Recuerdo que un día, estando estudiando en la biblioteca de la Facultad de Económicas, un PNN (así se denominaba entonces a los profesores noveles) a quien conocía un poco, me dijo que la biblioteca debía ser arrasada, y me lo dijo con cierta pedantería en francés: “Du passé faisons table rase”. Su lógica era que en realidad el pasado, es un impedimento para la innovación sin límites. Como sabemos, mi conocido maoísta y sus amigos, nunca quemaron la biblioteca. A diferencia de sus homólogos alemanes e italianos, los extremistas estudiantiles españoles, no pasaron nunca de la teoría revolucionaria a la práctica violenta. Podríamos especular porqué fue así. Seguramente porque los aparatos represivos de la dictadura, tenían más manga ancha que los de las democracias europeas. Pero siempre he pensado que la mayoría de los estudiantes enragés, de procedencia burguesa, tenían en el fondo muy presente, todo el futuro que podían perder, si ponían el mundo boca abajo. Además, y aún siendo también un joven rebelde “ma non troppo”, nada me parecía ser suficientemente serio. Incluso entonces me resultaba difícil creer, aquello que decían los estudiantes franceses en Mayo del 68, que debajo de los adoquines estuviera la playa (“sous les pavés, la plage”) quizá porque en Madrid ya no había adoquines. Ni mucho menos que una comunidad de estudiantes, obsesionados con sus planes de viaje para el verano, pudieran llevar a efecto una auténtica revolución. Al final, como nos cuenta la historia, fue en Praga y en Varsovia, en aquellos meses del verano del 68, donde el marxismo terminó consigo mismo. Fueron los estudiantes rebeldes de la Europa central quienes acabaron por minar, desacreditar y derrocar, no sólo un par de deteriorados regímenes comunistas, sino también la idea misma del comunismo.
Simon Leys |
Pero en los años sesenta y setenta en la universidad Complutense en Madrid, los poemas de Mao y el Libro Rojo circulaban en ediciones legales, y había quien los citaba con reverencia, arrodillados ante ellos como otros ante las Sagradas Escrituras. Hasta se leía – nos ha recordado Muñoz Molina – un libro de pura propaganda, firmado nada menos que por Baltasar Porcel, futuro cortesano de Jordi Pujol, y titulado “China, una revolución en pie”. A simple vista parecía que todo dios fuera maoísta. El tono intelectual de la época lo resumió Sartre con su proverbial “sutileza”: “Todo anticomunista es un perro”. En una ambiente así, la publicación por Tusquets en 1976 de “El traje nuevo del presidente Mao” fue un escándalo. La agresividad extrema que se desató contra Leys fue increíble, aunque él no llegó a arredrarse.
Como he dicho, en mis días universitarios me hubiera venido muy bien leer a Simon Leys. No lo hice. Me pasó desapercibido, ahogado por la cultura española del antifranquismo, muy refractaria a cualquier visión crítica de los sistemas comunistas y, por consiguiente, muy mezquinamente hostil a los testimonios de sus víctimas. Leys fue uno de los espíritus de verdad libres del siglo pasado, de la estirpe de Orwell, de Camus, de Cioran, de Milosz… un “raro” que combinó lo más erudito de la filología clásica china, con el amor por la navegación en velero, y la heterodoxia política con la novela. A diferencia de casi todos los intelectuales de su época, Leys conocía con detalle la actualidad china, la historia del país, el idioma, y leía a diario en Hong Kong, los periódicos y los libros que llegaban de China; hablaba con desterrados y fugitivos, y había visto los cadáveres de fusilados, con las manos atadas a la espalda, que bajaban a centenares por el río Amarillo y aparecían en las playas de Hong Kong. La Revolución Cultural, explicaba Leys, no había sido una efervescencia de rebelión popular y libertad, sino una calamidad desatada por Mao, con el propósito de librarse del círculo de antiguos leales, que lo habían apartado del poder efectivo.
Mao Zedong |
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Octubre del 2017.
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