Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

viernes, 22 de julio de 2016

REFLEXIONES EN EL MASSANELLA. "LA VIDA EN TORNO".

Para desintoxicarme del chute de política que llevo encima, acudí, una vez más, a mis “cuadernos de campo”, en los cuales, además de las anotaciones referidas a las rutas de montaña, aparecen espaciados algunos pensamientos sobrevenidos, aquí y allá, sobre temas ajenos al itinerario que estaba recorriendo. Y me encontré unas anotaciones efectuadas el 6 de Diciembre del 2006, en la cima del Massanella, que ahora he ampliado.
Escribía Ortega en “Notas de andar y ver”: “Quisiéramos de algún modo, fijar alguna de aquellas cosas que pasan a escape, como si tuvieran una cita allá lejos, con alguien que no somos nosotros. A este fin llevamos un cuadernito y un lápiz; apuntamos unas breves palabras, y cuando un día, andando el tiempo, las leemos, el paisaje, la palabra, la fisonomía que desapareció adquiere cierta supervivencia, una como espectral vida, que conserva de la real vagos ecos, remotos latidos”.
Todos nuestros actos, y un acto es el pensar, barrunto, van como preguntas o como respuestas, referidos siempre a aquella porción del mundo, que en cada instante existe para nosotros. Nuestra vida es como un diálogo, del que el individuo es sólo un interlocutor, el otro es el paisaje, lo circunstante ¿Cómo entender el uno sin el otro? La biología, al menos parte de la misma, busca la unidad orgánica, no en el cuerpo aislado frente a un medio homogéneo, e idéntico para todos, sino en el todo funcional que constituye cada cuerpo y su medio (“Ideas para una concepción biológica del mundo”. Jacobo von Uexcüll).
Y cuanto más profunda y personal sea en nosotros la actividad que realizamos – como ahora yo el montañismo – más exclusivamente se refiere a una parte del mundo y sólo a ella, que tenemos delante de nosotros (el entorno del Massanella en este momento). A veces hallamos en nuestra acción, una como zozobra y titubeo. Los franceses lo expresan muy finamente con el vocablo dépaysé, hemos perdido el contacto con nuestro paisaje. Y como nos han quitado la otra mitad de nuestro ser, sentimos el dolor de la amputación, en la mitad que nos queda. Pero recuperemos la serenidad, y devolvamos a nuestros pensamientos el fondo en que nacieron. Recuerdo que así lo hicieron algunos filósofos. Descartes no se olvidó de contarnos, que su nuevo método reformador de la ciencia universal, se le ocurrió una tarde en el cuarto-estufa de una casa germánica. Y Platón en “Fedro”, nos presenta a Sócrates y su amigo dialogando en una siesta canicular, al margen del Iliso, bajo el frescor de un alto plátano, en tanto que sobre sus cabezas, las cigarras helénicas vertían su rumor.
Son estos pensamientos, producto de una jornada deambulando en solitario por las laderas del Massanella, un día a comienzos de Diciembre, que es por esta zona tiempo muy revuelto. El otoño fugitivo se resiste a morir y se revuelve hosco, haciendo que su retaguardia dé unas últimas embestidas, al joven invierno invasor. El combate se realizaba sobre la testuz granítica del macizo. Había en lo alto un amplio jirón de purísimo azul, a quien ponían cerco las nubes blancas. Nubes que llegaban rápidas y se amontonaban en turbulencia guerrera. Son nuestra nubes españolas – habría dicho mi querido Ortega – que se encrespan en telones verticales, poblando el cielo de un entusiasmo barroco; son las mismas que nuestros orífices, ponen detrás de las cabezas inclinadas de los Cristos, nubes de gloria y de triunfo tras la muerte.
Pero había ese día en el Massanella un tremendo ser, todo ímpetu y coraje, pasión y voluntad, que sojuzgaba por entero el paisaje. Era el viento, el viento indomable. Bajaba del norte allá a lo lejos, arrollándolo todo. Y se rompía la frente contra la cara septentrional de la cima. Viento que, no en vano, ha sido siempre para la imaginación humana símbolo de la divinidad, del puro espíritu.
“A mí me encanta el viento – escribe Steiner – muchísimo. Ser un “luftmensch” (alguien que flota en el aire) me permite cruzar océanos, continentes, y descubrir una parte de este mundo fascinante, en el que nuestra vida es tan breve”. Ariel, el ángel de las ideas, caminaba precedido de ráfagas. Así mientras por materia entendemos lo inerte, buscamos con el concepto de espíritu, el principio que triunfa de la materia, que la mueve y la agita, que la informa y la transforma y, en todo instante, pugna contra su poder negativo, contra su trágica pasividad. Y, en efecto, hallamos en el viento una criatura que, con un mínimo de materia, posee un máximo de movilidad: su ser es su movimiento, su perpetuo sostenerse a sí mismo, transcender de sí mismo, derramarse más allá de sí mismo. Y esto es, de uno u otro modo, en definitiva, el espíritu: sobre la mole muerta del universo, una inquietud y un temblor.
Y mi extasiada mente pasó, sin puente ni pasarela, quizá cabalgando el viento, de un filósofo (Ortega) a un pintor (El Greco). Un pintor que siempre me ha fascinado, desde que, allá por los años cincuenta, con mis padre y hermanos, visitamos en Toledo la Casa del Greco y la Iglesia de Santo Tomé, con el famoso “Entierro del Conde de Orgaz”. Y un par de años después, cuando haciendo el servicio militar, me pasé un fin de semana arrestado, y me leí de un tirón la obra de MarañónEl Greco y Toledo”, mi amor por el pintor se convirtió en eterno. El Greco se pasó la vida, pintando muertes y resurrecciones. No concebía la existencia en forma de pasividad. Los hombres de sus retratos tienen almas fosforescentes, prestas a fenecer en una última llamarada. De ahí, puede, mi rápida trasmisión de Ortega al Greco, bajo el impetuoso viento del Massanella.
En la cima del Massanella
En los cuadros del Greco, hacen las figuras gestos que, al pronto, no entendemos. No son, en efecto, los que se emplean en los usos ordinarios del vivir. ¿Quiero decir que no son reales? No. Es que nuestra nativa propensión a no creer en lo heroico, nos lleva a dudar de la realidad de estos gestos, en que se expresan acciones ejemplares y sentimientos esenciales. Una especie de “plebeyismo” ambiente, nos mueve a medir la vida, con el metro de nuestras horas inertes. Los gestos, decía, son reacciones a lo que se ve y se oye, al paisaje entorno.
La actitud de San Mauricio (cuadro: “San Mauricio y la Legión Tebana”) es la actitud ética por excelencia. La bondad o maldad de que habla la ética, es siempre la bondad o maldad de una volición, de un querer. No las cosas son buenas o malas, sino nuestro querer o nuestro no querer. En el uso ordinario de la vida, cuando decidimos querer algo, no pretendemos decir que si quedáramos solos en el mundo, ese algo y nosotros estaríamos satisfechos. No: nuestro querer ese algo, consiste en que nos parece necesario para otra cosa, la cual queremos, a su vez, para otra. De estas cadenas de voliciones, en que un querer sirve a otro querer, se compone el tejido de nuestra habitual existencia.
Mas ¿qué semejanza puede existir entre ese querer lo uno para lo otro, con aquel en que queremos algo por ello mismo, sin finalidad ninguna? Nuestro querer “negociante”, nuestra “voluntad a la inglesa” – Ortega pensaba que el “utilitarismo” era la moral inglesa – había colocado las cosas todas en cadenas interminables, donde cada eslabón es un medio para el próximo, y, por tanto, tiene el valor relativo del lugar que ocupa en la cadena. Más este querer de nueva y más pura índole, arranca de la cadena una cosa y, solitaria, sin ponerla en relación con nada, por ella misma la afirma. Frente a esta actitud de nuestra voluntad, todas las demás actitudes adquieren un sentido meramente económico, donde las cosas se desean como medios. El querer ético, en cambio, hace de las cosas fines, conclusiones, últimas fronteras de la vida. Deja de ser nuestro espíritu una pluralidad de individuos elementales, cada cual con su pequeño afán egoísta, que es preciso contentar. Entra en ejercicio lo más profundo de nuestra personalidad, y reuniendo todos nuestros poderes dispersos, haciéndonos solidarios con nosotros mismos, siendo entonce y sólo entonces verdaderamente nosotros, nos ligamos al objeto querido sin reservas ni temores. De suerte que no nos parecería soportable vivir nosotros, en un mundo donde el objeto querido no existiera.
La mayor parte de los hombres, no hacemos sino querer en el sentido económico de la palabra: resbalamos de objeto en objeto, de acto en acto, sin tener el valor de exigir a ninguna cosa, que se ofrezca como fin a nosotros. Escribía Ortega: “Hay un talento del querer, como lo hay del pensar, y son pocos los capaces de descubrir, por encima de las utilidades sociales que rigen nuestros movimientos, su querer personalísimo. Solemos llamar vivir, a sentirnos empujados por las cosas, en lugar de conducirnos con nuestra propia mano”.
Cuando todo nuestro ser quiere algo – sin reservas, sin temores – cumplimos con nuestro deber, porque es el mayor deber de la fidelidad con nosotros mismos. Una sociedad en la que cada individuo, tuviera la potencia de ser fiel a sí mismo, sería una sociedad cuasi perfecta. ¿Porqué, que significa lo que llamamos “hombre íntegro”, sino un hombre que es enteramente él, y no un zurcido de compromisos, de caprichos, de concesiones a los demás, a la tradición, al perjuicio?

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Julio del 2016.

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