Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

miércoles, 25 de mayo de 2016

AFRANCESADO

Con motivo de que la literatura francesa, sea la invitada a la Feria del Libro de Madrid de este año, Antonio Muñoz Molina ha escrito un hermoso artículo en Babelia, que me ha suscitado algunas reflexiones.
En mi familia hemos sido, desde que yo tengo noticias, bastante afrancesados. Mi padre vivió un año entero en Lyon, trabajando y aprendiendo el francés. Y por parte de los Sarmiento, la influencia de la cultura francesa fue aun mayor. Tanto debida a mi bisabuela materna Marie Bouché, nacida en Saint Étienne (a menos de 60 kilómetros de Lyon, casualidades de la vida) como a mi tío abuelo Baltasar Champsaur Sicilia (el Tío Sarito, de quien he escrito largo en este Blog: http://senator42.blogspot.com.es/search/label/El%20t%C3%ADo%20Sarito
Aprendí el francés en el Bachillerato (entonces era todavía la lengua extranjera que se cursaba) pero muy especialmente, gracias a la estrecha relación con mi abuela materna Marie Porcel Bouché, para quien era lengua materna. En nuestras tertulias, ella pulía mi muy elemental conocimiento del mismo y, cuando comencé a poder leer en esa lengua, me prestaba sus muchos libros escritos en francés. Fue entonces cuando entré en contacto por primera vez con Stendhal, Flaubert, Zola, Hugo, Balzac…
El afrancesamiento ha sido una afición o aspiración española de siglos, cultural y también política. Un sueño o ideal, que era la otra cara de la moneda, de muchas de las cosas que sufríamos en una España reaccionaria y casposa. Sé de otras personas y amigos que, como yo, piensan que fue un verdadero desastre para nosotros, haber triunfado (con la decisiva ayuda de los ingleses) en la llamada Guerra de la Independencia o del Francés. El afrancesamiento nació allá por el XVIII, como atracción profunda por la Ilustración. Y podríamos decir, que duró hasta los años setenta pasados, mis tiempos de universitario, ya bastante irreconocible, convertido en una simple y estúpida moda de radicalismo prochino, o insufrible jerga filosófica.
Gracias a Muñoz Molina, he recordado como en mis años mozos, los pisos de los estudiantes de izquierdas, en general alquilados, estaban llenos de estanterías hechas de tablas y ladrillos, en las que no faltaban jamás las traducciones del francés, publicadas por Siglo XXI: Althusser, Poulantzas, Deleuze… (algunos de ellos aún duermen en mi biblioteca). Para entonces (he tardado mucho en darme cuenta de ello) la transparencia magnífica de la lengua francesa, que vivificó a los por desgracia no muchos ilustrados españoles, se había desfigurado en palabrería abstrusa, que no significaba nada, pero que era recibida como los dictámenes de un oráculo, más sagrado aún por inaccesible. De aquellas abstracciones filosóficas, que adornaban una apología permanente del totalitarismo, supongo que me libró mi educación y entorno familiar, o quizá más, como a Muñoz Molina, la pereza y la desgana de esforzarme en descifrar conceptos oscuros que, además, nada tenían que ver a mis ojos, con cualquiera de los hechos que rodeaban mi vida.
Quizá mi generación española, fue la primera que se desenganchó de la hegemonía intelectual francesa. Pero por entonces aún no había caído en ello. Entre mis amigos, todavía París era el centro de la cultura universal y base de la bohemia intelectual, a donde había que ir por lo menos una vez en la vida, como los musulmanes a La Meca. En cine estábamos enganchados a la “Nouvelle vague”. Pensábamos que nadie había retratado nunca el amor masculino por las mujeres, con más delicadeza que François Truffaut. Y las inquietudes eróticas, formaban parte de un vago impulso de emancipación política, de rechazo instintivo de la beatería eclesiástica y franquista. En música escuchábamos a Sylvie Vartan, Édith Piaf, Charles Aznavour, Yves Montand, Georges Moustaki, Jacques Brel… Leíamos Le Monde, L’Express, Le Nouvel Observateur (L’Obs)…
Sin que nos apercibiéramos de ello, y aunque en los institutos se seguía enseñando casi exclusivamente francés, el inglés era, cada vez más, la lengua de las canciones que nos exaltaban. El francés sólo era ya disciplinario y escolar, como el latín, pero la música de la libertad era cantada ya en inglés. Y así, casi imperceptiblemente, la cultura, en las últimas décadas, se ha vuelto anglosajona, o directamente americana, aquí en España como en todas partes, en lo mejor y en lo peor, en lo singular y valioso, y en la generalización de la basura. Pero a mí, en algunas cosas que me parecen de primordial importancia, me gusta seguir siendo afrancesado. En la defensa de la igualdad civil y el laicismo, en los ideales prácticos de la instrucción pública, en la separación de la Iglesia y del Estado, en el ejercicio insobornable de la razón ilustrada y la irreverencia crítica, que nació con Montaigne, y siguen más vivas y relevantes que nunca, en cualquier página de Diderot.
Algunos de mis maestros capitales, de mis escritores favoritos, siguen siendo franceses, ahora más si cabe; porque ahora, más que lecturas ocasionales, son hábitos de toda mi vida, compañías constantes, siempre al alcance de la mano. Nunca me canso de volver a Montaigne, o a los relatos de viajes y diarios de Stendhal. Sigo leyendo en francés con asiduidad, porque no encuentro la obra traducida al castellano, y/o por puro placer estético. En estos días, por ejemplo, estoy enfrascado el “Le discours philosophique de la modernité”, de Jürgen Habermas.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Mayo del 2016.

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