Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

viernes, 27 de septiembre de 2019

MÁS ALLÁ DE LAS "ALDEITAS LOCALES"

El apego de Adela Cortina a la Modernidad, a la Ilustración, y a considerarla, con Habermas, un proyecto inconcluso y no un proyecto fracasado, frente a lo que sostienen, tanto los premodernos, como los posmodernos, es lo que la impulsa – según Fernanda Henriques, de la Universidad de Évora – a iniciar una búsqueda incesante del “universal” posible. Legitimar la posibilidad del “universal” es, para Cortina, una necesidad de la filosofía, pero, sobre todo, un imperativo ético.
“En una Aldea Global, el egoísmo es actitud pasada de moda, como lo son las pequeñas endogamias, los vulgares nepotismos y amiguismos, las aldeitas locales, la defensa de “los míos”, “los nuestros”, sea en política, sea en la economía, en la universidad o en el hospital.
Ante retos universales, no cabe sino la respuesta de una actitud ética universalista, que tiene por horizonte, para una toma de decisiones, el bien universal, aunque sea preciso construirlo desde el bien local”.
La polémica del “universal” es, sin duda, una de las cuestiones más acuciantes del marco filosófico contemporáneo, sobre todo para quienes consideran imprescindible, el compromiso cívico de la filosofía. Sin embargo, Adela Cortina llega a hablar de universalismo mínimo, y Celia Amorós de universalismo asintótico. ¿Por qué?
Para comprenderlo debemos tener en cuenta, las distintas críticas que se han propuesto, con referencia a la dimensión totalitaria de la racionalidad moderna, desde las clásicas de Adorno y Horkheimer hasta las feministas y, más recientemente, desde el pensamiento denominado “poscolonial”. En lo esencial, esas críticas denuncian, por un lado, el carácter abstracto del concepto de “universal” de la Ilustración y, por otro, su dimensión eurocéntrica.
Adela Cortina
En una conferencia impartida en 1996, Paul Ricoeur desarrolló una reflexión en torno a los conceptos de “universal” y de “histórico”, tomándolos como núcleo del debate contemporáneo, en el que participaban americanos y europeos. Debate suscitado, tanto por la “Teoría de la justicia” de John Rawls, como por “La ética del discurso” de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, y que gira en torno a la posibilidad o imposibilidad, de formular principios universales, cuya aplicación sea independiente, de la diversidad de las personas, comunidades y culturas.
Pero para Adela Cortina, la posibilidad del “universal” es un imperativo ético. Alguien que como ella, elabora todos los procesos argumentativos, para defender la dimensión racional de la vida ética, en el sentido de basar en argumentos, las motivaciones y las razones de la acción humana, rescatando la racionalidad práctica, del campo de lo subjetivo y de lo puramente emocional, donde muchos planteamientos quieren arrinconarla, está claro que tiene que empeñarse en demostrar: “que si la universalidad es necesaria, para configurar una ética al servicio de la justicia, entonces esa universalidad tiene que ser posible”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Septiembre del 2019.

jueves, 19 de septiembre de 2019

MELANCOLÍA DEL FRACASO

En esta tendencia de hoy en día, a una recurrente melancolía de la rememoración de lo fracasado, y de una evocación, cada vez más evanescente, de los momentos de felicidad, el sentido histórico, me temo, corre el riesgo de atrofiarse y no percibir, en consecuencia, los progresos, por débiles que sean, que se vienen produciendo. Por supuesto, estos progresos generan sus propias regresiones, pero es en ellas justamente – apuntaba Jürgen Habermas – donde prende la acción política.
La crítica que Walter Benjamin hacía del progreso “vacío”, ya atacaba a un reformismo sin alegría, cuyo sensorio lleva ya demasiado tiempo embotado, como para poder seguir percibiendo la diferencia, entre las mejoras en la reproducción de la vida y una vida plena, o mejor, una vida que no resulte fallida. Pero esta crítica sólo sería radical, si lograra hacer visible esa diferencia, en el seno mismo de esas mejoras de la vida, que no deberíamos menospreciar. Esas mejoras, es cierto, no crean recuerdos nuevos, pero pueden disolver recuerdos viejos y malditos. Las negaciones lentas y graduales de la pobreza, e incluso de la opresión, hay que admitirlo, son negaciones que no dejan huella: alivian pero no llenan, pues sólo un alivio capaz de interiorizarse y rememorarse, constituiría una etapa preliminar de la plenitud. En vista de ello, nos encontramos hoy con dos posiciones llevadas al extremo: la “contrailustración”, apoyándose en antropologías pesimistas, pretende estar en conocimiento, de que las imágenes utópicas de la plenitud, son ficciones útiles para la vida de una criatura, finita, que nunca podrá transcender su simple vida, en la dirección de una vida buena. Por el contrario, la teoría dialéctica del progreso, se halla demasiado segura del pronóstico, de que el logro de la emancipación, significa también plenitud. La teoría benjaminiana de la experiencia, si pasara de ser simple cogulla, a núcleo del materialismo histórico, podría oponer a la primera posición a que nos hemos referido, una esperanza fundada, y a la segunda, una duda profiláctica.
Walter Benjamin
“Emancipación” significa en las sociedades complejas, una transformación participativa, de las estructuras administrativas de decisión ¿No podría algún día una humanidad emancipada, encararse consigo misma en los espacios ampliados de una formación discursiva de la voluntad y verse, sin embargo, desprovista de la luz en la que fuera capaz de interpretar su vida como una vida buena? La venganza de la cultura, explotada durante milenios para la legitimación del dominio, radicaría entonces, en el instante mismo de la superación de represiones ancestrales, en que ya no llevaría en su seno, sin duda alguna, ninguna violencia, pero tampoco ningún contenido. Y sin el aporte de esas energías semánticas, a las que se refiere la crítica salvadora de Benjamin, las estructuras del discurso práctico, implantadas al final con todas sus consecuencias, se revelarían desiertas.
Me refiero a que – en la óptica de Habermas – un concepto matizado de progreso abre una perspectiva que, lejos de acobardarnos, puede dotar de mejor puntería a la acción política. Pues en unas circunstancias históricas, que ya no nos permiten pensar racionalmente en la “Revolución”, y que nos sugieren expectativas, de largos y persistentes procesos de conmoción social, no nos queda otra que cambiar la idea de revolución, como proceso de formación de una nueva subjetividad. La hermenéutica conservadora-revolucionaria de Walter Benjamin, que descifra la historia de la cultura, desde el aspecto de ponerla a salvo para el momento mesiánico, puede indicarnos un camino.
Jürgen Habermas
Pero una teoría de la comunicación lingüística, que quiera integrar las ideas de Benjamin – al menos hasta donde yo alcanzo, que no es tanto – tendría que pensar de manera conjunta, dos párrafos de Benjamin. Me refiero a su afirmación, de que “existe una esfera de concierto humano, hasta tal punto exenta de todo dominio, que es enteramente inaccesible al poder; la esfera propiamente dicha del entendimiento, esto es, el lenguaje”. Y a una advertencia suya relacionada con lo anterior: “Pesimismo en todos los frentes por supuesto. Y sobre todo desconfianza, desconfianza contra todo entendimiento entre las clases, los pueblos y los individuos. Y eso sí, una ilimitada confianza en la IG Farben (Entre 1933 y 1945 la explotación de los obreros alemanes voluntarios, forzados o esclavos y el monopolio químico tenía un nombre: IG Farben. Después de la derrota alemana las potencias victoriosas acabaron con el trust. Así nacieron BASF, Hoechst o Bayer, pero IG Farben siguió existiendo hasta ayer) y en el pacífico perfeccionamiento de la Luftwaffe”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Agosto del 2019.


jueves, 12 de septiembre de 2019

LA POLÍTICA. ACCIÓN Y DISCURSO (Y II)

Sobre el tema de la acción y el discurso, que comentábamos en la anterior entrada, sería conveniente explicar que la Época Moderna, no fue la primera en denunciar la “ociosa inutilidad de la acción”, del discurso en particular y de la política en general. La exasperación por la triple frustración de la acción – no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores – es casi tan antigua como la historia misma. Siempre ha supuesto una gran tentación, tanto para los hombres de acción, como para los de pensamiento, encontrar un sustituto a la acción, con la esperanza de que la esfera de los asuntos humanos, escapara de la irresponsabilidad moral y fortuita, inherente a una pluralidad de agentes. La notable monotonía de las soluciones propuestas, a lo largo de la historia, da testimonio de la elemental simplicidad de la materia. Hablando en términos generales, todas las soluciones propuestas, siempre buscan refugiarse de las calamidades de la acción, en cualquier actividad en que un hombre sólo, aislado de los demás, sea dueño de sus actos, desde el comienzo hasta el final. Este intento de reemplazar el “actuar” por el “hacer”, es manifiesto en el conjunto de argumentos contra la democracia, que, cuanto más consistente y razonado sea, se convierte en alegato contra la esencia misma de la política.
Las calamidades de la acción, derivan de la condición humana de la pluralidad, condición “sine qua non” para ese “espacio de aparición”, que es la esfera pública. De ahí que el intento de suprimir esa pluralidad, sea equivalente a la abolición de la propia esfera pública. La solución platónica del filósofo-rey, cuya “sabiduría” solventa la perplejidad de la acción, como si fueran solubles los problemas de cognición, no es más que una variedad del gobierno de un hombre, y en modo alguna la menos tiránica.
Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos, para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden, se ha recomendado tantas veces a lo largo de la historia, que la mayor parte de la filosofía política desde Platón, podría interpretarse fácilmente, como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas, que permitan escapar totalmente de la política. El signo característico de tales huidas, es el concepto de gobierno, o sea, el concepto de que los hombres sólo podemos vivir juntos, legal y políticamente, cuando algunos tienen el derecho a mandar, y los demás se ven obligados a obedecer. La trivial noción, que ya encontramos en Platón y Aristóteles, de que toda comunidad política, está formada por los que gobiernan y por los que son gobernados, se fundamenta en la sospecha que inspira la acción, más que en el desprecio hacia los hombres. Y procede del deseo de encontrar un sustituto a la acción, más que de la irresponsable o tiránica voluntad de poder.
Platón
En teoría, la versión más breve y fundamental, de ese escapar de la acción, para adentrarse en el gobierno, se da en el “Político”, donde Platón abre una brecha, entre los dos modos de acción, “archein” y “prattein” (“comienzo” y “actuación”) que, según el pensamiento griego, estaban relacionados. De esta manera, Platón fue el primero en introducir la división, entre quienes saben y no actúan, y los que actúan y no saben, en sustitución de la antigua articulación de la acción, en comienzo y realización, de modo que saber “qué” hacer y hacerlo, se convirtieron en dos actividades completamente diferentes. Mientras que, según el pensamiento griego, la relación entre gobernar y ser gobernado, entre mando y obediencia, era, por definición, idéntica a la relación entre amo y esclavo y, por ende, impedía toda posibilidad de acción. El supremo criterio de aptitud para gobernar a los demás es, tanto en Platón como en la aristocrática tradición del Occidente, la capacidad de gobernarse a uno mismo. Al igual que el filósofo-rey manda en la ciudad, el alma manda en el cuerpo, y la razón en las pasiones.
Los que leemos historia, sabemos que es muy cierto que la violencia, siempre ha desempeñado un importante papel, en el pensamiento y en los esquemas políticos, basados en una interpretación de la “acción” como construcción. Pero hasta la Época Moderna, este elemento de violencia, siguió siendo estrictamente instrumental, un medio que necesitaba un fin, para justificarlo y limitarlo. En términos generales, dicha glorificación de la violencia era imposible, mientras se supusiera que la contemplación y la razón, eran las más elevadas capacidades del hombre, ya que con tal supuesto, todas las articulaciones de la “vita activa”, de la condición humana, seguían siendo secundarias e instrumentales. En la más estrecha esfera de la teoría política, la consecuencia fue que la noción de gobierno, y las concomitantes cuestiones de legitimidad y justa autoridad, desempeñaron un papel más decisivo, que la comprensión e interpretación de la propia acción.
Lo anterior ha llamado la atención, pues la serie de revoluciones características de la Época Moderna, todas las cuales – a excepción de la norteamericana – mostraron la misma combinación del antiguo entusiasmo romano, por la creación de un nuevo cuerpo político, y la glorificación de la violencia, como único medio para su creación. Recordemos que la sentencia de Marx: “la violencia es la partera de toda vieja sociedad, preñada de otra nueva”, sólo resumía la convicción de la Época Moderna en que la historia la “hacen” los hombres, de la misma manera que la naturaleza la “hace” Dios.
Más convincente aún, puede ser la unanimidad con que los proverbios populares, de todas las lenguas modernas, nos advierten que quien desea un fin, debe desear también los medios, y que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Tal vez seamos las generaciones, de la segunda mitad del siglo XX, las primeras que nos hemos dado cuenta de las fatales consecuencias, inherentes a una línea de pensamiento, que admite que todos los medios, con tal que sean eficaces, están permitidos y justificados, en busca de algo que se defina como un “fin”. Decir que no todos los medios están justificados, o que en ciertas circunstancias, los medios pueden ser más importantes que los fines, es dar por sentado un sistema moral que en política (releer a Weber), es complicado dar por sentado. Afirmar que los fines no justifican los medios, es hablar en términos paradójicos, ya que la definición de un fin, es precisamente la justificación de los medios. Y las paradojas siempre indican perplejidad, nada solventan, y de ahí que no sean convincentes.
La sustitución de hacer por actuar, y la concomitante degradación de la política, en medios para obtener un presunto fin “más elevado”, es tan vieja como la tradición de la filosofía política.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 29 de Agosto del 2019.


lunes, 9 de septiembre de 2019

LA POLÍTICA. ACCIÓN Y DISCURSO (I)

Según el pensamiento griego, la capacidad del hombre para la organización política no es sólo diferente, sino que se halla en directa oposición a la asociación natural, cuyo centro es el hogar (“oikia”) y la familia. El nacimiento de la ciudad-estado – la “polis” griega – significó que el hombre recibía, además de su vida privada, una especie de segunda vida, su “bios politikos”. Así todo ciudadano pertenecía a dos órdenes de existencia, y había una tajante distinción, entre lo que era suyo (“idion”) y lo que era comunal (“koinon”).
No es mera opinión o teoría de Aristóteles, sino simple hecho histórico, que la fundación de la “polis”, fue precedida por la destrucción de todas las unidades organizadas que se basaban en el parentesco, tales como la “phratria” y la “phylé”. De todas las actividades necesarias y presentes en las comunidades humanas, sólo dos se consideraron políticas y aptas para constituir, lo que Aristóteles llamó “bios politikos”, es decir, la acción (“praxis”) y el discurso (“lexis”), de las que surge la esfera de los asuntos humanos, y de las que todo lo meramente necesario o útil, queda excluido de manera absoluta. La convicción de que estas dos facultades (acción y discurso) iban juntas y eran las más elevadas de todas, parece haber precedido a la “polis”, y estuvo siempre presente en el pensamiento presocrático.
A diferencia del concepto moderno, “grandes palabras”, en el pensamiento griego, no se consideraban “grandes” porque expresaran elevados pensamientos; por el contrario, si releemos las últimas líneas de “Antígona”, puede que la actitud hacia las “grandes palabras”, con las que replicar a los golpes que nos infringen los demás, enseñe finalmente a pensar en la vejez. El pensamiento era secundario al discurso, pero discurso y acción se consideraban coexistentes e iguales, del mismo rango y de la misma clase, lo que originalmente significaba, no sólo que la mayor parte de la acción política, hasta donde permanece al margen de la violencia, es realizada con palabras, sino algo más fundamental, o sea, que encontrar las palabras oportunas en el momento oportuno, es acción, dejando aparte la información o comunicación que lleven.
Aristóteles
Así el interés se desplazó de la acción al discurso, entendido más como medio de persuasión, que como específica forma humana de contestar, replicar y sospesar lo que ocurría y se hacía. Ser político, vivir en una “polis”, significaba que todo se decía por medio de palabras y persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en lugar de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la “polis”, la gente del hogar y de la vida familiar, en las que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos, o bien con los bárbaros de Asia, cuyo despotismo era señalado a menudo, como semejante a la organización de la familia.
Una vida sin acción ni discurso – nos recuerda Hannah Arendt en “La condición humana” – está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana, porque ya no la viven los hombres. Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos, el hecho desnudo de nuestra original apariencia física. A dicha inserción no nos obliga la necesidad, como lo hace la “labor”, ni nos impulsa la utilidad, como en el caso del trabajo. Puede estimularse por la presencia de otros, cuya compañía deseamos, pero nunca está condicionada por ellos; su impulso surge del comienzo, que se adentró en el mundo cuando nacimos, y al que respondemos comenzando algo nuevo, por nuestra propia iniciativa.
Actuar”, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (en griego “archein”), poner algo en movimiento (del “agere” latino). Debido a que son “initium”, los recién llegados y principiantes, en virtud del nacimiento, los hombres toman la iniciativa, se aprestan a la acción. “Para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nada” decía San Agustín en su filosofía política. Pero ojo, este comienzo no es el mismo que el del mundo, no es el comienzo de algo, sino de alguien. Para San Agustín los dos eran tan distintos, que empleaba la palabra “initium”, para indicar el comienzo del hombre, y “principium” para designar el del mundo.
Hannah Arendt
El hecho de que el hombre sea capaz de acción, significa que cabe esperar de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y de nuevo esto es posible, debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento, algo singularmente nuevo entra en el mundo. Si la acción como comienzo, corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción, y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales.
Acción y discurso están tan estrechamente relacionados, debido a que el acto primordial y específicamente humano, debe contener, al mismo tiempo, la repuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: ¿Quién eres tú? Este descubrimiento de quien es alguien, está implícito, tanto en sus palabras, como en sus actos. La mayoría de los actos, se realizan a modo de discurso. Pero en todo caso, sin el acompañamiento del discurso, la acción perdería, por así decirlo, no sólo su carácter revelador, sino también su sujeto.
Ninguna otra realización humana, requiere del discurso en la misma medida que la acción. En todas las demás, el discurso desempeña un papel subordinado, como medio de comunicación o simple acompañamiento, de algo que también pudo realizarse en silencio. Cierto es que el discurso es útil en extremo, como medio de comunicación e información, pero como tal podría reemplazase por un lenguaje de signos, como en el caso de las matemáticas y otras disciplinas científicas, o en ciertas formas de trabajo en equipo.
Pero esta cualidad reveladora del discurso y la acción, pasa a primer plano cuando las personas están “con” otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana. Aunque nadie sabe a quien se revela, cuando uno se descubre a sí mismo en la acción y la palabra, voluntariamente se ha de correr el riesgo de la revelación. Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su específico carácter, y pasa a ser una forma de realización entre otras. En estos casos, que con frecuencia se dan, el discurso se convierte en “mera charla”. Las palabras no revelan nada, el descubrimiento sólo procede del acto mismo, por lo que esta realización – como todas las realizaciones – no puede revelar al “quien”, a la única y distinta identidad del agente. La acción sin un nombre, sin un “quien”unido a ella, carece de significado, al contrario que una obra de arte, que mantiene su pertinencia, conozcamos o no el nombre del artista.
Pues eso.

(Continuará)

Palma. Ca’n Pastilla a 25 de Agosto del 2019.


jueves, 5 de septiembre de 2019

"LE GENRE CHEF D'OEUVRE"

No soy mucho de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Marcuse, Fromm, Benjamin…) pero si de la segunda (Karl-Otto Apel, Jürgen Habermas…) Y sin embargo, estoy muy en consonancia con la forma en que Adorno aborda su filosofía, lejana a la concepción de “obra maestra”, u obra absolutamente acabada, clausurada. https://www.eldiario.es/cultura/libros/theodor-adorno-neomarxismo_0_928807375.html
El que Adorno se niegue a hacer investigaciones propiamente sistemáticas, es expresión exacta, no sólo de su concepción del filosofar, sino de una determinada idea filosófica. Lo mismo que Hegel, él es también de la convicción, de que la universalidad de la forma lógica, no hace justicia a lo individual. Mas también, a su vez, el pensamiento dialéctico, en su tentativa de quebrantar el carácter coactivo de la lógica, con los medios de la misma, conduce al sistema a pasar del aislamiento reflexivo, a la glorificación de su totalidad. Tránsito que, lo sabemos por la historia, es tan sangriento, como cuestionable en la lógica hegeliana de la misma historia. A propósito de ello, Adorno observó en una ocasión, que el pensamiento sistemático, tiene siempre algo de eso que los artistas de Paris, llamaron “le genre chef d’oeuvre”, su resistencia contra la coacción del sistema y la jerarquización del pensamiento, se revela en su excitación contra la obra maestra. Y a esta excitación le erigió Adorno, un digno monumento en su “Minima moralia”. Pues a él le honra, aquello que quienes le malinterpretan, podrían entender como una humillación: su obra maestra, no es sino, una colección de aforismos. Pero podemos estudiarla, con toda tranquilidad, como si de una “Summa” se tratara.
Theodor Adorno
Adorno aboga por las “lagunas en el pensamiento”. Y porfía contra el gesto de “tener ganado el pleito”. Esta supuesta “insuficiencia”, se parecería a la línea misma de la vida, que discurre torcida, desviada, decepcionante, con respecto a las premisas de la misma vida y que, sin embargo, sólo de esta manera es capaz de representar, en las condiciones actuales de la humanidad, una existencia no reglamentada.
Esta renuncia a una demostración sin lagunas, se halla en correspondencia, como decíamos, con la renuncia al gesto de “tener ganado el pleito”, la renuncia a querer tener la última palabra, una palabra que resultase coercitiva. Al pensamiento calculador le opone otro, que en el diálogo y en la dialéctica, ha aprendido algo más, que la mera obligación de acabar toda discusión de forma concluyente. Se trataría – decía Adorno – de tener conocimientos que no fueran del todo correctos, invulnerables, irrefutables, pues tales conocimientos acaban convirtiéndose, de manera irreversible, en tautologías, sino conocimientos ante los cuales la pregunta, por su corrección, se sentenciase a sí misma. Pero mucho ojo, con ello no se está abogando por el irracionalismo, por la enunciación de cualquier tesis, que sólo podría quedar justificada por la fe revelada de la intuición, sino que está defendiendo la supresión de la diferencia, entre tesis y argumento. Pensar dialécticamente, significa que el argumento ha de llegar a tener la rigorosidad de una tesis, y la tesis contener en sí, la plenitud de las razones que la “avalan”. Por lo que yo sé, Adorno siempre rechazó con indignación, la exigencia de recapitular al final en forma de tesis, el contenido de sus investigaciones, siguiendo el uso científico. Las tesis no son legítimas como resultado final, sino sólo si presentan lo principal, es decir, si contienen en sí sus argumentos. Es muy posible que al expresar esta exigencia, Adorno tuviera a la vista las “Tesis sobre Feuerbach” de Marx, o las tesis de Benjamin sobre filosofía de la historia que, después de su fragmento teológico-político, es seguramente lo más importante, que éste nos dejó en filosofía.
En el “canto de las sirenas”, una naturaleza amorfa, atrae al hombre a una vuelta inmediata, le ofrece escapar de la civilización, el alivio de desprenderse de la propia identidad. A veces pienso si Adorno, no sucumbió también a ese canto. En sus pasajes más negros de la “Dialéctica de la Ilustración”, pareciera desesperar de que pueda producirse un último vuelco; se resigna entonces a la tesis de la “contrailustración”, de que el espanto no puede eliminarse, pero de que nos queda en definitiva la civilización y, aunque a regañadientes, acaba por entregarse al remolino, autodestructivo, del impulso de muerte. Recordemos que Horkheimer, mayor que él, pero su gran amigo muy respetado, se sentía peculiarmente atraído por el gran fatalista Schopenhauer, y por los intentos del “yo” de sobrevivirse a sí mismo, abandonándose a la naturaleza. En Adorno, ese mismo “topos” de la recaída del “yo” en la naturaleza, ofrece más bien rasgos utópicos, sexuales y anarquistas.
En algún momento Adorno se vio enfrentado, como algunos de nosotros alguna vez a lo largo de nuestra vida, a la “vergonzosa” alternativa: convertirnos en adultos, o seguir siendo niños. No cabe duda de que las marcas del esfuerzo, por el que se consigue acceder a la mayoría de edad, estrechan las miradas, y que cierto grado de infantilismo, hace también ver y garantiza, en todo caso, la felicidad. Es posible que el misterio del genio – mantenía Habermas - se cifre en una edad adulta que ha logrado retener su infancia.
Pero en estas circunstancias, la exigencia de unidad de obra y vida, que dentro del contexto del pensamiento liberal planteaba Jaspers, y aplicaba como criterio a los grandes filósofos, se quedaría en una pura abstracción. Si el estado del mundo hiciera preciso, pagar la libertad de la teoría con el cautiverio biográfico, y la emancipación con la regresión, sobre la filosofía – y por encima de todo sobre la filosofía del intelectual – recaería algo del riesgo de los viejos misterios. En cualquiera de los casos, Adorno dedicó a Kafka y a Proust, sus dos mejores ensayos. Muchos rasgos de Adorno, que resultan muy dolorosos a sus admiradores que tanto le quieren, no dejan de tener, en este contexto, su punto de razón. Si la fuerza de las intuiciones analíticas, es igual al dolor de cuya experiencia nacen, entonces la vulnerabilidad y las constantes heridas de Adorno, representan también un potencial filosófico.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Agosto del 2019.




lunes, 2 de septiembre de 2019

LOS INTELECTUALES Y EL PODER (o la izquierda que no actúa)

La publicación por primera vez en castellano de “El oasis”, me ha llevado a un tema que siempre me ha interesado: la compleja relación de los intelectuales con el poder. Con su autora, Mary McCarthy, entré en relación, por su gran amistad con Hannah Arendt, uno/a de mis mentores filosófico políticos más relevantes.
Nos recordaba sobre ello Patricio Pron no hace mucho, que Alain Minc remontaba al siglo XVIII, la aparición del intelectual moderno en “Una historia política de los intelectuales”, persiguiendo esa figura desde el salón de Claudine Guérin de Tencin, hasta el ámbito de las redes sociales y el surgimiento de lo que él llama “el e-intelectual”.
¿Qué es un intelectual? podemos preguntarnos una vez más, aunque me temo que ese es un debate, de los que permanecen abiertos “in secula seculorum”. Para Edgar Wallace, por ejemplo, se trata de alguien que “ha encontrado algo en lo que pensar, además de en las mujeres”, pero – ha excepción de Bertrand Russell – me parece que ningún intelectual piensa mucho en ellas.
En “Santos y eruditos” el gran ensayista británico Terry Eagleton, recorría la distancia que separaba la cárcel de Kilmainham en Dublín, donde en 1919 fusilaron al líder obrero Jame Connolly, por su responsabilidad en el Alzamiento de Pascua, hasta una cabaña en la costa occidental de Irlanda, en la que el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, hace frente a una de sus crisis personales recurrentes. Wittgenstein padeció toda su vida, los inconvenientes de una mente excesivamente inquieta. En las biografías de Russell y de Wittgenstein, he disfrutado de verdad de las conversaciones entre ambos, que nunca fueron fáciles pero si extraordinarias. Recuerdo especialmente aquella, acerca de si un hombre podría tener un animal pequeño entre sus ropas, y no darse cuenta. Pero sobre ellas planean cuestiones centrales, para la comprensión de la figura del intelectual, como cual es su ámbito de intervención; en qué punto su cuestionamiento del estado de las cosas, torna inviable su participación en política; de qué manera su enfrentamiento con el poder, casa o no con su pertenencia a las instituciones, incluidas las universitarias.
W. H. Auden, Christopher Isherwood y Stephen Spender, tres de los escritores británicos más importantes del siglo XX, vieron interrumpida su amistad y el proyecto de vivir juntos, que los había llevado a instalarse en Sintra en 1935, cuando en poco menos de un año, el estallido de la Guerra Civil española, agudizó las diferencias políticas entre ellos: Auden se marchó a España para luchar por la República; Spender se casó con Inez Pearn (Elizabeth Lake), e Isherwood acabó refugiándose en Estados Unidos.
De esa historia nació “El oasis”, la novela que Mary McCarthy escribió en 1949, años después de casarse con Edmund Wilson (crítico literario, ensayista y estudioso del socialismo europeo) y romper con la “Partisan Review”, la revista estadounidense de inclinaciones comunistas en su origen, que desde 1934 y hasta entrada la década de 1970, sentó las bases de la discusión, entre los intelectuales de izquierda.
Hannah Arendt y Mary McCarthy
La novela de McCarthy, trata de la fundación de Utopía, una comunidad ficticia de corte liberal en Nueva Inglaterra, y de los debates entre sus habitantes, entre las facciones “realistas” y “puristas”. Una vez más, la historia de los vínculos de los intelectuales con el poder. Se trata de “dejar de hablar y pasar a la acción”, se dice en un cierto momento. Pero la verdad es que hablar, es prácticamente lo único que hacen los habitantes de Utopía. Su aspiración a contribuir a la concordia entre los hombres, se ve puesta en entredicho por su insalvable dificultad, para precisar los términos de una sociedad articulada, en la participación democrática de sus integrantes.
McCarthy convierte en el centro de su novela, la constatación de que muchos intelectuales, destinan la mayoría de sus esfuerzos, a determinar las imperceptibles diferencias entre ellos, ante que a “enfrentarse al poder”. El objetivo prioritario de una importante mayoría, de los que se autodenominan intelectuales, desde del Caso Dreyfus, es participar en las luchas que se refieren a la distribución del poder intelectual, es decir, a obtener el privilegio de ser considerado “Primus inter pares”. Y a ejercer en consecuencia, influencia sobre el conjunto de personas, que otorgan alguna credibilidad a ello. Todo, cualquier cosa, antes que enfrentarse de verdad a cualquier tipo de poder real.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 17 de Julio del 2019.