Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

sábado, 1 de diciembre de 2018

INTELECTUAL

Mucho se ha escrito y debatido sobre el término y concepto de “intelectual”, desde que se utilizó por primera vez en Francia, con motivo del “Affaire Dreyfus” allá a finales del siglo XIX.
No hace mucho, leyendo el interesante libro de Stuart Jeffries “Gran Hotel abismo”, que recomiendo a todos aquellos que tengan algún interés por la “Escuela de Frankfurt”, recordé la aportación de Theodor Adorno, más práctica que semántica, a dicho debate. Fue Adorno quien evocó explícitamente, en sus tomas de posición pública, la función crítica de los intelectuales, y quien elaboró, con su manera de utilizar públicamente la razón crítica, un nuevo tipo de intervención intelectual. Esa forma de actuar en público, debería ejercer una influencia importante, sobre el entonces joven Habermas. Sus posiciones sobre la “vigilancia crítica”, en su texto consagrado a Heidegger, parecen constituir una primera referencia directa, a ese modelo de intelectual con el que se identificará a no mucho tardar.
“El intelectual debe poder exasperarse
pero debe, sin embargo, tener suficiente juicio político
para no sobreactuar”.
(Jürgen Habermas)
“Sentado entre dos sillas, estructuralmente apátrida, sin domicilio fijo en el plano trascendental”, así definía Karl Mannheim, al intelectual que evoluciona libremente en la esfera social, que no proviene de ningún grupo específico, ni se deja asignar a ninguno.
Ni el nacimiento ni el origen predestinan el estatus de intelectual. Y el hecho de ejercer una profesión intelectual, no predestina tampoco a expresarse como tal en ciertas circunstancias. El verdadero intelectual es algo más raro y, justo por esa razón, algo culturalmente visible. Ralf Dahrendorf y Michael Walzer han evocado a su vez, la manera típica de ser del intelectual: su resistencia frente a las ideologías extremas, su incorruptibilidad moral, su capacidad particular para ponerse en el sitio del otro – es decir su empatía – o incluso su sensibilidad.
Desde al “Affaire Dreyfus”, se denomina “intelectuales” a aquellas personas que osan tomar la palabra en el espacio público, y desde el campo de la oposición. Sería la crítica expresada públicamente, la que haría del intelectual potencial, un auténtico intelectual. Pero ¡al loro! la “crítica” no debemos entenderla en esos casos, como la entendió Kant cuando escribió la “Crítica de la razón pura”, es decir como un método de exploración y análisis de los límites. La idea de “crítica” – cuando hablamos de intelectuales – se refiere más bien a intervenciones sobre problemas práctico-políticos reales, originados en su mayoría, en épocas de crisis. El intelectual, se caracteriza típicamente por una profunda ambivalencia entre distancia y compromiso (“engagement”). Y ejerce esta facultad, por decirlo de alguna manera, metiendo el dedo en las heridas de la sociedad, diagnóstica al tiempo por si mismo, de forma visible y audible.
A mi entender, el “intelectual” debe preservar una cierta distancia – por ejemplo velando por su relativa independencia en tanto que científico, escritor o artista – con el fin de ser reconocido como una instancia independiente en el coro de voces. Pero la mayoría de las veces, se verá obligado a abandonar el “espacio protegido” de la investigación científica, si de veras quiere ser entendido de forma aceptable. No tiene elección. Como dicen los franceses: “il faut s’engager” (hay que comprometerse). Pero si desea ejercer una cierta influencia en el campo de las confrontaciones sociales-políticas, sus tomas de posición deben ser muy claras y pertinentes. Las mismas, además, deberán manifestar en su conjunto, una línea “normativa” que le permita posicionarse, en el campo de los conflictos de intereses políticos generalmente contradictorios. Jürgen Habermas considera que el autentico origen de su decisión de asumir el papel de intelectual, se encuentra en su orientación hacia los valores de justicia, hacia un ideal comunicativo de resolución discursiva de los conflictos.
En la conferencia que en 1986 dedicó a Heinrich Heine, Habermas reflexionó explícitamente sobre la figura social del intelectual. La tarea de éste, dijo, consiste en comprometerse, por medio de argumentos retóricamente bien formulados, a favor de derechos lesionados y verdades reprimidas, a favor de las innovaciones que se van imponiendo y progresos que han sido pospuestos. Para ello el intelectual necesita un espacio público adecuado, un espacio público entendido como un “medium” de formación democrática de la voluntad. Es en él, en el que el intelectual encuentra su sitio, su auténtico lugar.
Para decirlo bajo el prisma de de la teoría de la comunicación y de la discusión habermasianas: se trata para el intelectual en sus intervenciones, de aportar en la práctica, la prueba de la fuerza productiva de la comunicación y, por tanto, de demostrar que la “fuerza comunicativa” puede determinar la cultura política. Lo que concuerda perfectamente con su manera – la de Habermas – de contemplarse, como un ciudadano activo entre otros, cuyo compromiso político debe ser considerado como una actividad anexa, ejercida únicamente por su iniciativa, y sin mandato político alguno. Así el compromiso del intelectual, no está motivado sino por un sentimiento de “responsabilidad ante el interés general, y no por ambición política alguna”.
Lo que debe hacer el intelectual, según la representación ideal de Habermas, no es ejercer una influencia de tipo estratégico, en la lucha por la toma del poder político, sino coordenar en el modo comunicacional, un espacio público autónomo y plural. Si el ciudadano alcanza un estatus de intelectual, no será en tanto que autoridad intelectual, ni en tanto que pedante profesional, sino en tanto que participante en la discusión, que intenta lo que otros han podido igualmente realizar antes que él: proporcionar argumentos convincentes a favor o disfavor de tal o cual causa. En consecuencia, será la calidad de sus argumentos – que tendrá que imponer en el debate público – lo que hará que el intelectual sea reconocido como un “public intelectual”, un intelectual público. Los intelectuales no fuerzan a ninguna interpretación. Mas bien “los destinatarios” deben, constantemente, tener la posibilidad, sin ambigüedad alguna, de aceptar o rechazar las interpretaciones que aquel les ofrece, en las circunstancias apropiadas, es decir, de hacerlo en total libertad. No hay Aufklärung (Ilustración) sin interpretaciones aceptadas en total libertad.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Septiembre del 2018.


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