Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 7 de febrero de 2019

REVOLUCIÓN

Se acaba de publicar la traducción al castellano de “La libertad de ser libres”, de la gran pensadora y uno de mis referentes intelectuales, Hannah Arendt.
En la obra analiza el término del vocabulario político, “Revolución”. El vocablo, con independencia de cuando y por qué apareciera, el fenómeno a que alude, tiene la misma edad que la memoria humana.
Antes de que se produjeran las dos grandes revoluciones del siglo XVIII (la americana y la francesa) y antes de que adquiriera el sentido específico que hoy tiene, la palabra Revolución, apenas ocupaba un lugar destacado en el vocabulario del pensamiento o la práctica políticos. El término en el siglo XVII, aún se refería a su significado original astronómico, al movimiento eterno y recurrente de los cuerpos celestes; el uso político era metafórico y describía el retorno a un punto preestablecido, por tanto un movimiento, el regreso a un orden predeterminado. La palabra se utilizó por primera vez en 1660 en Inglaterra, con ocasión del restablecimiento de la monarquía, tras el derrocamiento del Parlamento Remanente (“Rump Parliament”). Pero incluso la Revolución Gloriosa, el acontecimiento gracias al cual el término supo encontrar su sitio, de forma harto paradójica, en el lenguaje histórico político, no fue concebida como una revolución, sino como la restauración del poder monárquico.
El hecho de que la palabra “revolución”, significara originariamente restauración, es más que una mera curiosidad semántica. Ni siquiera las revoluciones del siglo XVIII (antes mencionadas) pueden entenderse sin advertir que estallaban ante todo, con la restauración como objetivo, y que el contenido de dicha restauración era la libertad. En el transcurso de ambas revoluciones (la americana y la francesa), cuando sus actores adquirieron consciencia, de que se habían embarcado en una empresa completamente nueva, y no en el regreso a una situación anterior, fue cuando la palabra “revolución” adquirió, por consiguiente, su nuevo significado. Fue Thomas Paine quien, todavía fiel al espíritu pretérito, propuso con toda seriedad, llamar “contrarrevoluciones” tanto a la revolución estadounidense como a la francesa. De esa manera pretendía librar a aquellos acontecimientos tan extraordinarios, de la sospecha de que con ellos se había dado vida a unos comienzos completamente nuevos.
Nada de lo sucedido en el curso de las mencionadas revoluciones, resulta tan notable y tan sorprendente, como el enfático hincapié hecho en la novedad de las mismas, la insistencia en que nunca se había producido hasta entonces, nada comparable por su significación y su grandeza. La cuestión crucial, a la par que compleja, es que el enorme “pathos” de la nueva era, el “Novus Ordo Seclorum”, salió adelante sólo cuando los actores de la revolución, en buena parte en contra de su voluntad, llegaron a un punto de no retorno.
Así lo sucedido a finales del XVIII, fue en realidad un intento de restauración y recuperación de antiguos derechos y privilegios, que acabó justo en lo contrario: en el desarrollo progresivo y la apertura de un futuro, que desafiaba cualquier intento posterior de actuar o de pensar, en términos de movimiento circular o giratorio. Y mientras que la palabra “revolución”, se transformó radicalmente en el proceso revolucionario, ocurrió algo similar, pero infinitamente más complejo, con la palabra “libertad”. Mientras que con ella no se pretendía indicar, nada más que la libertad “restaurada”, seguiría refiriéndose a los derechos y libertades que hoy asociamos con el gobierno constitucional, los que propiamente se llaman derechos civiles. Y entre estos, por cierto, no se incluía el derecho político a participar en los asuntos públicos. Lo revolucionario no era la proclama de “vida, libertad y propiedad”, sino la idea de que se trataba de derechos inalienables de todos los seres humanos, al margen de donde vivieran, o del tipo de Gobierno que tuvieran. E incluso en esa nueva y revolucionaria extensión a toda la humanidad, la libertad no significaba más que la autonomía, frente a todo impedimento injustificable, es decir, algo en esencia negativo.
Ninguna revolución, independientemente de lo que se haya abierto a las masas y a los oprimidos, se ha iniciado nunca por ellos. Y ninguna revolución ha sido tampoco obra de conspiraciones, de sociedades secretas, o de partidos abiertamente revolucionarios, afirma Arendt.
Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible, allí donde la autoridad del Estado se halla intacta, lo que, en las condiciones actuales, significa allí donde cabe confiar en que las Fuerzas Armadas, obedezcan a las autoridades civiles. Las revoluciones no son la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política (este es un punto que, pienso, deberían memorizar los independentistas más entusiastas). Si se permite que se desarrollen sin control procesos desintegradores, durante un periodo prolongado, pueden producirse revoluciones, pero a condición de que haya un número suficiente de gente, preparada para el colapso del régimen existente, y para tomar el poder al precio que sea.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Enero del 2019




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