Nos recordaba el otro día Manuel Cruz, que la cosa queda muy clara si, en vez de enredarnos con la filosofía ¡siempre tan suya! aplicamos la advertencia neopositivista a nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. En este terreno certificaremos hasta que punto, el lenguaje puede acabar frecuentemente, jugándonos malas pasadas, hasta que punto resulta usual, hacer y hacerse trampas con las palabras.
El lenguaje es un artefacto de tal poder, que tanto puede servir para un fregado como para un barrido, tanto para generar el mayor de los daños, como para provocar una intensa felicidad. Tanto permite iluminar la realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible, como puede oscurecerla por completo. Para nuestra desgracia, es de lo último de lo que, hoy en día, podemos encontrar más ejemplos. El lenguaje político es fuente casi inagotable, de ilustraciones a este respecto. Basta pensar en la cantidad de ocasiones, en las que aceptamos de forma acrítica, la valoración que desliza una expresión, que llega cargada de connotaciones. ¡Líneas rojas! En momentos en que las circunstancias, parecen obligar a que las fuerzas políticas se sienten a dialogar, parece casi inevitable que alguien saque a colación, obviamente para rechazarla, dicha expresión.
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Manuel Cruz |
Pero ninguno de estos múltiples peligros potenciales, debería llevarnos a olvidar, que la palabra es también, precisamente, la mejor herramienta de que disponemos, para construir consensos, para comenzar a establecer, entre todos, el modelo de sociedad en que queremos vivir, el ideal de vida buena, que estamos dispuestos a perseguir. No otra cosa debería ser – es, para algunos – la política.
Sostener que ha llegado la hora de la política, es lo mismo que afirmar, que ha llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra que ilumina, y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos, y no de la que legitima el rechazo del otro. Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil.
Abandonados todos los grandes relatos, que antaño nos cobijaban, los sentimientos parecen haber venido a sustituir las convicciones. Fue Marcel Proust el que nos dejó dicho, que hay convicciones que crean evidencias. Pero lo nuevo de nuestro tiempo, es que esa tarea de producción de evidencias, la han asumido los sentimientos. Ellos, los sentimientos, parecen haber pasado a ser, para muchos, el único lugar seguro, el único lugar a salvo, del cuestionamiento permanente de todo. Pero, tengámoslo muy presente, lo que nos hace realmente humanos, no es que experimentemos sentimientos o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas. Ya hace mucho tiempo que se viene aplaudiendo en exceso, esa dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un valor incuestionable. Y quede claro que no estoy en la línea, de los que piensan que las emociones que deben ser educadas, son siempre exclusivamente y por definición, las de los demás.
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Jürgen Habermas |
De todo ello se deriva, que no haya mayor rechazo de la política, que el que representa negarse a escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción, que la de representantes políticos, en sede parlamentaria, tratando de ahogar con sus gritos y abucheos, la intervención de un adversario. Si nos fijamos bien, veremos que no estamos hablando de reincidir, en la vieja contradicción entre razón y emociones. Porque el propio lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Sí, lo sé, hay quien contraargumentará, que existen muchos usos diferentes del lenguaje. Pero la respuesta inevitable, es que también la razón, se “dice” de muchas maneras. Pero en todo caso, es en la palabra donde se pone a prueba, el valor de cualquier propuesta.
Quienes sustituyen el argumento por el insulto, algo tan frecuente en las redes sociales, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos para defender sus opiniones) y quienes sólo quieren hablar de una cosa (como si todo lo demás les importara un pito) no sólo acreditan, con tales posturas, no estar a la altura de la herencia democrática y racionalista recibida, sino algo peor. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de encuentro entre los ciudadanos (el “espacio público” del que nos habló Hannah Arendt) que se articula mediante la palabra, sólo puede ser considerado, como una forma retomada de barbarie.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Diciembre del 2019.
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