XVII, correspondía a lo que hoy es nuestro hombre medio, sabía mucho más de historia que el hombre actual. Por lo menos, conocía la historia griega y la historia de Roma, y estos dos pretéritos servían de fondo y daban profunda perspectiva a su actualidad. Pero en estos días, me temo, el hombre medio se encuentra, por su ignorancia histórica, casi como un primitivo, como un primer hombre, y de aquí – aparte otras cosas – que, en efecto, dentro de su alma vieja e hipercivilizada, broten de pronto, inesperados modos de salvajismo o de barbarie. “No recuerdan a Franco; no recuerdan la Guerra Civil; no recuerdan la Transición. De hecho tienen muy poco sentido de la Historia”, decía el otro día Elliot refiriéndose a las nuevas generaciones.
Tampoco es necesario darle muchas vueltas: la realidad radical es nuestra vida, y ésta es como es, tiene la estructura que tiene, porque las anteriores formas de vida fueron tales y como fueron, en línea concretísima de destino único. Por eso no se puede entender rigorosamente una época, si no se entienden todas las demás.
El destino humano es una especie de melodía, en la que cada nota tiene su sentido musical, colocada en su sitio entre todas las demás. Por eso la canción de la historia, sólo tiene sentido cantada entera. Es incomprensible a base de tuits inconexos. “La historia es sistema”, un sistema lineal tendido en el tiempo. La serie de las formas de vida humana que ha habido, no son tantas, no son infinitas, tantas como generaciones diría Ortega, unas cuantas precisas y determinadas, que se suceden unas a otras y salen unas de otras.
No perdamos de vista que en la vida humana va incluida toda otra realidad, “la” realidad radical. Y cuando una realidad es “la” realidad, la única que propiamente hay, es, claro está, transcendente. He aquí seguramente por qué la historia – aunque algunos no lo vean o crean así – es la ciencia superior, la ciencia de la realidad fundamental. Ella y no la física.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Noviembre del 2018.


sábado, 1 de diciembre de 2018

INTELECTUAL

Mucho se ha escrito y debatido sobre el término y concepto de “intelectual”, desde que se utilizó por primera vez en Francia, con motivo del “Affaire Dreyfus” allá a finales del siglo XIX.
No hace mucho, leyendo el interesante libro de Stuart Jeffries “Gran Hotel abismo”, que recomiendo a todos aquellos que tengan algún interés por la “Escuela de Frankfurt”, recordé la aportación de Theodor Adorno, más práctica que semántica, a dicho debate. Fue Adorno quien evocó explícitamente, en sus tomas de posición pública, la función crítica de los intelectuales, y quien elaboró, con su manera de utilizar públicamente la razón crítica, un nuevo tipo de intervención intelectual. Esa forma de actuar en público, debería ejercer una influencia importante, sobre el entonces joven Habermas. Sus posiciones sobre la “vigilancia crítica”, en su texto consagrado a Heidegger, parecen constituir una primera referencia directa, a ese modelo de intelectual con el que se identificará a no mucho tardar.
“El intelectual debe poder exasperarse
pero debe, sin embargo, tener suficiente juicio político
para no sobreactuar”.
(Jürgen Habermas)
“Sentado entre dos sillas, estructuralmente apátrida, sin domicilio fijo en el plano trascendental”, así definía Karl Mannheim, al intelectual que evoluciona libremente en la esfera social, que no proviene de ningún grupo específico, ni se deja asignar a ninguno.
Ni el nacimiento ni el origen predestinan el estatus de intelectual. Y el hecho de ejercer una profesión intelectual, no predestina tampoco a expresarse como tal en ciertas circunstancias. El verdadero intelectual es algo más raro y, justo por esa razón, algo culturalmente visible. Ralf Dahrendorf y Michael Walzer han evocado a su vez, la manera típica de ser del intelectual: su resistencia frente a las ideologías extremas, su incorruptibilidad moral, su capacidad particular para ponerse en el sitio del otro – es decir su empatía – o incluso su sensibilidad.
Desde al “Affaire Dreyfus”, se denomina “intelectuales” a aquellas personas que osan tomar la palabra en el espacio público, y desde el campo de la oposición. Sería la crítica expresada públicamente, la que haría del intelectual potencial, un auténtico intelectual. Pero ¡al loro! la “crítica” no debemos entenderla en esos casos, como la entendió Kant cuando escribió la “Crítica de la razón pura”, es decir como un método de exploración y análisis de los límites. La idea de “crítica” – cuando hablamos de intelectuales – se refiere más bien a intervenciones sobre problemas práctico-políticos reales, originados en su mayoría, en épocas de crisis. El intelectual, se caracteriza típicamente por una profunda ambivalencia entre distancia y compromiso (“engagement”). Y ejerce esta facultad, por decirlo de alguna manera, metiendo el dedo en las heridas de la sociedad, diagnóstica al tiempo por si mismo, de forma visible y audible.
A mi entender, el “intelectual” debe preservar una cierta distancia – por ejemplo velando por su relativa independencia en tanto que científico, escritor o artista – con el fin de ser reconocido como una instancia independiente en el coro de voces. Pero la mayoría de las veces, se verá obligado a abandonar el “espacio protegido” de la investigación científica, si de veras quiere ser entendido de forma aceptable. No tiene elección. Como dicen los franceses: “il faut s’engager” (hay que comprometerse). Pero si desea ejercer una cierta influencia en el campo de las confrontaciones sociales-políticas, sus tomas de posición deben ser muy claras y pertinentes. Las mismas, además, deberán manifestar en su conjunto, una línea “normativa” que le permita posicionarse, en el campo de los conflictos de intereses políticos generalmente contradictorios. Jürgen Habermas considera que el autentico origen de su decisión de asumir el papel de intelectual, se encuentra en su orientación hacia los valores de justicia, hacia un ideal comunicativo de resolución discursiva de los conflictos.
En la conferencia que en 1986 dedicó a Heinrich Heine, Habermas reflexionó explícitamente sobre la figura social del intelectual. La tarea de éste, dijo, consiste en comprometerse, por medio de argumentos retóricamente bien formulados, a favor de derechos lesionados y verdades reprimidas, a favor de las innovaciones que se van imponiendo y progresos que han sido pospuestos. Para ello el intelectual necesita un espacio público adecuado, un espacio público entendido como un “medium” de formación democrática de la voluntad. Es en él, en el que el intelectual encuentra su sitio, su auténtico lugar.
Para decirlo bajo el prisma de de la teoría de la comunicación y de la discusión habermasianas: se trata para el intelectual en sus intervenciones, de aportar en la práctica, la prueba de la fuerza productiva de la comunicación y, por tanto, de demostrar que la “fuerza comunicativa” puede determinar la cultura política. Lo que concuerda perfectamente con su manera – la de Habermas – de contemplarse, como un ciudadano activo entre otros, cuyo compromiso político debe ser considerado como una actividad anexa, ejercida únicamente por su iniciativa, y sin mandato político alguno. Así el compromiso del intelectual, no está motivado sino por un sentimiento de “responsabilidad ante el interés general, y no por ambición política alguna”.
Lo que debe hacer el intelectual, según la representación ideal de Habermas, no es ejercer una influencia de tipo estratégico, en la lucha por la toma del poder político, sino coordenar en el modo comunicacional, un espacio público autónomo y plural. Si el ciudadano alcanza un estatus de intelectual, no será en tanto que autoridad intelectual, ni en tanto que pedante profesional, sino en tanto que participante en la discusión, que intenta lo que otros han podido igualmente realizar antes que él: proporcionar argumentos convincentes a favor o disfavor de tal o cual causa. En consecuencia, será la calidad de sus argumentos – que tendrá que imponer en el debate público – lo que hará que el intelectual sea reconocido como un “public intelectual”, un intelectual público. Los intelectuales no fuerzan a ninguna interpretación. Mas bien “los destinatarios” deben, constantemente, tener la posibilidad, sin ambigüedad alguna, de aceptar o rechazar las interpretaciones que aquel les ofrece, en las circunstancias apropiadas, es decir, de hacerlo en total libertad. No hay Aufklärung (Ilustración) sin interpretaciones aceptadas en total libertad.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Septiembre del 2018.