Y eso ocurre a la vez en América, en Europa y en España. Y da igual si estamos tratando de los derechos humanos o las modas estéticas. Todo es susceptible de ser odiado. Localizar un enemigo, parece justificar no ya mi lucha, sino también mi lugar en el mundo. Odiar al diferente, odiar al gay, odiar al catalán, odiar al español, odiar al musulmán, odiar a los turistas… Odiar para permanecer. Siento como si me hubieran empujado a tierra de nadie, a un espacio inclemente, árido y solitario, que nos han reservado a los pocos y extraños seres, que aún no creemos en el pensamiento único.
He hablado en las últimas semanas, y recomendado su relectura, del libro de Stefan Zweig “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”. En él recuerda Zweig, el comienzo del siglo XX, desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austriaco, judío, humanista y pacifista. Y nos relata como los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie, y no veían en el futuro sino signos de progreso.
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Stefan Zweig |
Una de esas semillas, como bien sabemos los conocedores de nuestra historia, es la del triunfo de los discursos del odio. Quien recurre a ese tipo de discursos, pretende estigmatizar determinados grupos, y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad. Según Cortina, quizá “odio” no sea el término más adecuado, para referirse a las emociones – siempre las malditas emociones – que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero sí se trata, en cualquier caso, de ese amplio mundo de las fobias sociales, que no son otra cosa que patologías sociales, que a estas altura ya deberíamos haber superado: la xenofobia, la supremacía nacionalista, la misoginia, la homofobia, el desprecio al “otro”, al diferente… Ya me aburre recordar las veces que he advertido, del peligro de las emociones como pauta en la política.
Es un viejo dilema, sí, pero aquí lo tenemos de nuevo: el conflicto entre la libertad de expresión que, por supuesto, es un bien preciado en cualquier sociedad abierta (reléase a Popper), y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia, como al respeto de su identidad, a su autoestima. Por decirlo con palabras de Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad, y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos.
El derecho al reconocimiento de la propia dignidad, es un bien innegociable en cualquier sociedad con suficiente inteligencia, como para percatarse de que el núcleo de la vida social, no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima, desde el respeto que los demás les demuestran. Y desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan estos días en las redes, están causando un daño irreparable. Están abriendo un abismo entre el “nosotros”, de los que andan convencidos erróneamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.
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Adela Cortina |
Reforzar y cultivar a diario nuestro “êthos” democrático, es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso, de defender los derechos de quiénes son socialmente más vulnerables, y por eso se encuentran a merced, de los socialmente más poderosos.
Pues eso. Al loro los que insultan en las redes sin respeto alguno a los demás.
Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Octubre del 2017.
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