Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 25 de septiembre de 2017

ILUSIONES Y HECHOS

El artículo de hoy (23.09.2017) de José Luis Pardo en El País, me ha llevado a releer algunas notas y párrafos subrayados, en un par de tomos de Bertrand Russell, referidos al recurrente tema de las Ilusiones y los Hechos.
Mi estimado Lord Russell, hace ya algo así como poco más de medio siglo, explicó (algo que merece ser recordado en esta época de la posverdad) que una proposición es verdadera, solo si se corresponde con los hechos. Lo hizo entonces contra los pragmatistas y los neopositivistas, que sostenían que las afirmaciones no se validan por los hechos, sino por su coherencia con el marco interpretativo. Y a Russell le como escandalizaba esta posición porque, según ella, una proposición falsa podría declararse verdadera, si se construía un marco fantástico o ilusorio para interpretarla, que fuera mayoritariamente aceptado. La historia cultural posterior, parece haber dado la razón a los adversarios de Russell, y a él, algunos, le han considerado una especia de cascarrabias desfasado. Hasta el punto de que hoy los gabinetes de prensa, elaboran “hechos alternativos”, para convertir en verdadera cualquier proposición, por muy fantasmagórica que sea. Es cierto que no siempre consiguen crear una “verdad alternativa”, pero sí logran sembrar la duda, acerca de cual es la realidad y cual la ficción.
En mi opinión, los catalanes independentistas “viven en una realidad paralela”. Según algunas encuestas, el marco interpretativo mayoritario en Cataluña, sería el de quienes creen tener un “derecho a decidir” sobre la forma del Estado español, derecho del que carecen el resto de sus compatriotas. A mi, en la línea de Russell, esto me parece una “ilusión”. Pero para probarlo tendría que recurrir a los “hechos” – a los jurídicos, no a los estadísticos – y en este momento sería cuando me convertiría, a ojos de muchos, en un reaccionario ¡quien me lo iba a decir a estas alturas! tan recalcitrante como el viejo Russell, y se me acusaría de atentar contra las “ilusiones colectivas”.
Bertrand Russell
El nacionalismo, pensamos ¿muchos? es la creencia – entre otras - de que los portadores de cierta identidad, son superiores a los que no la portamos. Y yo diría, una vez más, que eso es otra “ilusión”, pero los nacionalistas intentan esquivar esa conclusión, señalando un “hecho”: el hecho diferencial que les hace distintos, es decir, superiores. A diferencia del nacionalismo vasco, el catalán no busca este hecho en la genética (aunque Junqueras, el otro día, parecía que iba por ahí) sino en la cultura, en ese hecho de cultura que es la lengua. Identificando ser catalán, con “hablar catalán” (yo también lo hablo, y mi mujer, mis hijos y mis nietos) y el “hablar catalán” con ser nacionalista ¿Quién se atreve hoy a recordar que, como habría dicho Nietzsche, no hay hechos diferenciales, sino interpretaciones diferenciales (o sea supremacistas) de los hechos?
Este sería pues, a día de hoy, el marco interpretativo dominante (fantástico, sí, pero no por ello ineficaz, opina Pardo) en el cual la ficción soberanista, se torna estrictamente coherente, como igualmente coherente resulta también, el corrimiento del espectro ideológico estatal, en el que se ha insertado con sonados triunfos, la nueva izquierda revolucionaria nacida del 15M, y debido al cual, quienes a principios de este siglo éramos de izquierda, pero no nacionalistas ni anticapitalistas, sin necesidad de haber cambiado de ideas, y de acuerdo con las nuevas coordenadas interpretativas, hemos acabado situados en el fondo del pozo del facherío, como muy a la derecha de Trump y de Marie Le Pen, por sólo citar dos energúmenos.
Y ahí, me temo, terminaremos todos aquellos a los que se nos ocurra, como al querido Russell, invocar la correspondencia con los “hechos” como fundamento de la “verdad”, en lugar de aceptar la más absurda teoría de la verdad, como coherencia con el delirio dominante.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 23 de Septiembre del 2017.

lunes, 18 de septiembre de 2017

HISTORIADORES. NI CON UNOS NI CON OTROS

En 1979 Raymond Carr había finalizado otro libro más: “La tragedia española” Madrid. Alianza Editorial 1986. Se trataba de una reflexión propia, sobre la guerra civil española. El subtítulo de la obra, “La guerra civil en perspectiva”, dejaba bien clara su intención: pretendía analizar la guerra desde una posición distante, y supuestamente neutral. En el mismo prólogo anunciaba su propósito, con una cita ilustrativa: “Lloyd George informó al gobernador en Palestina, Ronald Storrs, de que tanto los árabes como los judíos, se quejaban de su actuación como gobernador (Storrs se veía ya de patitas en la calle). Si deja de quejarse uno de los bandos (terminaba Ll. George), dese por destituido”. Los historiadores, añadía Carr, no tienen que pasar casi nunca, por el riesgo de la destitución. Pero, quizá, serían mejores historiadores, si corrieran ese riesgo.
Lloyd George
Por esas fechas Carr andaba muy “obsesionado”, con la cuestión de la neutralidad, decía Adrian Lyttelton (especialista en la historia de Italia): “No hacía más que hablar de ello, aunque políticamente él no fuera tan neutral…” Estaba empeñado en demostrar su “neutralidad”, desde que el historiador marxista Herbert Southworth, le acusó de ser el “líder de una conspiración neofranquista”, junto al historiador conservador americano experto en la Falange Stanley Payne. Raymond se sintió profundamente ofendido, por la afirmación de Southworth. Él nunca había justificado el “golpe franquista”, ni “conspiraba” con nadie:
"Parte de su evidencia es que me vio cenando con Ricardo de la Cierva… También he tenido a Federica Montseny en mi casa, y la he invitado a dar una conferencia en Oxford ¿Soy, por tanto, el líder de una escuela neoanarquista?... Mi esposa Sara y yo, distribuíamos propaganda antifranquista en España, cuando el Sr. Southworth estaba feliz y a salvo en Tánger. No soy neofranquista. Soy, como ha destacado un airado lector, un “recalcitrante ‘don’ de Oxford”
Curiosamente, fueron autores progresistas auténticos, expertos en la guerra civil, los que hicieron las valoraciones más positivas de ese libro de Carr. Así, el historiador marxista español Manuel Tuñón de Lara (con el que mantuve una buena amistad) destacaba (“Journal of Modern History”, Diciembre 1978) su claridad y su objetividad: “De esta obra – decía – no sé si admirar más su preocupación de seriedad, sus reflexiones esclarecedoras, o su incontestable valor didáctico”. La importancia que Carr le concedía, a cuestiones como la reforma agraria, o la actitud de la banca y su sabotaje del crédito, le parecían fundamentales. Paul Preston, por su parte, destacaba (“New Society” 11 Agosto 1977) sus vívidos “sketches”, o la elegancia de estilo, pero sobretodo su manera de sentir la realidad: “No se trata de una fácil objetividad de la indiferencia, sino más bien de una honesta confrontación de verdades dolorosas, particularmente en las secciones que explican la derrota republicana. Uno quisiera – concluía – no estar de acuerdo con todo en este libro, pero es altamente iluminador, y nunca deja de estimular el pensamiento”.

Raymond Carr
En España no se tradujo “La tragedia española”, hasta casi diez años después, y pasó un poco sin pena ni gloria. En parte por el peso de la obra de Hugh Thomas “La Guerra Civil Española”, y en parte porque casi paralelamente a la edición de su mencionada obra, Carr había trabajado en otra que se publicaría directamente en España, y que acapararía plenamente la atención del público español, convirtiéndose incluso en un “best seller”. Se trataba de “España de la dictadura a la democracia”, en realidad una ampliación cronológica de su primera y famosa obra “España 1808-1939”, que ahora escribió a medias con su antiguo alumno – y desde 1976 director del Centro Ibérico – Juan Pablo Fusi.
Según destacaba el propio Carr, lo cierto era que como historiador en “La tragedia española”, había intentado entender las razones y los impulsos de los unos y los otros, evitando juicios morales fáciles. Había puesto, en definitiva, mucho de sí mismo en el ensayo, y no pretendía contentar a nadie. “Me ha llamado neofascista la izquierda lunática, y peligroso liberal la extrema derecha” decía en el prólogo. Aunque en realidad a él le encantaba moverse, en ese terreno contra la corriente (o contra las corrientes) convencionales.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 1 de Septiembre del 2017.


martes, 5 de septiembre de 2017

PUEBLO, “PEUPLE”, “PEOPLE”, “VOLK”…

“Cuando yo uso una palabra
significa exactamente lo que yo
quiero que signifique”.
(“Alicia a través del espejo”. Lewis Carroll)

Algunos ya me habréis leído protestando, cuando se invoca demagógicamente al “pueblo”. A aquellos que gritan: dejad de discutir (los políticos), y preocuparos de los intereses del “pueblo”, siempre contesto con la pregunta ¿quién es el “pueblo”? ¿son los Botín o los inmigrantes legales el “pueblo”? ¿Los intereses de unos y de otros que hemos de defender, son los mismos?
Muchos contestarán que ese es un debate meramente académico. Puede. Pero la democracia es debate y entendimiento. Las palabras condicionan el pensamiento. Y si, al ya de por sí complicado debate, lo llenamos de significantes vacíos, sustantivos poliédricos y conceptos amorfos, la tarea de entendernos, se complica “ad infinitum”. Definir es, en primer lugar, delimitar, asignar fronteras. Un concepto indefinido es un concepto “sin final”, que no sabemos cuando es aplicable y cuando no, que incluye y que excluye.
Hace ahora unos meses, con motivo del fallecimiento del gran pensador Giovanni Sartori, me leí su magnífica obra: “¿Qué es la democracia?”. Y mira por donde, me topé con una serie de acertadas preguntas, que se hace el inigualable florentino, sobre el concepto de “pueblo” en política.
Nuestro “pueblo” se origina a partir del “demos” griego. Y del “demos” se daban - ya en el siglo V antes de C. - muchas interpretaciones. La palabra se reconducía de distintas formas a 1) “plethos”, es decir, al “plenum”, al cuerpo de ciudadanos en su totalidad; 2) “hoi polloi”, a los muchos; 3) “hoi pleiones”, a los más; 4) “ochlos”, a la muchedumbre. Y la noción se vuelve aún más compleja, cuando el “demos” griego se ve reconvertido en el “populus” latino, puesto que los romanos, y más el desarrollo medieval del concepto, hacen de “populus” en parte un concepto jurídico y en parte una entidad orgánica.
En definitiva ¿el pueblo es singular o plural? El término italiano “popolo”, así como el francés “peuple” y el alemán “volk”, son singulares. Nosotros decimos: “el pueblo es”. Pero en inglés “people” significa “personas” y rige el plural: en inglés se dice “el pueblo son”. Y a más a más, la Constitución inglesa no conoce ni reconoce (en términos de valor legal) ninguna entidad denominada “the people”, el pueblo.
Giovanni Sartori
Y, repetimos, como las palabras condicionan el pensamiento, no es fortuito que “pueblo” (en singular) se preste a ser concebido como una totalidad orgánica, como una indivisible voluntad general, mientras que “the people” indica una multiplicidad discreta, un agregado de muchos “cada uno”. El singular transmite la idea de un ente, el plural disgrega esa idea.
En la docta opinión de Sartori, el pueblo como totalidad indivisible, no es aceptable para la teoría de la democracia, tal como la entendemos hoy. El “populus” medieval no era el “volk” de los románticos. El organicismo medieval (que se extiende hasta la Revolución Francesa) era corporativo y agrupaba al individuo en nichos, que resultaban inmovilizantes, pero a la vez protectores. En cambio, el organicismo romántico es verdaderamente totalizador y disolvente: el individuo se funde en el “espíritu del pueblo”, en el “Volksgeit” o en el “Volkseele” y, realmente, se disuelve en el fluir intemporal de la historia. De ahí que la “fusión orgánica”, que lleva a concebir al pueblo como una totalidad indivisible, sea de cuño romántico; y es esta versión de la noción de “pueblo”, la que ha legitimado el totalitarismo del siglo XX. En nombre de la totalidad, y a cubierto bajo la fórmula “todos como uno solo”, todo el mundo puede ser aplastado y oprimido, de uno en uno.
Nuestras democracias permiten la disensión, porque al confiar el gobierno a la mayoría, tutelan el derecho de hacer oposición en su contra. Si podemos replicar a Rousseau, que el ciudadano no es libre sólo en el momento de votar, sino siempre, es porque él (el ciudadano) puede, en cualquier momento, pasar de la opinión de la mayoría a la de la minoría. Es en este poder “cambiar de opinión”, donde radica el ejercicio de mi libertad. Por lo tanto Lord Acton podía escribir con conocimiento de causa: “La prueba más segura para juzgar si un país es verdaderamente libre, es el “quantum” de seguridad de que gozan la minorías”. Y otros teóricos de la democracia y el constitucionalismo, han recalcado que en las democracias, la oposición es un órgano de la soberanía popular, tan vital como el gobierno. Y que suprimir, aunque sólo sea de facto, la oposición, significa suprimir la soberanía del pueblo.
Quien se llena hoy la boca con la palabra “pueblo”, raramente suele explicar de que se trata. Cuando los griegos acuñaron “demokratía” – Herodoto fue el primero – el “demos” en cuestión, estaba constituido por los ciudadanos de la “polis”, de la pequeña ciudad, que era de verdad una comunidad, una “Gemeinschaft”. Los atenienses que se reunían en la plaza, eran menos de cinco mil, y normalmente sólo acudía la mitad. Pero el hecho es que ese “pueblo”, ha dejado de existir hace ya mucho. Con el derrumbe de las estructuras corporativas, y del orden de clases, “pueblo” designa, cada vez más, un agregado amorfo que está en las antípodas, de aquel todo orgánico que los románticos habían divinizado.
¡No sigamos anclados en el romanticismo! Así que, a todo el que a partir de ahora, vuelva a invocarme al “pueblo” sin determinar a que se refiere, le endilgaré sin misericordia este rollo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Mayo del 2017.