Escribía Ortega en “La doctrina del punto de vista”: “Todo conocimiento lo es desde un punto de vista determinado. La ‘species aeternitatis’ de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de se utilidad instrumental, para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar, que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto, sólo proporciona abstracciones”.
El error inveterado, me parece, consiste en suponer que la realidad tiene por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tome, una fisonomía propia. Pero es el caso que la realidad, igual que un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa, es esa que pretende ser la única. Dicho de otra manera: “lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde “lugar ninguno” (Ortega). Y una idea forjada, sin otra intención que hacerla perfecta como idea, cualquiera que sea su incongruencia con la realidad, es precisamente lo que comúnmente llamamos “utopía”.
A lo largo de la historia, cada revolución se ha propuesto la vana quimera, de realizar una utopía más o menos completa. El intento, inexorablemente, ha fracasado. Y el fracaso suscita el fenómeno gemelo y antitético de toda revolución: la contrarrevolución. Interesante sería, en otro momento, mostrar históricamente como ésta (la contrarrevolución) no es menos utopista que su hermana antagónica, aún cuando es menos sugestiva, generosa e inteligente. El entusiasmo por la razón pura no se siente vencido y vuele a la lid. Otra revolución estalla, con otra utopía bordada en sus pendones, modificación de la anterior. Nuevo fracaso, nueva reacción; y así, sucesivamente, hasta que la conciencia social comienza a sospechar, que la falta de éxito no es debida a la intriga de sus enemigos, sino a la contradicción misma del propósito.
El programa utópico acaba revelando su interno formalismo, su pobreza, su sequedad, en comparación con el raudal jugoso y esplendido de la vida. A la política de meras ideas, sucede una política de cosas y de hombres. Se acaba por descubrir que no es la vida para la idea, sino la idea, la norma para la vida. O como nos recuerda Ortega que dice el Evangelio: “el sábado por causa del hombre es hecho, no el hombre por causa del sábado”.
Sobre todo – y éste es, me parece, un síntoma muy importante – la política toda pierde su presión, desaparece del primer plano de las preocupaciones humanas, y queda convertida en un simple menester, como otros tantos que son ineludibles, sí, pero no atraen el entusiasmo, ni se sobrecargan de un patetismo solemne y casi religioso.
Cuando llega el ocaso de las revoluciones, a la gente le parece este fervor de las generaciones anteriores, una evidente aberración de la perspectiva emocional, sentimental. La política no es cosa que pueda ser exaltada, a tan alto rango de esperanzas y respetos. El alma racionalista – nos recuerda Ortega – la ha sacado de quicio, esperando demasiado de ella. Cuando este pensamiento comienza a generalizarse, concluye la era de las revoluciones. Al alma revolucionaria, conocemos por la historia, no ha sucedido nunca un alma reaccionaria, sino, más bien, un alma desilusionada. Es la inevitable consecuencia psicológica, que dejan los espléndidos siglos idealistas, racionalistas; centurias de dilapidación orgánica, borrachas de confianza, de seguridad en sí mismas, grandes bebedoras de utopía e ilusión.
José Ortega y Gasset |
La desviación utopista de la inteligencia humana comienza en Grecia, y se reproduce dondequiera llegue a exacerbación el racionalismo. La razón pura construye un mundo ejemplar, con la creencia de que él es la verdadera realidad y, por tanto, debe suplantar a la efectiva. La divergencia entre las cosas y las ideas puras es tal, que no puede evitarse el conflicto. Pero el auténtico racionalista no duda de que en él – en el conflicto – le corresponde ceder a lo real. Y esta convicción – opina Ortega – es la característica del temperamento racionalista.
Claro es que la realidad posee dureza sobrada, para resistir los embates de las ideas. Entonces el racionalismo busca una salida: reconoce que, “por el momento”, la idea no se puede realizar, pero que lo logrará en “un proceso infinito” (Leibnitz, Kant…). El utopismo toma la forma de “ucronismo”, ese pecado que consiste en cegarse, no a esta o aquella realidad histórica, sino a cualquier realidad histórica, consiste en pensar, en el fondo de uno mismo, que es Adán y que el mundo es nuevo, y que no ha habido nada, que no existe nada, que ahora toda va a crearse de golpe y de una vez.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Mayo del 2017.