De pronto se publica en Francia, un polémico manifiesto firmado por cien intelectuales y artistas, que critican el movimiento #Me Too. Y se ha armado la marimorena. Me llamó la atención, que una de las firmantes fuera Catherine Millet, directora de Art Press, revista que cofundó en 1972. En su día me había leído “La vie sexuelle de Catherine M.”, una atrevida autobiografía de su vida sexual, en la que relataba sin pelos en la lengua sus prácticas sexuales, incluidas orgías con desconocidos. Me admiró su extrema sinceridad y valentía, pero, quizá aún más, el hecho de que en Francia, una mujer pudiera reconocer la práctica de juegos sexuales, que a muchos les parecerían inapropiados, y seguir tranquilamente viviendo su vida pública, y llevando el timón de una prestigiosa publicación de arte. Al manifiesto de las francesas, le han llovido vituperios sin cuento. Me entraron ganas de echar mi cuarto a espadas, más no me atrevía aún a meterme en semejante avispero.
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Catherine Millet |
En mi opinión, tanto los de #Me Too como el manifiesto francés, llevan su parte de razón e incluyen muchas exageraciones. Vaya por delante que en cuestión de libertades, especialmente referidas a costumbres, no tengo dudas: Francia. Los EE.UU. me han parecido siempre, un tanto cautivos – por ser suave - de un puritanismo casposo, más propio de la Edad Media.
Pero a lo que íbamos. Los que me conocen me han oído repetir, que incluso las causas más nobles, cuando se salen de madre, pierden gran parte de su justificación. Se puede luchar contra esa lacra de acoso sexual a las mujeres, sin necesidad de regresar al puritanismo victoriano. Y se debería poder discrepar de los excesos de #Me Too, sin ser por eso condenado a la hoguera como hereje. Hay que llevar mucho, mucho cuidado, con esos “tribunales públicos” que se constituyen en las redes y en los medios, en los que el acusado no tiene la mínima posibilidad de defenderse. Me aterrorizan esas “olas purificadoras” que recorren nuestra actual sociedad. Se comienza por denegar a alguien ejercer ciertas funciones, después se queman sus libros, sus cuadros o sus películas, y se termina ingresándolos en un campo de concentración. No sería la primera vez en la historia.
Muy cierto es que en la vida social, en nuestro vivir con los demás, nos topamos con frecuencia, con actos que nos importunan, molestan, fastidian, incomodan, nos sacan de quicio… Pero creo que debemos admitir, que hay un margen en el que el comportamiento de los demás puede desplegarse, sin que sea un delito. Hay comportamientos que te pueden parecer extremadamente molestos y tienes derecho a quejarte, sí. Pero de ahí a considerarlos un delito, hay un espacio que no deberíamos traspasar. Mucho ojo al soñar con sociedades utópicas, reguladas hasta el mínimo detalle (reléase el “1984” de George Orwell). La codificación de las relaciones en todos los detalles de la vida, es imposible. Al menos hasta que todos seamos robots.
Cuanta más libertad haya en la circulación de los discursos y de las imágenes, más se crisparán los sectores a quienes molesta la libertad. Debemos acostumbrarnos a ello. Y embridar nuestras emociones, para no entrar en una espiral de violencia imparable. Con extrema preocupación me parece detectar, un clima de inquisición en el que cada uno vigila a su vecino, y luego lo denuncia en las redes. Todos los rincones de nuestra sociedad, parecen estar bajo vigilancia, incluida nuestra esfera más íntima. Y quizá lo más sorprendente, al menos para mí, es que esta voluntad de censura, ya no proceda exclusivamente, de los círculos más conservadores.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Enero del 2018.
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