Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 12 de septiembre de 2019

LA POLÍTICA. ACCIÓN Y DISCURSO (Y II)

Sobre el tema de la acción y el discurso, que comentábamos en la anterior entrada, sería conveniente explicar que la Época Moderna, no fue la primera en denunciar la “ociosa inutilidad de la acción”, del discurso en particular y de la política en general. La exasperación por la triple frustración de la acción – no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores – es casi tan antigua como la historia misma. Siempre ha supuesto una gran tentación, tanto para los hombres de acción, como para los de pensamiento, encontrar un sustituto a la acción, con la esperanza de que la esfera de los asuntos humanos, escapara de la irresponsabilidad moral y fortuita, inherente a una pluralidad de agentes. La notable monotonía de las soluciones propuestas, a lo largo de la historia, da testimonio de la elemental simplicidad de la materia. Hablando en términos generales, todas las soluciones propuestas, siempre buscan refugiarse de las calamidades de la acción, en cualquier actividad en que un hombre sólo, aislado de los demás, sea dueño de sus actos, desde el comienzo hasta el final. Este intento de reemplazar el “actuar” por el “hacer”, es manifiesto en el conjunto de argumentos contra la democracia, que, cuanto más consistente y razonado sea, se convierte en alegato contra la esencia misma de la política.
Las calamidades de la acción, derivan de la condición humana de la pluralidad, condición “sine qua non” para ese “espacio de aparición”, que es la esfera pública. De ahí que el intento de suprimir esa pluralidad, sea equivalente a la abolición de la propia esfera pública. La solución platónica del filósofo-rey, cuya “sabiduría” solventa la perplejidad de la acción, como si fueran solubles los problemas de cognición, no es más que una variedad del gobierno de un hombre, y en modo alguna la menos tiránica.
Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos, para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden, se ha recomendado tantas veces a lo largo de la historia, que la mayor parte de la filosofía política desde Platón, podría interpretarse fácilmente, como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas, que permitan escapar totalmente de la política. El signo característico de tales huidas, es el concepto de gobierno, o sea, el concepto de que los hombres sólo podemos vivir juntos, legal y políticamente, cuando algunos tienen el derecho a mandar, y los demás se ven obligados a obedecer. La trivial noción, que ya encontramos en Platón y Aristóteles, de que toda comunidad política, está formada por los que gobiernan y por los que son gobernados, se fundamenta en la sospecha que inspira la acción, más que en el desprecio hacia los hombres. Y procede del deseo de encontrar un sustituto a la acción, más que de la irresponsable o tiránica voluntad de poder.
Platón
En teoría, la versión más breve y fundamental, de ese escapar de la acción, para adentrarse en el gobierno, se da en el “Político”, donde Platón abre una brecha, entre los dos modos de acción, “archein” y “prattein” (“comienzo” y “actuación”) que, según el pensamiento griego, estaban relacionados. De esta manera, Platón fue el primero en introducir la división, entre quienes saben y no actúan, y los que actúan y no saben, en sustitución de la antigua articulación de la acción, en comienzo y realización, de modo que saber “qué” hacer y hacerlo, se convirtieron en dos actividades completamente diferentes. Mientras que, según el pensamiento griego, la relación entre gobernar y ser gobernado, entre mando y obediencia, era, por definición, idéntica a la relación entre amo y esclavo y, por ende, impedía toda posibilidad de acción. El supremo criterio de aptitud para gobernar a los demás es, tanto en Platón como en la aristocrática tradición del Occidente, la capacidad de gobernarse a uno mismo. Al igual que el filósofo-rey manda en la ciudad, el alma manda en el cuerpo, y la razón en las pasiones.
Los que leemos historia, sabemos que es muy cierto que la violencia, siempre ha desempeñado un importante papel, en el pensamiento y en los esquemas políticos, basados en una interpretación de la “acción” como construcción. Pero hasta la Época Moderna, este elemento de violencia, siguió siendo estrictamente instrumental, un medio que necesitaba un fin, para justificarlo y limitarlo. En términos generales, dicha glorificación de la violencia era imposible, mientras se supusiera que la contemplación y la razón, eran las más elevadas capacidades del hombre, ya que con tal supuesto, todas las articulaciones de la “vita activa”, de la condición humana, seguían siendo secundarias e instrumentales. En la más estrecha esfera de la teoría política, la consecuencia fue que la noción de gobierno, y las concomitantes cuestiones de legitimidad y justa autoridad, desempeñaron un papel más decisivo, que la comprensión e interpretación de la propia acción.
Lo anterior ha llamado la atención, pues la serie de revoluciones características de la Época Moderna, todas las cuales – a excepción de la norteamericana – mostraron la misma combinación del antiguo entusiasmo romano, por la creación de un nuevo cuerpo político, y la glorificación de la violencia, como único medio para su creación. Recordemos que la sentencia de Marx: “la violencia es la partera de toda vieja sociedad, preñada de otra nueva”, sólo resumía la convicción de la Época Moderna en que la historia la “hacen” los hombres, de la misma manera que la naturaleza la “hace” Dios.
Más convincente aún, puede ser la unanimidad con que los proverbios populares, de todas las lenguas modernas, nos advierten que quien desea un fin, debe desear también los medios, y que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Tal vez seamos las generaciones, de la segunda mitad del siglo XX, las primeras que nos hemos dado cuenta de las fatales consecuencias, inherentes a una línea de pensamiento, que admite que todos los medios, con tal que sean eficaces, están permitidos y justificados, en busca de algo que se defina como un “fin”. Decir que no todos los medios están justificados, o que en ciertas circunstancias, los medios pueden ser más importantes que los fines, es dar por sentado un sistema moral que en política (releer a Weber), es complicado dar por sentado. Afirmar que los fines no justifican los medios, es hablar en términos paradójicos, ya que la definición de un fin, es precisamente la justificación de los medios. Y las paradojas siempre indican perplejidad, nada solventan, y de ahí que no sean convincentes.
La sustitución de hacer por actuar, y la concomitante degradación de la política, en medios para obtener un presunto fin “más elevado”, es tan vieja como la tradición de la filosofía política.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 29 de Agosto del 2019.


No hay comentarios:

Publicar un comentario