A estas alturas, a los que me leen con cierta asiduidad, no les extrañará confirmar que Raymond Carr es uno de mis historiadores preferidos, sino el que más.
Carr podría haber sido periodista (al menos lo intentó en dos ocasiones). O científico, porque le apasionaba la astronomía. Incluso interprete de jazz, su gran pasión: “Lo dejé porque no era lo suficientemente bueno”. Pero de la mano de su padre, se orientó hacia la Historia. Y el Oxford humanista e historicista de finales de los años treinta, hizo el resto.
Su forma de hacer y entender la historia viene determinada – como con frecuencia ocurre – por su época, pero también por la importancia que en su biografía tuvo el “accidente” e, igualmente, su migración social. Paradójicamente podríamos aplicar a su obra, la máxima del otro conocido Carr (Edward Hallet) tan contrario, precisamente, a reconocer el peso de lo accidental o la voluntad individual, frente a las estructuras, cuando recordaba: “Antes de estudiar la historia, estudia al historiador… antes de estudiar al historiador, estudia el contexto económico y social”. Y es que la obra de Carr (Raymond) tiende a ser un trasunto de su trayectoria y experiencia vitales. En ambas, se produce el mismo pulso entre el agente y la estructura, con la victoria – por lo general – del agente voluntarioso, aunque siempre sin despreciar el medio. Similar intento de equilibrio, o tal vez de tensa contradicción, se desprende de su interpretación de la historia, entre el peso de las regularidades o las leyes históricas, y el papel de las derivaciones coyunturales. O de su elección, entre la defensa de una interpretación única del mundo y de la condición humana, o la apertura a la exploración de horizontes y objetivos diversos, difusos.
En esa clasificación “berliniana” (por Isaiah Berlin) entre “la visión única y globalizadora del erizo, y las percepciones múltiples y confusas – y aun conflictivas – del zorro”, él se sentía más identificado con el zorro: “Pero sin las generalizaciones del erizo – sobre la lucha de clases, el imperialismo, la dependencia… etc. – los pobres zorros como yo, estaríamos condenados a una especie de puntillismo intelectual, sin dibujo general. Más aún, quedaríamos privados de una experiencia satisfactoria, algo sobre lo que hincar el diente y apretar nuestra mandíbula, para desnucar una generalización”.
También fluye, a través de la vida y obra de Carr, una buena dosis de humanidad. Humanidad en los dos sentidos en que el diccionario define este término, como sensibilidad o compasión ante las desgracias de los semejantes, y como fragilidad o flaquezas propias del ser humano, la suya misma y la de los otros. Tal vez por ello, rechazara siempre todo conato de moralización, o actitud de superioridad moral, asociado a ciertas opciones políticas o religiosas, y le interesaba especialmente el lado de los perdedores, pero también el de los heterodoxos y hasta el de los “viles”, los personajes a contracorriente.
Es igualmente común a la vida y obra de Carr, el acercamiento empático a las personas, la búsqueda de rostros y sentimientos en la nebulosa de las instituciones o estructuras, un paso más allá en lo que se denominó “human agency”, y su voluntad por entender “el otro lado” de la historia, del pensamiento, de la gente. Aunque hiciera siempre gala de un distanciamiento de la emotividad o el populismo. E incluso compartió en sus escritos y en su biografía, la misma difusa falta de teorías y fronteras, que le permitió transitar con fluidez y naturalidad, entre diferentes mundos políticos, sociales y culturales, sin dificultad ni resentimientos.
Entre los filósofos y los historiadores de las ideas, siempre se inclinó por los liberales. Collingwood, y su visión de la historia como reconstrucción de la experiencia pasada, inspiró su formación como historiador. Popper le previno, decía, contra ideologías o proyectos de sociedades perfectas, y le hizo adepto a la ingeniería social gradual. A Berlin, de quien se declaraba como incondicional y “cariñoso discípulo”, le decía: “has tenido en mí más influencia que cualquier pensador vivo”, y le reafirmó en dos cuestiones fundamentales. Por una parte, el papel del individuo en la historia. Y en esa línea interpretaría, por ejemplo, el papel de Juan Carlos I en la transición democrática. “El accidente y la elección personal es el material de la historia”, escribía. “El determinismo es para los historiadores, que se sienten compelidos decorar la sabiduría tras el acontecimiento, con ropas filosóficas decentes”. Pero, sobre todo, el pensamiento de Berlin fue el que le proporcionó el refuerzo filosófico al relativismo o pragmatismo, de su visión e interpretación liberal de una historia, en la que no buscaba buenos o malos absolutos. Como se desprendía de esa sentencia de Hegel, que tanto le gustaba utilizar a Carr, y que había anotado cuando era un adolescente, en su cuaderno de citas: “Lo trágico no es el conflicto entre el bien y el mal, sino entre el bien y el bien”. Al igual que en la vieja tragedia de Antígona y Creón, esas referencias del bien podían ser incompatibles entre sí, o ciegas la una a la otra. Pero había que elegir.
Por otra parte, a Carr siempre le fascinó la historia militar, desde su admiración estudiantil a Von Clausevitz, hasta el trabajo de Michael Howard. Entre los historiadores sociales, se rindió ante los maestros de la escuela de Birmingham, fundamentalmente ante F. P. Thompson, por su análisis cultural de la construcción de la clase obrera. Sobre la historia social consideraba que a veces, sí, abordaba temas relativamente secundarios, y casi siempre requería una investigación más minuciosa y difícil que la historia política o diplomática, pero que llegaba más fácilmente a la gente. Pensaba, por ejemplo, en “Montaillou”, la obra de Le Roy Ladurie sobre la vida de un pueblo campesino francés, en la época de los cátaros. Él defendía, en todo caso, la práctica de una historia narrativa y de amplio espectro, en el sentido más tradicional.
Raymond apreciaba mucho la obra de Eric Hobsbawm, aunque discrepara radicalmente con él en lo político: “Me hubiera gustado escribir su historia de Europa”. “Siempre estuvo insatisfecho y en busca de algo más – decía su amigo Quinton – pero jamás fue envidioso”. El también hispanista el gran Sir John Elliott era, de hecho, su historiador contemporáneo más valorado: “Aborda el problema que a mi me preocupa – escribía Carr – como aplicamos las nociones de revolución, derivadas de la Revolución Francesa y el racionalismo, en el sentido del siglo XIX, a periodos donde no se ajustan”. Pero criticaba toda historia construida desde excesos de sociologismos, psicologismos o teoricismos científicos.
Y sobre todo, Carr, cultivaba un amor por la forma, tanto o más que por las ideas que, en todo caso, siempre se pueden expresar con imágenes.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Diciembre del 2017.
Reflexiones y opiniones a vuelapluma, de cualquier cosa que se me ocurra sobre política, historia, filosofía y otras materias
lunes, 26 de marzo de 2018
lunes, 19 de marzo de 2018
CARLOS E ISABEL
Publica estos días en España, la Editorial Ático de Libros, “Cuatro príncipes” del historiador John Julius Norwich (en realidad su apellido es Cooper, lo de Norwich proviene de su título nobiliario: Segundo Vizconde de Norwich). Los cuatro príncipes que dan título al libro fueron: Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia, el emperador Carlos V y Solimán el Magnífico. Un hecho extraordinario me parece, que coexistieran en la historia, cuatro titanes de su envergadura. Una de las virtudes, pero no la única, del relato, es presentar las historias de los cuatro protagonistas, no como compartimientos separados, sino entrelazados en el mismo hilo narrativo. “Es era la idea”, explica el autor. “Estaban constantemente enredados, todos interactuaron, salvo Enrique con Solimán. Es una manera de mostrar, que también los hechos están entrelazados”.
La ostentación y el esplendor de Enrique y Francisco – nos explica Norwich – contrastaban con la austeridad del más poderoso de los cuatro, el emperador Carlos. Y ello me ha llevado a recordar una visita que hice, y la reflexión o interrogación que me produjo. Un fin de semana – en los años sesenta, mientras estudiaba Económicas en la Complutense - me acerque a visitar el Monasterio de Yuste (Cáceres), lugar en el que vivió el emperador Carlos los dos últimos años de su vida. Los frailes jerónimos, que entonces lo habitaban, me enseñaron la mayor parte del mismo. Todo el entorno respiraba una profunda austeridad. ¿Cómo un hombre educado en Flandes, en la Corte de Borgoña, había decidido, en el esplendor de su poderío, retirarse a un lugar tan sobrio, tan severo? Cuando Carlos V llegó a España por primera vez con 17 años, llegaba con las costumbres y los gustos de un gran señor borgoñón. Era muy aficionado al lujo – nos relata Joseph Perez en su gran obra “Carlos V” – lo atavíos, los banquetes refinados e interminables, la caza, las fiestas, los torneos y las justas, o sea, la vida brillante que había llevado en la corte de Bruselas, en ese mundo feudal, aristocrático y caballeresco cuyos gustos e ideales compartía: cultura francesa (sólo chapurreaba algunas palabras del castellano) y culto al honor, como lo definía la Orden del Toisón de Oro, cuyo collar ostentaba casi siempre en el pecho. Y cuando murió a los 58 años, se había convertido en uno de los monarcas más austeros de la historia, y un defensor acérrimo del castellano, el cual hablaba con la misma perfección que el francés, flamenco, italiano, holandés y latín. Los historiadores han recogido una anécdota, sucedida en una de sus visitas al Papa: “Estaban presentes dos embajadores franceses y reconvinieron a su Cesárea Majestad por expresarse en español y no en otro idioma más inteligible. El Emperador dio la espalda a uno de los embajadores, el del Rey galo, y se dirigió al otro, el embajador francés ante su santidad: Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».
Norwich en su obra “Cuatro príncipes”, contrapone las aficiones mujeriegas de Enrique VIII y Francisco I a la contención de Carlos en este terreno (Solimán jugaba en otra liga) y la atribuye a su famosa austeridad en todos los ámbitos. No soy yo quien para enmendar la plana a Norwich. Pero me atrevería a decir que la contención del emperador en este terreno, es mérito de su mujer Isabel de Portugal, de la inteligencia, la cultura y el carácter de la misma, y el gran amor que siempre les unió.
Isabel era nieta de los Reyes Católicos, por tanto prima hermana de Carlos V. A lo largo de su vida, muchos la compararían con su abuela Isabel la Católica, por su carácter y su determinación en la política. Isabel fue sin duda el alma española de Carlos V, que debido a sus viajes por Europa pasaba poco tiempo en España. De sus trece años de matrimonio, Carlos estuvo la mayor parte del tiempo fuera de España, alejado de sus problemas y devenires políticos. Fue gracias a las gobernaciones ejercidas por la reina Isabel (1529-1532, 1535-1536 y 1538-1539) que España pudo mantenerse independiente de las políticas imperiales. Son muchos los historiadores que afirman que la gobernanza de Isabel, fue sin duda crucial para la España del siglo XVI.
A pesar de que el matrimonio se realizó por motivos políticos, se dice que fue una pareja feliz. Otros hablan de un auténtico flechazo, que se produjo dos horas antes de su matrimonio, cuando Isabel y Carlos se conocieron. El Rey le fue fiel (tuvo otros hijos, pero en su soltería y viudez, entre ellos el famoso Jeromín, D. Juan de Austria) y tras la muerte de Isabel, Carlos I no volvió a contraer matrimonio. Isabel era considerada una de las mujeres más bellas de su época, y como tal fue retratada por artistas como Tiziano. El matrimonio tuvo cinco hijos, siendo el mayor el futuro Felipe II de España, el único varón en sobrevivir a la niñez. Isabel de Portugal también sufrió dos abortos y no sobrevivió al segundo, ya que murió dando a luz un prematuro séptimo hijo, en uno de los aposentos del toledano palacio de Fuensalida, lugar que hoy alberga la Presidencia del Gobierno de Castilla-La Mancha.
Pablo Guimón en Babelia. El País 10.02.2018, pone en boca de Norwich las siguientes palabras: “Me gusta la historia porque es entretenida. Yo sé que nunca podría escribir una novela o una obra de teatro, porque no tengo imaginación creativa. Todo lo que puedo hacer es contar, y eso es lo que hago. No escribo para académicos. No soy académico. Nunca en mi vida he descubierto un solo hecho histórico nuevo. Y no sabría que hacer con uno si lo encontrara. No quiero empujar las fronteras del conocimiento. Lo que quiero es contar una buena historia, de manera precisa y entretenida. Y, afortunadamente, la historia está llena de ellas”.
Pues eso. Exactamente lo mismo que yo.
Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Febrero del 2018.
John Julius Norwich |
Norwich en su obra “Cuatro príncipes”, contrapone las aficiones mujeriegas de Enrique VIII y Francisco I a la contención de Carlos en este terreno (Solimán jugaba en otra liga) y la atribuye a su famosa austeridad en todos los ámbitos. No soy yo quien para enmendar la plana a Norwich. Pero me atrevería a decir que la contención del emperador en este terreno, es mérito de su mujer Isabel de Portugal, de la inteligencia, la cultura y el carácter de la misma, y el gran amor que siempre les unió.
Isabel era nieta de los Reyes Católicos, por tanto prima hermana de Carlos V. A lo largo de su vida, muchos la compararían con su abuela Isabel la Católica, por su carácter y su determinación en la política. Isabel fue sin duda el alma española de Carlos V, que debido a sus viajes por Europa pasaba poco tiempo en España. De sus trece años de matrimonio, Carlos estuvo la mayor parte del tiempo fuera de España, alejado de sus problemas y devenires políticos. Fue gracias a las gobernaciones ejercidas por la reina Isabel (1529-1532, 1535-1536 y 1538-1539) que España pudo mantenerse independiente de las políticas imperiales. Son muchos los historiadores que afirman que la gobernanza de Isabel, fue sin duda crucial para la España del siglo XVI.
Isabel de Portugal |
Pablo Guimón en Babelia. El País 10.02.2018, pone en boca de Norwich las siguientes palabras: “Me gusta la historia porque es entretenida. Yo sé que nunca podría escribir una novela o una obra de teatro, porque no tengo imaginación creativa. Todo lo que puedo hacer es contar, y eso es lo que hago. No escribo para académicos. No soy académico. Nunca en mi vida he descubierto un solo hecho histórico nuevo. Y no sabría que hacer con uno si lo encontrara. No quiero empujar las fronteras del conocimiento. Lo que quiero es contar una buena historia, de manera precisa y entretenida. Y, afortunadamente, la historia está llena de ellas”.
Pues eso. Exactamente lo mismo que yo.
Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Febrero del 2018.
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lunes, 12 de marzo de 2018
ARENDT. FILOSOFÍA DE LA EXISTENCIA
Todos sabemos que el “existencialismo” fue una corriente filosófica europea, que considera que la cuestión fundamental en el ser es la existencia, en cuanto existencia humana, y no la esencia, y que respecto al conocimiento es más importante la vivencia subjetiva que la objetividad. Kierkegaard, Heidegger y Sartre fueron los principales representantes del existencialismo, que se desarrolló sobre todo en el período de entreguerras y después de la Segunda Guerra Mundial.
Pero “Filosofía de la existencia” no es, en la denominación de Hannah Arendt, el existencialismo – al que sí se refirió en una anterior obra – sino la derrota que ha seguido la filosofía europea, desde que Kierkegaard y Nietzsche respondieron al cambio que introdujo Kant en el orden filosófico, al demoler la identidad entre el ser y el pensar, creencia en la que la filosofía había vivido desde los griegos.
Lo que en Kierkegaard llama el “nacimiento del sí mismo”, es la única vía afirmativa, aunque paradójica, que intenta asumir el riesgo de una existencia desprovista de Dios, pero también de “mundo”, entendido ya en el sentido preciso, que Arendt dará al término en su obra posterior, es decir, “mundo” como esfera de los asuntos humanos, de la interacción de unos hombres con otros. Heidegger habría profundizado en este camino, para terminar en una especia de absurdo: “El ser en el sentido heideggeriano es la nada”. El análisis del hombre, reducido a las categorías formales del “dasein”, no permite restaurar una idea de humanidad compartida. El “dasein” es profundamente solipsista. Según Arendt, el propio Heidegger fue consciente de ello, pues en los cursos posteriores a la aparición de “Ser y tiempo”, buscaría para este “sí-mismo” aislado, “un fundamento común” sirviéndose de “anticonceptos metafísicos como ‘pueblo’ o ‘tierra”, que sólo pueden conducir a “alguna superstición naturalista”. Esta apenas velada acusación de racismo, marca el punto más bajo en la apreciación de la obra de Heidegger por Arendt.
Solo Jaspers se habría mantenido fiel, a la concepción del hombre como ser libre y responsable, que busca comunicar sus experiencias a otros hombres, la única que valora Arendt como filosofía a la altura del reto, que la perdida de la tradición ha traído consigo: “La palabra ‘existencia’ da expresión a que sólo en la medida en que el hombre, se mueve en esta su propia libertad basada en la espontaneidad, y se dirige en la comunicación a otra libertad, sólo entonces existe para él la “realidad”. Podemos observar aquí, como de pasada, como adelanta Arendt una de sus ideas más originales y complejas, formulada posteriormente en “La condición humana”, donde postula que la realidad no existe sino “inter-homines”, es decir, en la medida en que los hombres son capaces de realizar acciones y hablar sobre ellas.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 6 de Marzo del 2018.
Pero “Filosofía de la existencia” no es, en la denominación de Hannah Arendt, el existencialismo – al que sí se refirió en una anterior obra – sino la derrota que ha seguido la filosofía europea, desde que Kierkegaard y Nietzsche respondieron al cambio que introdujo Kant en el orden filosófico, al demoler la identidad entre el ser y el pensar, creencia en la que la filosofía había vivido desde los griegos.
Lo que en Kierkegaard llama el “nacimiento del sí mismo”, es la única vía afirmativa, aunque paradójica, que intenta asumir el riesgo de una existencia desprovista de Dios, pero también de “mundo”, entendido ya en el sentido preciso, que Arendt dará al término en su obra posterior, es decir, “mundo” como esfera de los asuntos humanos, de la interacción de unos hombres con otros. Heidegger habría profundizado en este camino, para terminar en una especia de absurdo: “El ser en el sentido heideggeriano es la nada”. El análisis del hombre, reducido a las categorías formales del “dasein”, no permite restaurar una idea de humanidad compartida. El “dasein” es profundamente solipsista. Según Arendt, el propio Heidegger fue consciente de ello, pues en los cursos posteriores a la aparición de “Ser y tiempo”, buscaría para este “sí-mismo” aislado, “un fundamento común” sirviéndose de “anticonceptos metafísicos como ‘pueblo’ o ‘tierra”, que sólo pueden conducir a “alguna superstición naturalista”. Esta apenas velada acusación de racismo, marca el punto más bajo en la apreciación de la obra de Heidegger por Arendt.
Soren Kierkegaard |
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 6 de Marzo del 2018.
lunes, 5 de marzo de 2018
CARR. RENOVACIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA
Cuando Raymond Carr, el gran hispanista inglés, comenzó a interesarse por América Latina (después de muchos años de dedicación a su gran obra “España 1808-1939”) también lo hizo por la renovación de la historiografía.
Una de sus contribuciones más importantes, a estas nuevas preocupaciones, quizá fue un artículo el 7 de Abril de 1966, en un número especial del “Times Literary Supplement”: “New ways in history”. Este número especial, dedicado a la situación de la historia en Gran Bretaña, recogía colaboraciones de historiadores como Edward Palmer Thompson, Eric Hobsbawm o Keith Thomas entre otros, y se prolongó en los siguientes números, con las aportaciones al debate de otros historiadores como Lawrence Stone, Trevor-Roper o incluso Isaiah Berlin. El debate afectaba fundamentalmente, a la renovación en la historiografía británica, que se estaba produciendo, gracias a la utilización de nuevas herramientas (sociología, demografía o psicología social), y a los nuevos acercamientos y objetivos (la historia desde abajo y el crecimiento de su público). Pero también a su ruptura, con el tradicional localismo británico, que se constataba con el crecimiento de nuevos enfoques (arte, tecnología) o áreas de estudio como África, Asia o América Latina. Y ahí era donde entraba Carr, para defender la necesidad de esta ampliación… pero también para alertar, de los peligros de su excesiva “sociologización”.
Carr se preguntaba cual iba a ser “la naturaleza del producto” historiográfico. Una cosa clara – decía – era que la situación latinoamericana forzaba a la “contemporaneidad” en el sentido croceano (por Benedetto Croce) y requería un tipo de historia y de análisis histórico, que se alejara de la estrecha narrativa tradicional. Esto – añadía – era lo que demandaban los propios historiadores latinoamericanos de la nueva generación, que volvían sus ojos a Europa y Estados Unidos, en busca de metodología (aunque no de modelos). Pero sin una base importante de historia social – concluía – resultaba difícil elaborar históricamente, la sociología del cambio. El repensar la historia de América Latina, era una labor conjunta, demandada por historiadores y científicos sociales. Pero Raymond criticaba, esa “avalancha de sociólogos norteamericanos y científicos políticos”, que habían aterrizado sobre el subcontinente, cargados con sus “brillantes herramientas nuevas”, que no se ajustaban a las peculiares estructuras del área, y que no sólo resultaban “abrumadoras” para los latinoamericanos, sino que poco podían hacer con sus métodos, tipologías y estadísticas, sin una base histórica importante:
“Nadie
que mirara las estadísticas, hubiera podido predecir, la naturaleza de la
revolución cubana. Alguien que hubiera mirado, la formación histórica de Cuba y
de la sociedad cubana, podría haber visto las grietas en el edificio o, más
bien, que el edificio no existía en absoluto”.
Carr consideraba que era fundamental, la conexión entre la historia y las ciencias sociales, para obtener un resultado positivo:
“Sin una
compresión histórica, los economistas no serán capaces de ver claramente, los
recursos que hay que movilizar y – añadía – como hacerlo. Si los científicos
sociales, rechazan la historia narrativa de los académicos, la aplicación de
técnicas avanzadas en las ciencias sociales, derivadas de las sociedades
desarrolladas, pueden producir resultados estériles y llenos de irrealidad.
Sólo la historia es capaz de elucidar la semántica de la política, en un
continente que, aunque se ajusta a las condiciones estadísticas del
subdesarrollo, tiene una larga tradición histórica”.
Así lo demostraba, pensaba Raymond, el doloroso, cuando no ridículo, esfuerzo por aplicar a América Latina, el esquema funcionalista sobre estatus, roles y equilibrios sociales de Talcott Parsons, uno de los sociólogos conservadores americanos, más importante de la Guerra Fría.
¿Y como se debía proceder entonces? El proceso historiográfico en Europa, reflexionaba Carr, había ido de lo general a lo particular, y de vuelta a reconstruir lo general. ¿Y que se estaba haciendo en América Latina? Según destacaba Raymond, se habían intentado fundamentalmente dos vías. La primera era la búsqueda de temas limitados, con el consiguiente riesgo de dejarse dominar por las fuentes. Y la otra vía, era la de la búsqueda de un típico problema en un área limitada, por ejemplo los estudios de dos ciudades, comparando una tradicional con otra en proceso de rápido desarrollo, para destacar las tensiones, contrastes en las áreas de cambio, etc. Ambas opciones parecían necesarias e inevitables, pero muy fragmentarias: “¿No estamos atrapados en el círculo vicioso de la pobreza? – se preguntaba Carr -. No podemos escribir historias generales, porque las monografías no están escritas. Y no podemos poner las monografías “in situ”, porque las historias generales no están escritas. ¿No deberíamos intentar, por mucho que sea imperfecto, abordar el retrato completo?”. Esa era su propuesta fundamental. Buenas historias nacionales y buenas historias comparadas, en el sentido casi victoriano: “Dar un paso atrás, para poder dar un salto hacia delante”. Sólo así podrían estudiarse, los obstáculos del cambio. Acababa de publicar su libro sobre España (citado al inicio de este artículo). Y sabía bien lo que era trabajar en un erial historiográfico, arrasado por el franquismo. Su defensa del papel de la historia, abierta a las influencias de las ciencias sociales, la economía o la estadística, pero ambiciosa y de calidad en su perspectiva generalista tenía, pues, pleno sentido. Así que en la polémica historiográfica, entre la vieja historia y la nueva, Raymond se ubicaba, hábilmente, en un terreno intermedio. En realidad siempre desconfió de los sociologismos, y del concepto mismo de historia científica. Pero aún más, de su utilización como arma de construcción social y política.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 16 de Agosto del 2017.
Una de sus contribuciones más importantes, a estas nuevas preocupaciones, quizá fue un artículo el 7 de Abril de 1966, en un número especial del “Times Literary Supplement”: “New ways in history”. Este número especial, dedicado a la situación de la historia en Gran Bretaña, recogía colaboraciones de historiadores como Edward Palmer Thompson, Eric Hobsbawm o Keith Thomas entre otros, y se prolongó en los siguientes números, con las aportaciones al debate de otros historiadores como Lawrence Stone, Trevor-Roper o incluso Isaiah Berlin. El debate afectaba fundamentalmente, a la renovación en la historiografía británica, que se estaba produciendo, gracias a la utilización de nuevas herramientas (sociología, demografía o psicología social), y a los nuevos acercamientos y objetivos (la historia desde abajo y el crecimiento de su público). Pero también a su ruptura, con el tradicional localismo británico, que se constataba con el crecimiento de nuevos enfoques (arte, tecnología) o áreas de estudio como África, Asia o América Latina. Y ahí era donde entraba Carr, para defender la necesidad de esta ampliación… pero también para alertar, de los peligros de su excesiva “sociologización”.
Raymond Carr |
Carr consideraba que era fundamental, la conexión entre la historia y las ciencias sociales, para obtener un resultado positivo:
Así lo demostraba, pensaba Raymond, el doloroso, cuando no ridículo, esfuerzo por aplicar a América Latina, el esquema funcionalista sobre estatus, roles y equilibrios sociales de Talcott Parsons, uno de los sociólogos conservadores americanos, más importante de la Guerra Fría.
Raymond Carr |
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 16 de Agosto del 2017.
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