Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 23 de julio de 2018

DEMASIADO ENTUSIASMO Y NINGÚN DIOS

Estoy estos días con un magnífico libro, “Gran Hotel Abismo” de Stuart Jeffries. Una especie de biografía coral crítica sobre la Escuela de Frankfurt. Y además releo un artículo que publicó, hace un par de meses, Jordi Llovet, refiriéndose a Jürgen Habermas que, como sabemos, es uno de los últimos representantes de dicha Escuela.
La muy nombrada y conocida Escuela de Frankfurt – originalmente Instituto para la Investigación Social – ha sido probablemente ¡al menos de momento! la última muestra europea de potente actividad intelectual, sólidamente anclada en la filosofía racional, que se extiende desde la Ilustración hasta el marxismo.
Mi admirado Habermas forjó al menos, en su momento, tres marcos conceptuales que ilustraron el pensamiento alemán contemporáneo, e intentaron entender y resolver, determinados males de las sociedades actuales. En cuanto al nacionalismo, que es el gran tema generador de su filosofía, por el sólo hecho de ser un hijo del III Reich, quedó totalmente inmunizado frente al mismo. Habermas, “ça va sans dire”, no sólo detesta ese constructo fantasioso y falsario (el nacionalismo) sino que le revienta, le aterroriza, le produce nauseas. Justamente por eso, el filósofo se ha preocupado toda su vida, de plantear teorías capaces de evitar que el fantasma del nacionalismo alemán – que ahora revive allá y en otros países de la Unión Europea, bajo la forma de xenofobias y exaltaciones de “la propia identidad” – pueda alzar de nuevo el vuelo.
Seguramente por eso Habermas habló, ya al inicio de su carrera, de una “esfera pública”, que estaría presidida por una “acción comunicativa”, entendida como la capacidad de todos los miembros de un Estado nación, de resolver racionalmente y dialógicamente, todos los problemas que se pudieran presentar. Siempre creyó que una nación basada en el principio de unicidad étnica – lo cual me lleva inevitablemente a pensar en el “Estat Català”, tan admirado por el President Torra – era contraria a toda idea de emancipación universal, entre los miembros de una sociedad plural. Más aun: los lazos de solidaridad entre los miembros de una nación son emocionales, sentimentales y afectivos y, por tanto, incompatibles con la “razón comunicativa”, que Habermas consideraba necesaria, para alcanzar una “esfera pública” o “sociedad civil”, capaz de contrarrestar razonadamente el peso, siempre inerte, del Estado entendido como un sistema abstracto de legalidades.
Con el paso del tiempo - dado que las sociedades y los individuos se comunican cada vez menos por medio del leguaje razonado, y más mediante el significante vacío de “la opinión común”, Internet y las redes sociales – Habermas propuso un marco conceptual más: el “patriotismo constitucional”. Si cada uno en un país tiramos hacia donde se nos antoje, al menos podríamos ponernos de acuerdo en que una carta magna, refrendada por una gran mayoría de la población, puede establecer un marco de garantías legales y de moralidad suficiente, que impida que salten las costuras de un sistema jurídico y político democrático.
Cuando uno piensa en estos tiempo en Cataluña, se da cuenta de que por mucho que el independentismo sea un fenómeno “religioso”, resulta tan apoyado sobre una hipóstasis de los fenómenos estéticos, por una praxis tan monológica – es decir, no dialogal ni discursiva – por una falsa “ecclesia”, una variante herética del mesianismo, que no le será posible hacer nada para resolver el conflicto. Demasiado entusiasmo y ningún dios, escribía Llovet. Muchos mártires y perseguidos, pero ni rastro de dios alguno.
Esta “religión” nacionalista, que se presenta como la metamorfosis laica de una religión propiamente dicha, chocará siempre – no hay más que repasar nuestra historia – con un antipático nacionalismo español, que se alimenta justamente de los excesos del catalanismo más cutre.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla 3 de Julio del 2018.

lunes, 16 de julio de 2018

TRUMP Y EL COMERCIO

En estos días en que el Presidente Trump, anda por ahí torpedeando todos los tratados comerciales, con China, con Canadá, con Europa… y veremos cual es el próximo que sufre sus iras nacionalistas; he releído algunas páginas de “La riqueza de las naciones”, la gran obra de Adam Smith, que en su día me estudié en mis años universitarios, en la Facultad de Económicas de la Complutense.
Como es conocido, la idea central de “La riqueza de las naciones” es la defensa del librecambio, idea que David Hume también había adelantado, y que puede que, dada su íntima amistad, hasta sirviera de inspiración para Smith. Lo que hoy conocemos como “mercantilismo”, política dominante en aquella época, fue el principal oponente dialéctico en la obra de Smith. El otro “sistema de economía política” que Smith criticó en su libro, fue el de los fisiócratas.
En el siglo XVIII, la mayoría de políticos, mercaderes y economistas, pensaban que el oro y la plata, eran la fuente fundamental del poder de las naciones, así que estas debían buscar un superávit comercial, para acumular la máxima cantidad posible de estos metales. Smith explicó que, de acuerdo con estos supuestos, “las naciones han asumido que su objetivo, consiste en arruinar a los países contiguos”. El comercio era visto, como una forma diferente de hacer la guerra, y el arma clave era la intervención del Gobierno en la economía: aranceles a las importaciones, primas a las exportaciones, autorización de monopolios, y prohibiciones al comercio, a fin de proteger o estimular la industria nacional.
Uno de los propósitos elementales de Smith en “La riqueza de las naciones”, era atacar esta perspectiva y los errores y prejuicios en que se basaba. Difería su mentalidad de la de los mercantilistas, pues para Smith el comercio no era un juego de suma cero: las ganancias de Francia, no se traducían en pérdidas para Gran Bretaña, sino todo lo contrario. Ambas naciones se podían beneficiar del comercio entre ellas. Según su opinión, la idea de que el comercio es una contienda, en la que una de las partes siempre sale perdiendo, emana principalmente de “un prejuicio y una animadversión nacionalista” e infantil, aunque los intereses privados de los mercaderes la refuerzan.
En “Discursos políticos”, Hume había adoptado una perspectiva igual de cosmopolita, e iteró la premisa en un ensayo añadido en 1758, titulado: “Sobre la envidia del comercio”. En contraposición con la “visión cerrada y mezquina”, que lleva a las naciones “a observar con suspicacia el progreso foráneo, y a considerar rivales a todos los Estados comerciantes”, Hume expone, tal y como hizo Smith más adelante, que si una nación tiene socios comerciales prósperos, sale ganando, no perdiendo. Al fin y al cabo, cuando a nuestro socio comercial le va bien, tiene recursos para comprar nuestros bienes, y podemos sacar partido de sus inventos y de sus avances.
Por todas esas anteriores razones, al final de su ensayo, Hume proclama sin rodeos que no sólo como persona, sino también como británico, reza – sí, reza, él tan irreligioso – para que a Alemania, España, Italia e “incluso Francia”, les vayan bien las cosas.
Respecto a las causas de la riqueza, Smith opina que la clave de la prosperidad, no es tener una balanza comercial positiva, como aseguraban los mercantilistas, sino dividir el trabajo. Por consiguiente, dado que la división del trabajo está restringida por los límites del mercado, el librecambio doméstico e internacional, aumenta la prosperidad general. Hume, por su parte, había planteado un argumento más o menos parecido. Sostenía que la prosperidad deriva en gran medida, de la productividad de los ciudadanos, y que las políticas librecambistas, eran la mejor manera de conseguirla.
Por supuesto, ni Hume ni Smith eran fundamentalistas del libre mercado. De hecho, ambos destacaron la necesidad de que el Gobierno fuera lo bastante fuerte, para mantener el orden y garantizar el juego limpio; precisamente, la falta de éste había sido lo que había convertido la era feudal, en un espectáculo tan esperpéntico.
“Discursos políticos” de Hume, fue una de las primeras grandes obras en arremeter contra el mercantilismo, e interceder a favor del librecambio. Y está claro que sirvió, para allanar el terreno de “La riqueza de las naciones” de Smith.
¿Alguien le podría explicar todo esto a Trump?
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Julio del 2018.

martes, 10 de julio de 2018

VEJEZ. LIBRES COMO UNA HOJA EN EL VIENTO

Ahora que acabo de cumplir 76 años, he recordado unas reflexiones de Arendt sobre la vejez.
Cuando Hannah Arendt fue a Washington, en la primavera de 1971, para celebrar el vigésimo aniversario del “National Committi for an Effective Congress”, se encontró con los congresistas que se habían opuesto con determinación, al senador Joseph McCarthy y su movimiento de caza de brujas, en la década de 1950, y que se ganaron la alabanza de Robert Griffith, en su libro “The Politics of Fear”. Estos hombres – Fulbright, Symington, Ervin y otros – tenían ya la edad de Arendt, estaban cercanos a la jubilación, y ella se preguntó quien los reemplazaría. En el espacio de dos años y con el estallido del escándalo del “Watergate”, Arendt se percataría de que estos hombres, no tenían por qué ser sustituidos tan pronto. Después de examinar el papel jugado por el senador Sam Ervin, en la comisión de investigación del “Watergate”, le dijo a su editor William Jovanovich: “Me estoy enamorando del senador Ervin… ¡viva la vejez!” A los viejos, con tal de que sean algo sensibles, es casi imposible intimidarlos, pues tienen sus carreras a sus espaldas, y de todos modos van a morir pronto. Por cierto, un pensamiento agradable y consolador bajo ciertas circunstancias.
Los viejos hablan con talante retador, sin intimidarse, sin pensar a quien placerán y a quien disgustarán. Sus críticas se dirigen a la izquierda y a la derecha, denunciando las formas de irreflexión, que cruzan todos los lindes políticos.
Eusebio, Paco (+) yo y Marita
Arendt apuntó a la generalizada “incapacidad o renuencia a consultar la experiencia y aprender de la realidad”, de gente que nunca imaginó, las consecuencias de sus mandatos y acciones. Los jóvenes que desearían ser revolucionarios, “son tan aficionados a la charla teórica y vaga”, sostenía Arendt, “que van vendiendo conceptos y categorías anticuados, derivados principalmente del siglo XIX”, sin detenerse a analizar las condiciones reales existentes en la actualidad.
Arendt admiró el estilo brusco, abundante en citas bíblicas, del senador Sam Ervin. Y cuando Nixon destituyó al fiscal especial del Watergate, Archibald Cox, y trató de invocar los privilegios del Ejecutivo, como medio para mantener secretas las grabaciones de las conversaciones habidas en la Casa Blanca, Arendt pensó que los “viejos” del Tribunal Supremo, habían salvado la situación. Firmó una petición organizada por los “Científicos Políticos” a favor del “Impeachment”, en noviembre de 1973, y confió que los “viejos” del Congreso, sacarían adelante la censura de Nixon. Y efectivamente, los “viejos” jueces del Tribunal Supremo, dejaron de lado sus prejuicios personales, sus lealtades y deudas políticas – quien se las iba a exigir a esas alturas – para ofrecer lo que la tradición de la República exigía: una meditación imparcial.
Y en la misma línea, en el tratado de Cicerón, Catón el Viejo cuenta a sus amigos que “las grandes acciones, no las llevan a cabo ni la fuerza, ni la velocidad, ni la potencia física; son producto del pensamiento, del carácter y del juicio. Y estas cualidades, lejos de disminuir con la edad, se incrementan”. Arendt estaba de acuerdo con ello, no sólo por oponerse a la tendencia de la juventud a denigrar la vejez, así como a la tendencia a deplorarla, manifiesta en libros tales como “La vejez” de Simone de Beauvoir, sino también para razonar que la ecuanimidad de Catón el Viejo, debería inducir al buen juicio, a gentes de todas las edades.
Hannah Arendt
En “La vida del espíritu”, Arendt apuntó que la vejez, desde la perspectiva de la voluntad, significa la pérdida del futuro. La carencia de futuro, sin embargo, no tiene por qué producir angustia; nos puede entregar el pasado, el curso de nuestra vida, como materia de examen y reflexión. La mirada atrás del “ego pensante” extrae el sentido del pasado, y le da la forma de la historia de una vida. Desde el punto de vista del pensamiento, la vejez es una edad para la meditación, para apartarse del abrazo del egoísmo, y de las distorsiones del partidismo. Arendt sentía que quien deja de adorar el futuro, puede obtener para sí, el gozo que el pensamiento encuentra en el recuerdo, y el “resultado” de la significación del pensamiento, una historia coherente. La vejez puede traernos el sentimiento de ser “libres como una hoja en el viento”.
También nos recuerda Arendt, ahora “Entre el pasado y el futuro”, que la vejez, distinta de la simple edad madura, constituía para los romanos la verdadera culminación de la vida humana, no tanto por la sabiduría y experiencia acumuladas, sino más bien porque el hombre anciano, se acercaba a los antepasados y a tiempos pretéritos. Al contrario de nuestro concepto de crecimiento, que coloca el proceso en el futuro, los romanos consideraban que el crecimiento, se dirigía hacia el pasado.
La tradición conservaba el pasado, al transmitir de una generación a otra el testimonio de los antepasados, de los que habían sido testigos y protagonistas de la fundación sacra (la de Roma) y después la habían aumentado con su autoridad a lo largo de los siglos. En la medida en que esa tradición no se interrumpiera, la autoridad se mantenía inviolada; y era inconcebible actuar sin autoridad y tradición, sin normas y modelos aceptados y consagrados por el tiempo, sin la ayuda de la sabiduría de los padres fundadores.
“A medida que me acerco a la muerte – dijo Catón – me siento como un hombre que se aproxima a puerto, después de un largo viaje. Me parece que veo tierra en la lontananza”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 20 de Mayo y 10 de Julio del 2018.


lunes, 2 de julio de 2018

MANI. ASIGNATURA PENDIENTE

Asignaturas pendientes tengo muchas. Y me temo que, a estas alturas, la mayoría se quedarán en esa condición de pendientes.
Desde el punto de vista de montañero, me hubiera gustado visitar el Himalaya, el Karakorum y los Alpes Neozelandeses, los Dolomitas y ascender alguno de los cuatromiles de los Alpes.
En el campo intelectual, me habría apetecido conocer Cambridge y el Trinity College, donde residieron tantos de mis referentes filosóficos: Bertrand Russell, E.G. Moore, A.J. Ayer, Wittgenstein…
Como viajero – no lo soy mucho y eso puede haber sido el problema – habría agradecido recorrer Grecia y Creta. La Acrópolis por supuesto. Pero también Esparta, aunque no fuera más que para comprobar si, como decía Paddy (Patrick Leigh Fermor) que decía Pausanias, aún se conservaba la cáscara del huevo de cisne que puso Leda, y del que surgió Helena de Troya. Aunque pensándolo mejor, antes de cruzar el Golfo de Corinto, para entrar en el Peloponeso, me acercaría a Missolonghi, el lugar donde murió Byron (de enfermedad, no en una batalla como se piensa a veces) luchando por la independencia de Grecia. Y ya que estaba allí, intentaría averiguar si los descendientes del señor Baiyorgas, conservan aún “las zapatillas de Byron”. Esta curiosa historia, entre tantas otras fabulosas, la cuenta Patrick Leigh Fermor (Paddy) en su libro “Roumeli”. La existencia de aquellas zapatillas, había llegado a oídos de Paddy en Crabbet Park, hogar de Judith, 16ª baronesa de Wentworth y biznieta de Byron. La casa de la baronesa estaba repleta de recuerdos del gran poeta: pinturas, ropa y baúles llenos de cartas y documentos. Cuando Paddy la conoció, la baronesa ya tenía casi ochenta años, pero a él le fascinó, y no sólo porque seguía utilizando palabras y giros ingleses, que habían estado de moda en tiempos de la Regencia. Ella fue la que le contó a Paddy, que en Missolonghi había un hombre que conservaba un par de zapatillas, que habían pertenecido a Lord Byron.
Sea como fuere, en un próximo viaje a Grecia, Paddy se acercó a Missolonghi con su mujer Joan Eyres Monsell. Allí, después de mucho indagar por toda la ciudad, dieron con el señor Charalambos Baiyorgas, de más de setenta años que, efectivamente, guardaba las famosas zapatillas, confeccionadas en cuero rojo muy delgado, y las puntas de los pies se curvaban al modo oriental. “Había algo en ellas – escribió Paddy – que inspiraba una inmediata certeza… las partes gastada de la suela eran diferentes en cada pie, las de la derecha mostraban un dibujo muy distinto” (recordemos que Byron tenía, de nacimiento, una malformación en el pie derecho). Al encontrarlas, Paddy tuvo la sensación de que “Lordos Vyron”, como le llamaron siempre los griegos, estaba muy cerca. Paddy hizo un dibujo de aquellas reliquias, y Joan tomó fotografías. Algo necesario porque el señor Baiyorgas, confesó que la idea de desprenderse de ellas, le resultaba insoportable.
Pero si alguna vez viajara a Grecia, por encima de todo, lo que desearía visitar es el “Mani” de Paddy, la punta de la península más al sur del Peloponeso. Y la casa que se construyeron allí el matrimonio Fermor, en Kalamitsi, a tres kilómetros de Kardamili, en el Golfo de Mesenia. Hoy pertenece al Museo Benaki de Atenas, al que la legó el escritor.
De Atenas a Kardamili hay casi trescientos kilómetros, de una carretera que parece, no siempre en óptimas condiciones. Hay que pasar antes por Corinto, Micenas, Trípoli y Kalamata. Ahí es nada.
Kardamili (la vieja Cardámila, una de las siete ciudades mesenias que según Homero, Agamenón ofreció a Aquiles para apagar su ira) tiene – según Jacinto Antón – un cierto aire de Deià (Mallorca), con una larga calle con bonitas casas de piedra, de estilo veneciano. Paddy, por su parte, nos advierte que en ella se sirve el peor “retsina” (vino blanco o rosado) de Grecia, y que los maniotas sienten una inveterada “méfiance” hacia los forasteros, pues les resultan sospechosos de entrada, por haber llegado hasta allá abajo. Y además ¡quien sabe si no son turcos rezagados! Se cuenta una historia genial, el encuentro entre Patrick Leigh Fermor, y el famoso explorador del desierto el Conde Almásy, sí, el de “El paciente inglés”. En realidad, claro, se trataba del protagonista de la película Ralph Fiennes, que estaba haciendo la ruta de Ulises, y se acercó al pueblo para conocer a Paddy, del que su padre era un gran admirador. Donde ahora está la iglesia, hubo un templo dedicado a las nereidas, ninfas, que salían del mar para ver a Neptólemo, el hijo de Aquiles. Paddy llevaba una de ellas, de cola doble, tatuada en el brazo. La villa que fue de los Fermor está tres kilómetros más al sur, en Kalamitsi, y, rodeada por olivos y altos cipreses, resulta casi invisible. La propiedad linda con el mar, y posee una escalera de piedra, que conduce a una pequeña cala.
Antes de llegar a Kalamitsi, vale la pena desviarse a Exochori, para visitar la ermita de Agios Nikolaios, junto a la que se esparcieron las cenizas del otro gran autor de viajes, Bruce Chatwin. En febrero de 1989 Elizabeth, la viuda de Chatwin, llevó sus cenizas allí. Antes de morir, Bruce había pedido que las enterraran, cerca de la capilla bizantina dedicada a San Nicolás de Chora. La pequeña iglesia bizantina, del siglo X, está situada en lo alto de un promontorio entre colinas rocosas, que descienden hasta el mar. Paddy, Joan y Elizabeth depositaron las cenizas bajo un olivo, y allí mismo ofrecieron una libación de vino a los dioses.
En el verano de 1962 Paddy viajó a Grecia en compañía de Ian Wigham, en busca de un lugar en Mani donde establecer su hogar. Cuando se encontraban a unos 3 kilómetros al sur de Kardamili, divisaron una pequeña punta de tierra entre dos valles, que finalizaba en una caleta en forma de media luna. Más tarde, aquel mismo día, regresaron al lugar para bañarse. Paddy le explicó a Joan, que dejaron el coche arriba, en la carretera, y que luego siguieron por una camino de cabras, que les llevó hasta el mar, “descendiendo por una suave ladera, que nos llevó a un mundo de una extraordinaria y mágica belleza”. El lugar se llamaba Kalamitsi, que significa lugar donde hay juncos.
Comprar aquella tierra fue complicado, porque se daba la circunstancia de que cuatro personas, debían llegar a un acuerdo para su posible venta. Joan sugirió que quizá pudieran arrendar la tierra por cincuenta años; para entonces ambos estarían muertos, pero Paddy se había empeñado en que quería comprarla. Y lo consiguió. El 3 de marzo de 1964, Paddy y Joan firmaron por fin el contrato de compra, de aquel pedazo de tierra en Kalamitsi. El precio acordado fue de dos mil libras, parte de las cuales se consiguieron vendiendo la pequeña casa de Atenas.
Cuando Joan y Paddy estaban en su propiedad no oían nada, a excepción del rumor del mar y el zumbido, casi ensordecedor, de las cigarras. Si caminaban hasta el extremo de su pequeña península, podían ver, frente a ellos, una isla deshabitada y las ruinas de un viejo castillo, que estaba en vías de desaparecer engullido por los árboles. Los impresionantes flancos grises del monte Taigeto, estaban suspendidos sobre sus cabezas, y cuando se ponía el sol relucían con tonos rosados y anaranjados.
Los dos tenía una idea muy clara de cómo quería que fuera su casa. Tal y como lo expresó Paddy, se trataba de un “monasterio liviano, integrado en una granja y con gruesos muros de habitaciones frescas”. Joan y Paddy raramente llamaron Kalamitsi al lugar, no les agradaba el efecto azucarado, que tenía la terminación “mitsi” en inglés. Para ellos fue siempre Kardamili.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Mayo del 2018.