Leyendo a G.E. Moore

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Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

martes, 27 de octubre de 2015

Bernstein-Kautsky La gran controversia (I)

El 23 de Noviembre de 2014, en un texto “Revolución-Ruptura o Reforma” que subí a mi Blog (http://senator42.blogspot.com.es/2014/11/ruptura-o-reforma-la-historia_23.html) me refería a la importancia decisiva que para mis convicciones reformistas, había tenido la lectura y análisis de la gran controversia entre Kautsky y Bernstein a finales del siglo XIX. Y prometía volver con más tiempo sobre la misma. Para una comprensión profunda de las posturas de esos dos grandes pensadores, sería necesario extenderse sobre la situación alemana en esa época, especialmente sobre el desarrollo del sindicalismo obrero, la importancia del “problema agrario”, en regiones como Baviera, y la presencia cada vez más numerosa de los socialdemócratas en el Reichstag. Pero por cuestiones de espacio (incluso así este texto será largo) me tendré que limitar a un esquema de lo que fue esa gran controversia.
En la década de de 1890 Karl Kautsky (1854-1938) ya había conseguido que se le considerase, como el principal expositor ortodoxo del marxismo. Nacido en Praga, y por consiguiente austriaco de nacimiento, fue educado en la Universidad de Viena y, dedicándose después al periodismo socialista, trabajó principalmente en Suiza y Londres. En 1883 fundó el Neue Zeit, pronto la principal revista marxista, y una fuente valiosísima para estudiar las controversias de esos años. En 1887 publicó “Las doctrinas económicas de Karl Marx”, un manual en el que expone las concepciones básicas del marxismo, que fue traducido a numerosas lenguas. Cuando se desarrolló la controversia revisionista hacia finales de siglo, Kautsky apareció como campeón principal de la ortodoxia marxista, frente a los ataques de Bernstein. Tanto Wilhelm Liebknecht como August Bebel, ocupaban entonces los puestos más altos de la jerarquía del partido socialdemócrata alemán, y se opusieron a las opiniones de Bernstein; pero eran políticos activos, mientras que Kautsky era sobre todo un teórico.
Bernstein y Kautsky en 1910
Kautsky consideraba que el diagnóstico social de Marx era completamente correcto. También aceptó sin atenuaciones, la exposición de Marx de las “contradicciones” del capitalismo, incluyendo la opinión de que las crisis tenían que repetirse cada vez con mayor gravedad, y que conducirían a la “crisis final”, en la cual sería derrocado el sistema capitalista. Ante la evidente dificultad de resistirse a las demandas de los sindicatos obreros, para que los socialistas del Reichstag y de los Landstag de los Estados, apoyasen medidas para mejorara la situación de los obreros, estaba dispuesto a atenuar un poco sus posturas, pero sólo en la medida de aceptar que los socialistas, apoyasen la legislación que fortaleciera el movimiento obrero, sin aumentar el poder del Estado. El momento para emplear constructivamente al Estado, sólo llegaría cuando los trabajadores se apoderasen de él. E insistía en que esta conquista tenía que ser hecha por los trabajadores como clase, y que, en modo alguno, el partido debía atenuar la lucha de clases, para atraerse el apoyo de otras clases sociales, que estaban llamadas, en todo caso, a desaparecer.
De este modo Kautsky aparecía, en la década de 1890, como el defensor del marxismo revolucionario contra toda clase de transacción; pero, aunque insistía en la base proletaria del partido, y empleaba con frecuencia frases que parecían ponerlo del lado de los defensores de la dictadura del proletariado, en realidad concebía el derrocamiento del estado existente y la conquista del poder político por el proletariado, principalmente en forma de una avance político mediante la acción parlamentaria y de propaganda, y coincidía con Liebknecht en considerar que la esencia de la revolución, consistía más en el fin realizado que en los medios. Cuando hablaba del Estado “obrero” del porvenir, pensaba en un Estado en el cual el partido de los trabajadores, habría conseguido una clara mayoría del voto popular, y habría empleado su poder en la legislatura, ayudado por su influencia en los sindicatos obreros y en general entre el pueblo, para insistir en una transformación de todas las instituciones fundamentales de la sociedad. Pensaba que esto se produciría, no por una acumulación gradual de reformas fragmentarias, sino como consecuencia repentina de haber alcanzado el poder suficiente, dentro y fuera del Parlamento, para imponer un cambio revolucionario que los defensores del capitalismo, serían demasiado débiles para resistir. Preveía que esto sucedería con seguridad, porque las tendencias históricas del capitalismo necesariamente lo producirían, a causa de la acentuación de los antagonismos de clase, a medida que las “contradicciones” del capitalismo se hiciesen más y más agudas.
Esto explica por qué más tarde Kautsky apareció, en su controversia con Lenin y Trotsky, como el principal adversario teórico de la “dictadura del proletariado”. Fue Kautsky el pensador que insistió más que ninguno, en que en ningún país era llegado el momento para establecer el socialismo, hasta que el desarrollo del capitalismo hubiese llegado lo bastante lejos, para que la mayoría del pueblo estuviese al lado del socialismo, y que cualquier intento de establecer el socialismo, antes que la situación estuviera madura para ello, conduciría necesariamente a traicionar a la democracia, y a una perversión del socialismo convirtiéndolo en una especie de tiranía blanquista.
Esta era la base de la teoría marxista cuando Eduard Bernstein lanzó sobre ella su ataque “revisionista”. En realidad Bernstein declaró que no atacaba el marxismo mismo, sino sólo algunas partes de la doctrina del maestro. Trató de establecer una distinción entre el núcleo central del marxismo, que él aceptaba como verdadero, y ciertas consecuencias nacidas de una interpretación equivocada, debida al mismo Marx, del movimiento de las fuerzas históricas contemporáneas. Bernstein creía en el marxismo, como un sistema general de pensamiento. Sin embargo, las “revisiones” que proponía, se aproximaban mucho a destruir la interpretación especial del marxismo contenida el Programa de Erfurt.
Eduard Bernstein (1850-1932) nació en Berlín de padres judíos. Al salir de la escuela trabajó en un banco desde los 16 a los 28 años. Después fue secretario particular de Karl Höchberg, un rico patrocinador del Partido Socialdemócrata.
G. D. H. COLE
Tres años más tarde tuvo que marcharse de Alemania por cuestiones políticas, y se estableció en Suiza, donde dirigió “El Social Demócrata” órgano del partido. Expulsado de Suiza en 1888, fue a Londres, y allí permaneció hasta 1901, como corresponsal en Inglaterra del periódico Vorwaerts. En Londres estuvo en estrecha relación con Engels en sus últimos años, tanto que éste le nombró albacea testamentario. En Bernstein influyeron mucho tanto los “fabianos”, como el Partido Laborista Independiente, que gozaba de las simpatías de Engels en contra de la Federación Socialdemócrata, que declaradamente se consideraba a sí misma como marxista. En 1896 Bernstein colaboró en el periódico de Kautsky, el Neue Zeit, con una serie de artículos que provocó una viva controversia dentro del partido, y que poco después hizo objeto al autor de una censura oficial. Bernstein replicó con un volumen titulado en inglés Evolucionary Socialism. Los revisionistas fueron derrotados en las votaciones del congreso del partido, que se celebró en Hannóver el mismo año, pero no fueron expulsados. Bernstein continuó insistiendo en su punto de vista y encontrando un apoyo importante de la minoría. Dos años más tarde, el asunto fue planteado de nuevo en el Congreso de Lübeck. Bernstein fue acusado de haber faltado a la lealtad hacia el partido, y fue Bebel quien nuevamente presentó una moción contra él, que fue aprobada. Pero lejos de ser expulsado del partido, fue poco después elegido para el Reichstag, con el apoyo de los que habían estado frente a frente en la gran controversia revisionista. Continuó actuando en el partido, y se halló durante la Primera Guerra Mundial, unido otra vez con Kautsky en la minoría contraria a la guerra.

(Continuará)

Palma. Ca’n Pastilla a 10 de Septiembre del 2015.

martes, 20 de octubre de 2015

El Refugio de Montaigne

El pasado 8 de Octubre subí a mi Blog la entrada “Habermas y la Razón (I)”. En la que comenzaba explicando como, cuando estoy angustiado o agotado intelectualmente, corro a refugiarme en mis clásicos, por ejemplo en Habermas.
Pues bien, justamente hoy, he leído el recorte que tenía guardado, de un artículo de Antonio Muñoz Molina en El País. Babelia. En el mismo el gran escritor relata, como cuando arrecia la bronca pública y la temperatura del delirio, entre nosotros los españoles siempre tan alta, va llegando al punto de ebullición, su instinto le lleva a esconderse y retirarse. Y que uno se esconde como puede en la vida privada y se retira a un silencio que está hecho, en gran parte, de las palabras luminosas y acogedoras de unos cuantos libros o, más bien, de las voces de los que los escribieron, preservadas en ellos puede que desde hace siglos.
La Torre de Montaigne, en Saint Michel-de-Mont
El mundo está demasiado encima de nosotros”, decía Saúl Bellow. El chantaje de la actualidad y el descrédito de todo lo que no sea nuevo o inmediato, le acosan a uno con más furia que nunca. Por eso, por supervivencia y en busca de algo de serenidad, cuando el ruido es ya ensordecedor y nuestro cerebro está a punto de fundirse, algunos buscamos para ponernos a salvo, de forma instintiva, las voces amigas que nos acompañan y nos pacifican. Es lo mismo que cuentan que hacía Josep Pla, cuando se pasaba un día entero de invierno en la cama leyendo a Montaigne, buscando el efecto a la vez tónico y sedante, que le producía su lectura. Los escritos de Michel de Montaigne, especialmente sus famosísimos “Ensayos”, nos alivian del actual uso de la palabrería intoxicadora, y de la extraña propensión, española y antiespañola, a echar leña al fuego y preferir casi siempre lo peor a costa de lo razonable.
Actualmente el cretinismo de algunos propagadores de la ignorancia, ha puesto de moda la llamada “caducidad de los saberes”. Pero fue en las obras de escritores romanos de más de mil quinientos años atrás, donde Montaigne reconoció el diagnóstico de las debilidades y las estupideces humanas, que había presenciado él mismo: la facilidad del error, el éxito del engaño, lo incierto de las capacidades humanas, la utilidad de la ironía, la necesidad de modelar la propia vida, y el ejercicio soberano y escéptico de la razón. Viviendo también en tiempos inciertos y oscuros, sin embargo Montaigne no concedió jamás, ningún crédito intelectual a la pesadumbre, y consideró siempre que uno de los indicios más seguros de la sabiduría, era un disfrute constante de los placeres de la vida, más valiosos todavía por ser pasajeros e inseguros.
Que en la política española haya hoy mucho de monólogo mitinero, y que todo diálogo sea un diálogo de sordos y un guirigay de insultos, quizás tenga que ver con el olvido de la tradición reflexiva de Montaigne, el cual nos legó gran parte de nuestro pensamiento racional y democrático, así como el modelo de la escritura crítica.
De la trastienda de uno mismo, o de la “arrière-boutique”, en la cual, según Montaigne, hay que saber esconderse a solas, aprendió Virginia Woolf la idea de la habitación propia, que una mujer necesita para escribir. Así como en Habermas, también en Montaigne buscamos algunos, el camino para apartarnos un poco sin alharacas ni misantropía; pero sin embargo continuar estando presentes con dignidad y los ojos abiertos y, a ser posible, sin excesiva angustia.

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Octubre del 2015.


martes, 13 de octubre de 2015

Habermas y la Razón (II)

Además de los que comenté en mi entrada anterior, hay aún otros puntos de contacto entre la Escuela de Francfort y la obra de Habermas. Uno de considerable importancia, es el relativo al estatus teórico del saber filosófico. Como es bien sabido Hegel, invirtiendo completamente la concepción tradicional del saber filosófico, señaló como tarea propia de la filosofía, la de “aprehender su tiempo mediante conceptos”. Este precepto hegeliano sigue vigente en el actual contexto postmetafísico, y del mismo sólo cabe extraer una conclusión, a saber: la filosofía únicamente puede asumir su vocación de pensar el presente histórico, a condición de establecer firmes lazos, con los saberes positivos que tiene este mismo presente como objeto propio, y consagrarse a su exploración empírica. La filosofía debería establecer en consecuencia, una relación orgánica con las ciencias sociales. Pues bien, si a lo largo del siglo XX ha habido alguna corriente filosófica, que haya adoptado este programa de manera consciente y resuelta, esa ha sido sin duda la “teoría crítica”, impulsada por Horkheimer y sus colaboradores, en el Instituto de Investigación Social, radicado en Francfort a partir de los años veinte. Este heterogéneo grupo de intelectuales, asumió como tarea propia, integrar los resultados obtenidos por las diversas disciplinas, que contribuyen directa o indirectamente a la comprensión del presente.
Prosiguiendo este proyecto inicial de la “teoría crítica”, Habermas busca alcanzar un proyecto ampliado de razón, que permita la superación de los diferente y parciales modelos e instancias de racionalidad, que se han ido confrontando durante la modernidad. Ha perseguido este objetivo fundamental, abriendo nuevos ámbitos de discusión, en los que tradiciones intelectuales separadas, pudieran relacionarse de manera productiva. Esto sirve tanto en relación con las corrientes filosóficas tradicionales, como por ejemplo la filosofía continental europea, o la filosofía analítica anglosajona, como con la teoría social contemporánea, sea esta de orientación comprensiva o funcionalista. Y también vale para aquellas contraposiciones disciplinarias existentes, por ejemplo entre la ética y la teoría del derecho, o entre la filosofía social y la sociología.
Jürgen Habermas
Habermas está bien lejos de poder ser considerado un discípulo fiel de Adorno y Horkheimer, y menos aún mero epígono de los mismos. Si bien durante tres años fue asistente de cátedra de Adorno (1956-1959) su relación con Horkheimer nunca fue tan buena en el plano personal, sobre todo a raíz de las trabas que éste le puso, para presentar su trabajo de habilitación, como profesor en la Universidad de Francfort. El viejo maestro pensaba que el marcado izquierdismo, del que presuntamente hacía gala Habermas por aquel entonces, podía constituir un peligro para el futuro del Instituto para la Investigación Social. Pero este último no ha intentado jamás ni conservar, ni transmitir, ni repetir, el legado de la primera “teoría crítica”, como si fuera una escolástica muerta. Tempranamente se apartó del marco establecido por aquellos maestros, y tomó adecuada nota, de las alteraciones del debate existente en filosofía, sociología y ciencia política.
Si estableciéramos una comparación entre el pensamiento de Habermas y el de Adorno y Horkheimer, lo que más nos llamaría la atención, sería la mayor relación que aquel mantiene con la filosofía académica. Y este rasgo incide en su forma de redactar sus escritos, cuya lectura resulta a veces algo complicada, por su tendencia inmoderada a citar sin cesar, el pensamiento y las publicaciones de otros autores. Pero en ese alarde de erudición de Habermas, no debemos precipitarnos a detectar un simple placer de avasallar al lector, más bien es su forma de justificar e iluminar, sus propias tomas de posición con referencias precisas a las obras de esos otros autores y, también, la vía para dar así cabida a múltiples voces y lecturas. En este aspecto representaría, por así decirlo, el polo opuesto al gesto megalómano de Heidegger, que, en sus notas a pie de página, se remitía con frecuencia a sus propios escritos, como fuentes casi exclusivas de autoridad.
Estableciendo un balance somero entre los puntos de continuidad del pensamiento de Habermas y la primera Escuela de Francfort, podríamos señalar los siguientes: en primer lugar, la concepción de la teoría crítica orientada hacia la autoemancipación de los seres humanos; en segundo término; la común consideración del carácter ambivalente del legado ilustrado, y del proceso de racionalización impulsado por él; y por último, aunque no menos importante que los anteriores, el común carácter interdisciplinar.
Y entre los puntos de divergencia, que señalarían una ruptura de la obra de Habermas, con las orientaciones de la escuela francfortiana, habría que destacar en primer lugar, un asunto que podría calificarse como una cuestión de estilo: la propensión de Habermas a elaborar una “gran teoría social”, un “metarrelato”, no casa bien con las críticas formuladas por Adorno, contra el pensamiento identitario, que subyace en cualquier sistema conceptual único. En segundo término, el intento de fundamentar la racionalidad, en el contexto intersubjetivo del lenguaje, choca frontalmente con la concepción de racionalidad defendida por Adorno y Horkheimer, basada aún en la filosofía de la conciencia. Y por último y más importante, la diferencia más notable es sin duda, aquella que configura el rasgo distintivo del pensamiento de Habermas, y del cual ya hemos hablado: su carácter constructivo, positivo, contrapuesto al nihilismo de la dialéctica negativa, de los dos maestros francfortianos.
El principal empeño de Habermas se dirige a demostrar, como su noción de “racionalidad comunicativa”, ya está implícita en las principales instituciones de la democracia liberal, de tal manera que resulta factible realizar una crítica inmanente, de las estructuras y prácticas de tales sociedades. En sus obras se modifica sin duda de forma radical, y esta es la parte que a mí más me atrae, el sentido de la Teoría Crítica, que pierde su tono desesperanzado, y se mutua en filosofía normativa. La teoría negativa de lo real, se torna teoría constructiva de lo ideal. La función crítica es reemplazada, por la función propositiva.
El pensamiento de Habermas no se ha reducido nunca, a las coordenadas fijadas por la dialéctica hegeliano-marxista. Muy al contrario, en su obra se recogen los motivos fundamentales de al menos tras grandes teóricos que, para la teoría crítica, siempre han jugado un papel central: el universalismo de la filosofía moral kantiana, el realismo de la teoría social hegeliana, y el empirismo postmetafísico weberiano. O dicho sintéticamente, en Habermas encontramos a “un kantiano que se ha propuesto incorporar la dimensión empírica, de lo social y de lo político, a sus reflexiones normativas”.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Octubre del 2015.


jueves, 8 de octubre de 2015

Habermas y la Razón (I)

Cuando me siento fatigado intelectualmente (el debate sobre Catalunya, aún no acabado, me ha agotado) y angustiado por tanta sinrazón, demagogias, pasiones y esencialismos, suelo buscar refugio en mis “clásicos”, por ejemplo en Habermas. El carácter constructivo o, si se prefiere, positivo de sus obras, contrapuesto al nihilismo práctico de la dialéctica negativa, me proporciona serenidad e instrumentos conceptuales necesarios, para enjuiciar y comprender, desde una perspectiva propia y fundamentada, las permanentes tensiones entre democracia directa y democracia representativa, la antítesis entre libertad individual y determinismo social, los vínculos entre política y moral, la difícil armonía entre autoridad y libertad, o los problemas del relativismo cultural. Habermas ha levantado su voz contra el paralizante pesimismo cultural, que se desprende del diagnóstico elaborado en su día por Adorno y Horkheimer, cuyos ecos aún resuenan en aquel denominado pensamiento “postmoderno”, que floreció en la década de 1980. Habermas ha evitado siempre encallar en aquella negatividad que, según él, no conducía sino hacia un punto muerto en el pensar. Como advierte en su libro “El discurso filosófico de la modernidad”, el impulso crítico de “La dialéctica de la Ilustración” (de Adorno y Horkheimer, y del cual ya he escrito alguna vez en este Blog http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Habermas) era tan vigoroso, que inducía a sus autores a despreciar las conquistas de la modernidad política y cultural, hasta el extremo de no ver por doquier, más que alianza de razón y dominación, cayendo así en injustificadas simplificaciones. Una condena absoluta de la razón en su totalidad, dista mucho de constituir el modo más reflexivo e idóneo de reaccionar, ante las manifiestas patologías del mundo contemporáneo. Condenar de plano cualesquiera de los usos de la razón, constituye un sinsentido, ya que la viabilidad de una crítica lógicamente consistente, de los efectos no deseados de la modernidad depende, a su vez, de los presupuestos racionales normativos “que la modernidad puso a punto”. En el moderno proceso de racionalización, hay elementos positivos subyacentes que, ciertamente, pueden y deben ser salvados; pues como enfatiza Habermas: “la modernidad es un proyecto inacabado y aún no superado”.
La Dialéctica de la Ilustración”, elaborada durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, marca un hito destacado en la ya centenaria tradición crítica, protagonizada por la razón occidental en torno a sus propias realizaciones, frustraciones, deficiencias y contradicciones. Esta reflexión histórica-filosófica representa una acerada acusación, contra los efectos patológicos del modelo occidental de racionalidad; es más, se convirtió en una radical denuncia del peligro totalitario, que conlleva el apelar dogmáticamente a lo racional.
Este amargo análisis reposa sobre una evidente base histórica: no en vano en esos aciagos años, mediaron sucesos tan trágicos como las experiencias del estalinismo del fascismo y de la segunda conflagración mundial, eventos que para muchos habían conducido ad absurdum, todo tipo de optimismo histórico acerca del progreso moral de la humanidad. La materialización del proyecto engendrado en el Siglo de las Luces (como erradicación del dogmatismo y la superstición, con el objeto confeso de lograr la emancipación de los seres humanos) decepcionó las expectativas levantadas. La consideración unilateral de la razón, como razón instrumental, y el simultáneo olvido de su dimensión moral, estarían en el origen de una conciencia desgraciada, acerca del sentido de la modernidad. Los análisis de Adorno y Horkheimer, señalaron la correlación que existe en las sociedades modernas, entre el nivel de desarrollo técnico, el grado de concentración del poder, y los medios disponibles para la inculcación ideológica (el potencial manipulador de la cultura de masas) como el mayor peligro para la conciencia crítica y, por ende, para la emancipación (noción que no sería sino la traducción profana, de la promesa mesiánica de salvación). Un análisis de inteligente lucidez, que no permitía hacerse ilusiones, ni dejaba lugar alguno para la utopía.
Pero la modernidad reivindicada una y otra vez por Habermas, no es otra que la que corresponde al proyecto político de raigambre ilustrada, configurado en particular por Rousseau, Kant, Hegel y Marx, que no habría que apresurarse en dar por superado, más bien convendría retomarlo, tras haber englobado en él, a todos los sucesivos “teoremas antiilustrados” que han tenido el mérito, de señalar sus límites o los puntos negros, que provoca su impacto en las estructuras sociales. Tras expurgar los desatinos o deslices de dicho proyecto, urge declarar su vigencia y llevar a su cumplimiento, aquellos aspectos emancipatorios que, tras ser anunciados, fueron abandonados o traicionados. “Mi opinión es que (escribe Habermas en “Ensayos políticos”) en vez de dar por perdido lo moderno y su proyecto, debemos más bien aprender de sus equivocaciones, y de los errores de su exagerado proyecto de superación… No hay más cura para las heridas de la Ilustración, que la propia Ilustración radicalizada”. Habermas se toma, por tanto, muy en serio la necesidad de interpretar críticamente el legado ilustrado, pero, a diferencia de lo que pensaban Adorno y Horkheimer, considera que el mundo no adolece de un exceso de razón, sino más bien de un importante déficit en su aplicación. Las diversas patologías de la modernidad, no son imputables a la razón en sí misma; son, por el contrario, el resultado de su abandono, o del predominio de algunas dimensiones de la misma, sobre aquella otra que está animada por la intención comunicativa.
Como vemos, Habermas tomó conciencia muy pronto, de que la barbarie experimentada por la humanidad, durante la primera mitad del siglo XX, había puesto en evidencia, la fragilidad de la modernización ilustrada de las sociedades desarrolladas, sobre todo en el ámbito de lo político. La magnitud de tales desastres, reclamaba con urgencia repensar el proyecto democrático, un tema hasta entonces prácticamente ausente, en las grandes reflexiones filosóficas. Si las grandes tradiciones filosóficas europeas, no ofrecían acomodo interpretativo alguno, sería preciso dotar a la razón y, en particular, a la filosofía, de un carácter no sólo profundamente práctico, sino incluso emancipador.

(continuará)

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Octubre del 2015.