Leyendo a G.E. Moore

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Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

domingo, 19 de julio de 2015

El encinar huye de mis ojos (I)

En Julio del 2012, con mi compañero de cordada Javier González de Alaiza, y con un texto que nos había pasado Pep Torrens, nos fuimos a explorar el viejo Camí de sa Mola de Son Vic, para publicarlo en Última Hora y en mi Blog “Mis días de montaña”. Logramos recorrer todo el camino, pero con algunos errores y muchas rectificaciones, de manera que las notas en mi cuaderno de campo, quedaron algo confusas. Así que una semana después volví solo para completar las anotaciones.
Salí muy pronto de casa para evitar las horas de máximo calor, y para poder caminar sin prisa alguna. La verdad es que el día era estupendo. El camino siempre discurre por encinar (ya sabemos que estos son más frescos que los pinares) y yo estaba disfrutando de la jornada. Así que cuando me paré para tomar un bocado, mis pensamientos y reflexiones comenzaron a volar. Tomé nota de los mismos. Pero al releerlos días después, me parecieron chorradas de un aficionadillo a la filosofía, y allá se quedaron olvidados en la libreta. Hasta que hace unos días al releer a Ortega y Gasset (comencé a leerlo a mis 23 años) me topé con unas reflexiones, que me recordaron a mis notas del 2012, y que ahora, bajo la autoridad de Ortega, ya no me parecieron tan desprovistas de valor. De la mezcla de ambos textos (la parte buena es de Ortega, claro) ha quedado esto:
Desde el punto en que yo estaba tomando un bocado, el encinar se presentaba casi impenetrable y, no sé a santo de que, pensé en el adagio de origen germánico que reza: “los árboles no nos dejan ver el bosque”. Que es el mismo que el francés (según me contaba mi abuela Marie Porcel Bouche) que dice: “La hauteur des maisons empêche de voir la ville”. Cuando uno camina sólo por la montaña, las cosas entorno callan, y el vacío de rumor que dejan exige ser ocupado por algo, y entonces oímos con claridad los latidos de nuestro corazón, los latigazos de la sangre en nuestras sienes, el hervor del aire que invade nuestros pulmones y que luego huye afanoso. Estoy familiarizado con ello, y también con el hecho de que es en estos momentos, caminando solo, cuando mi cerebro vuela más alto.
Encinar
¿Es esto que contemplo un encinar? Ciertamente no: son sólo las encinas que veo de un encinar. El encinar verdadero se compone de las encinas que no veo. Yo puedo ahora levantarme y tomar ese vago senderillo, que vislumbro señalado por algún hito. Las encinas que antes veía, serán sustituidas por otras análogas. Se irá el encinar descomponiendo, desgranándose en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me encuentre. El encinar huye de mis ojos.
El encinar estará siempre un poco más allá de donde yo esté. De donde nosotros estamos acaba de marcharse, y queda sólo su huella aún fresca. Los antiguos, que proyectaban en formas corpóreas y vivas las siluetas de sus emociones, poblaron las selvas de ninfas fugitivas. Nada más exacto y expresivo. Conforme camináis, volved rápidamente la mirada a un claro entre la espesura, y hallareis un temblor en el aire como si se aprestara a llenar el hueco, que ha dejado al huir un cuerpo desnudo. Lo que del encinar se halla ante nosotros de una manera inmediata, es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante.
Cuando repetimos la frase “los árboles no nos dejan ver el bosque”, tal vez no se entienda su riguroso significado. Los árboles no nos dejan ver el bosque, y gracias a que así es, en efecto, el bosque existe. La misión de las encinas patentes es hacer latente el resto de ellas, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible, está ocultando otros paisajes invisibles, nos sentimos dentro de un encinar.
Tomando notas
Creí entender que ésta sería una buena lección para aquellos que no ven la multiplicidad de destinos, igualmente respetables y necesarios, que el mundo contiene. Existen cosas que, puestas de manifiesto, sucumben o pierden su valor y, en cambio, ocultas o preteridas llegan a su plenitud. Hay quien alcanzaría la plena expansión de sí mismo ocupando un lugar secundario, y el afán de situarse en primer plano aniquila toda su virtud. Tanta nobleza puede haber en ser el segundo como en ser el primero, porque ultimidad y primacía, decía Ortega, son magistraturas que el mundo necesita igualmente, la una para la otra. Mucho he pensado en esto en estas semanas de pactos políticos, dificultados creo, por egos desmesurados que confunden “primacía” con “esencial”, “profundo” con “superficie”.
Algunos hombres, algunos políticos, se niegan a reconocer la profundidad de algo, porque exigen de lo profundo que se manifieste como lo superficial. No advierten que es a lo profundo esencial, el ocultarse detrás de la superficie y presentarse sólo a través de ella, latiendo bajo ella. Se pide a lo profundo que se presente de la misma manera que lo superficial. No; hay cosas que presentan de sí mismas lo estrictamente necesario, para que nos percatemos de que ellas están detrás, ocultas. Todas las cosas profundas son de análoga condición. Los objetos materiales, por ejemplo una de estas encinas, que veo y puedo tocar, tienen una tercera dimensión que constituye su profundidad, su interioridad. Sin embargo, esta tercera dimensión ni la vemos ni la tocamos. Encontramos, es cierto, en sus superficies alusiones a algo que yace dentro de ellas; pero este dentro no puede nunca salir afuera y hacerse patente en la misma forma que el exterior del objeto, de la encina. Pues de igual suerte que lo profundo necesita una superficie tras la que esconderse, necesita la superficie, para serlo, de algo sobre lo que extenderse y que ella tape.
Hay gentes que exigen que les hagamos ver todo tan claro, como veo esta encina delante de mis ojos. Y es el caso que, si por ver entendemos, como ellos entienden, una función meramente sensitiva, ni ellos, ni nosotros, ni nadie ha visto jamás una encina ¿Pretenden tener delante a la vez el anverso y el reverso de la encina? Con los ojos vemos una parte de la encina, pero la esencia de la misma no se nos da nunca en forma sensible. No es sólo lo que se ve lo claro. Con la misma claridad se nos ofrece la tercera dimensión de un cuerpo que las otras dos, y, sin embargo, de no haber otro modo de ver, que el pasivo de la estricta visión, las cosas, o ciertas cualidades de ellas, no existirían para nosotros.

Palma. Ca’n Pastilla a 24 de Junio del 2015.





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