Escribe Ortega y Gasset en El Espectador, de cómo el clasicismo lleva anejo el carácter de perfección. Y solo hacemos perfectamente, dice, lo que es un poco inferior a nuestras facultades. La sociedad sería perfecta, si los ministros fueran gobernadores de provincia; los profesores de universidad, maestros de segunda enseñanza; y los coroneles, capitanes. No sé que adverso sino obliga a los hombres a lo contrario, sobre todo en la edad contemporánea.
La cultura griega, ejemplo de clasicismo, se caracterizó por la limitación de su campo visual. Seguramente no pueda entenderse ni admirarse lo verdaderamente helénico, sino después de haber percibido, la preconsciente contracción a que somete la realidad. Y en cuanto a Dios, nombre colectivo que damos a lo que es ilimitado, infinito en extensión o en calidad, a cuanto rebosa nuestro poder de medir y prever ¿hay nada más antihelénico? Es curioso, me parece, el desarrollo de la indignación griega contra todo lo infinito. Lo in-definido, lo sin-límites, les saca de quicio. Cuando los pitagóricos descubrieron el número irracional, sintieron el vértigo, y lo consideraron como algo “escandaloso”. Por una sublime fidelidad a sus capacidades, que fue el secreto de Grecia, lograron los helenos suprimir de su preocupación, cuanto no puede ser fácilmente gobernado por la medida.
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Romanticismo. Delacroix |
Remataba Ortega: “Completando una frase ilustre, yo diría que el clásico, como Saúl, parte en busca de unas asnillas que ha perdido, y vuelve con un reino, mientras el romántico sale en busca de un reino, y vuelve a menudo con las asnillas de Saúl”.
Pues eso, mucho romántico veo yo, en las jóvenes y emergentes organizaciones políticas de hoy.
Palma. Ca’n Pastilla a 10 de Enero del 2016.
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