En la segunda parte de su conocida obra “La política como profesión”, Max Weber plantea la cuestión de la moralidad de la política. Fue una parte dirigida especialmente, contra una interpretación muy extendida en la opinión publica por aquel entonces (años veinte del pasado siglo) concretamente entre los estudiantes universitarios, consistente en ver la política como una actividad para la aplicación de principios absolutos, que en la época eran de índole revolucionaria y pacifista. Pero estaba dirigida igualmente, contra el tipo de político excesivamente pragmático y sin convicciones políticas profundas.
Arranca Weber de la definición de Política y de Estado (del Estado “moderno”) mostrando como ambos conceptos están mutuamente referidos entre si. Política es para Weber, la actividad de dirección de un Estado, o el ejercicio de una influencia sobre el mismo, es decir, “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre distintos Estados o, dentro de un Estado, entre los distintos grupos humanos que éste comprende”.
Habla de tres cualidades necesarias para el político – pasión, responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, y sentido de la distancia respecto a sí mismo y a las cosas (“realismo”) – explicando por qué la vanidad es el peor vicio del político, y por qué critica al “político del poder”. Insiste en la característica fundamental de la política, que es la que exige esas cualidades, y la que estará en la base, del problema de la relación entre política y moral.
La acción política la caracteriza Weber, como una acción en la que, por regla general, según demuestra la historia, no hay una correspondencia entre la intención y los resultados, siendo por tanto la relación entre intenciones y resultados, de índole paradójica. En esa situación, lo único que puede darle consistencia interna a la acción política, es su sentido de servicio a una causa. Pero, por otro lado, son muchos y distintos los objetivos posibles de la actividad política. Y con todos estos elementos, plantea ya expresamente, la cuestión de la moralidad de la política.
Weber se pregunta qué moralidad tiene la política, si hay una moralidad que le marque a la política lo que es correcto o no, y si esta moral sería una moral general humana, o una moral específica para la actividad política ¿En qué nivel ético está situada la política? ¿Cuál es la relación verdadera entre ambas? ¿No tienen nada que ver? ¿O vale para la política la moral general, que vale para cualquier otro ámbito de la vida?
Todo el problema deriva del medio que utiliza la política, que es el poder y la violencia que puede derivarse del mismo. Quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, debería ser muy consciente con antelación, que firma un pacto con los poderes diabólicos. Y tener muy presente para sus acciones, que nos es verdad que el bien sólo salga del bien y del mal sólo el mal.
El planteamiento weberiano, deja totalmente fuera de consideración, la idea de que la relación entre la moral y la política, pudiera consistir en utilizar la moral, como fuente de legitimación de una actuación política. Las intenciones de una acción no justifican nada, pues cualquier acción política podría así justificarse por intenciones distintas y aun contrapuestas. Como la política es poder (algo que modestamente he venido yo recordando con frecuencia) o uno no acude a él o se cuenta con él, y entonces hay que cargar con las consecuencias. Justificar el poder con buenas intenciones, Weber lo considera inmoral. Por eso no le parece solución adecuada para la acción política, acudir a la ética del Sermón de la Montaña, en el que él condensaba la doctrina cristiana. Pues dicha ética es una moral absoluta y radical, que prescribe cosas que realmente el político no puede hacer, ya que, por ejemplo, condena la violencia, mientras que el político con frecuencia tiene que utilizar la violencia para ir contra el mal.
Si tenemos en cuenta los caracteres de la acción política, se nos hará evidente que no es compatible con ella, un comportamiento guiado por una ética de carácter absoluto, ya que esta última no se pregunta nunca, por las consecuencias de las acciones. Es en esta pregunta por las consecuencias, de tomarlas en consideración para la acción política, donde se nos muestra la gran diferencia, entre la lógica de la política y la de la ética de las convicciones. Diferente al comportamiento guiado por una ética de lo absoluto o de convicciones, es el dirigido por una ética de la responsabilidad, por la ética de que hay que responder de las consecuencias (previsibles) de las propias acciones. Al aceptar que hay que ser responsable, de las consecuencias de nuestras acciones, Weber afirma que ninguna ética puede evitar, que la consecución de fines considerados buenos, vaya unida a tener que contar con medios dudosos, y con consecuencias colaterales malas: “Ninguna ética – afirma Weber – puede demostrar cuando un fin bueno, justifica medios dudosos, ni en que medida los justifica”.
A lo largo de su obra, Weber va desarrollando argumentos, en contra de que los políticos actúen según una ética de convicciones. Critica el comportamiento político basado en la ética de las convicciones, porque ésta no toma en cuenta, el hecho de la no racionalidad moral del mundo, es decir, el hecho de que del bien puede salir el mal y al revés. La inadecuación de la ética de convicciones a la actividad política, deja a la ética de responsabilidad, como la única compatible con la política, precisamente porque toma en consideración las consecuencias. Ahora bien, la diferenciación y contraposición entre ambas éticas no implica, por otra parte, que no puedan, e incluso que no deban, convivir en la persona del político.
Al político de verdad Weber le exige: a) que sea consciente de las paradojas éticas – ya mencionadas – derivadas de las características de la acción política; b) que tenga también corazón, pero auténtico y firme, no lleno de romanticismo vacío, ya que la política no se hace sólo con la cabeza; y c) que tenga presente que para tener un corazón firme, es preciso mantener la distancia necesaria respecto a las cosas y a si mismo – ser realista – para que uno pueda afrontar el fracaso de todas las ilusiones, de todas las esperanzas.
Al final resume Weber, que sólo tiene cualidades para la política, quien tenga esa fortaleza interior, quien no se derrumbe ante la realidad del mundo tal como es, quien no sea un mero romántico fanfarrón: tiene “Beruf” (vocación, profesión) para la política, quien no se hunda ante un mundo estúpido, que no está dispuesto a recibir, todo lo que uno desea ofrecerle, sino que diga, por el contrario, que él, a pesar de todo, se afirma en su posición y sigue.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 12 de Marzo del 2019.
Reflexiones y opiniones a vuelapluma, de cualquier cosa que se me ocurra sobre política, historia, filosofía y otras materias
viernes, 29 de marzo de 2019
miércoles, 27 de marzo de 2019
JUSTICIA RETROSPECTIVA
La carta de López Obrador a Felipe VI, no pasará de mera anécdota, de tal manera que no interesará mucho a los ciudadanos. Pero para los historiadores es algo más que una anécdota, pues, una vez más, se manosea la historia, por intereses espurios.
Los problemas con la historia comienzan, cuando se trata de utilizar el pasado para manipular el presente, y no para explicarlo. El presentismo histórico, es decir, la crítica de los hechos del pasado, con la mentalidad, los valores y la información del presente, sólo conduce a la distorsión de ambos.
No volveré a decir que López Obrador me parece un tanto populista, y que ha utilizado la mencionada carta, como elemento de propaganda interna. Pero si me permitiré repetir aquí, algunas manifestaciones de historiadores. “López Obrador se educó, cuando los libros de texto de la escuela, decían que todos los mexicanos descendemos de los mexicas” (Alfredo Ávila). “Al final (la carta) refleja lo que él aprendió en la educación pública. La forma en que lo expresó el presidente, es reflejo de una educación muy tradicional, empujada por el Estado después de la revolución, que tiene un marcado peso indigenista. Es una deformación de la realidad histórica, una manipulación y un uso político de la historia” (Martín Ríos). “La sensación que tengo con la declaración de López Obrador, es que tiene algún problema interno, y quiere agitar fantasmas para resolverlo. Con ello, mueve el nacionalismo mexicano” (Jesús Bustamante).
Todo esté debate pudo comenzar un 12 de Octubre de 1492, cuando Cristóbal Colón, al frente de tres carabelas y menos de 100 hombres, arribaron a desconocida tierra firme en la Isla de san Salvador (hoy Bahamas). Ese día comenzó la forja del imperio español americano. Fue, sí, obra de conquista y ocupación, devenida muy pronto en labor de colonización y aculturación (religiosa e idiomática). Un proceso histórico similar, al de otras expansiones imperiales en el viejo mundo, desde la formación del mundo helenístico, hasta la constitución del Imperio Romano.
En este proceso tuvo un papel determinante, “ça va sans dire”, la expansión militar, con sus gestas y atrocidades, verídicas o exageradas. Esa es una faceta siempre destacada, por las visiones catastrofistas y la leyenda negra antiespañola de origen protestante, como si las restantes experiencias imperiales, hubieran sido diferentes por su desarrollo pacífico y más humanitario.
Como explica muy bien Enrique Moradiellos (catedrático de historia, nada sospechoso de imperialismo y/o nacional catolicismo) también es cierto que aquella conquista tuvo un éxito fulgurante, porque se inscribió en “una guerra de indios contra indios” (Bernat Hernández). Y en ella los españoles, aprovecharon muy bien las fisuras internas de los pueblos indígenas enfrentados entre si. Articularon alianzas con sus facciones y consiguieron así, someter imperios mediante una combinación de fuerza, diplomacia, astucia y golpes de fortuna.
Exclusivamente de esta manera, podemos entender que en 1521, el poderoso imperio azteca de México y su propia capital (Tenochtitlán, con más de 200.000 habitantes) cayeran bajo el poder de Hernán Cortés y sus 500 soldados, 100 marineros, 30 caballos y 10 cañones. Aunque no hay que olvidar un dato determinante: los contingentes indígenas que se les sumaron, por su oposición al brutal dominio azteca, como fueron el millar de guerreros totonacas, o los 3.000 guerreros tlaxcaltecas.
Algo similar sucedió con el imperio inca en la cordillera andina, que contaba con la friolera de 14 millones de súbditos. Pero estaba al borde de la guerra civil, y afrontaba la hostilidad de grupos étnicos sometidos, como los cañaris, los limas o los charcas.
El resultado asombroso de todas esas operaciones, fue la rápida expansión española por el continente, con un número muy reducido de hombres, que contaba, eso sí, con una evidente superioridad tecnológica militar. Pero a ello hay que sumar, la ayuda de la sorpresa que provocó su audacia. Y asimismo, como hemos dicho, las alianzas con los grupos étnicos sometidos cruelmente a los imperios precolombinos.
Muy interesantes son los últimos estudios históricos, publicados sobre la colonización española de América Latina, que han puesto de relieve, que la labor de conquista, evangelización e hispanización, fue obra en su mayoría de personas cultivadas, que llevaron a aquellas tierras, las formas de vida de la Europa renacentista.
A tenor de todo ello, no me parece posible concebir América, en su pluralidad, sin esa identidad occidental. Y entiendo que es una quimera anacrónica, pensar en deshacer su historia, bajo la ilusión de impartir justicia retrospectiva, quinientos años más tarde.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 27 de Marzo del 2019.
Los problemas con la historia comienzan, cuando se trata de utilizar el pasado para manipular el presente, y no para explicarlo. El presentismo histórico, es decir, la crítica de los hechos del pasado, con la mentalidad, los valores y la información del presente, sólo conduce a la distorsión de ambos.
No volveré a decir que López Obrador me parece un tanto populista, y que ha utilizado la mencionada carta, como elemento de propaganda interna. Pero si me permitiré repetir aquí, algunas manifestaciones de historiadores. “López Obrador se educó, cuando los libros de texto de la escuela, decían que todos los mexicanos descendemos de los mexicas” (Alfredo Ávila). “Al final (la carta) refleja lo que él aprendió en la educación pública. La forma en que lo expresó el presidente, es reflejo de una educación muy tradicional, empujada por el Estado después de la revolución, que tiene un marcado peso indigenista. Es una deformación de la realidad histórica, una manipulación y un uso político de la historia” (Martín Ríos). “La sensación que tengo con la declaración de López Obrador, es que tiene algún problema interno, y quiere agitar fantasmas para resolverlo. Con ello, mueve el nacionalismo mexicano” (Jesús Bustamante).
Todo esté debate pudo comenzar un 12 de Octubre de 1492, cuando Cristóbal Colón, al frente de tres carabelas y menos de 100 hombres, arribaron a desconocida tierra firme en la Isla de san Salvador (hoy Bahamas). Ese día comenzó la forja del imperio español americano. Fue, sí, obra de conquista y ocupación, devenida muy pronto en labor de colonización y aculturación (religiosa e idiomática). Un proceso histórico similar, al de otras expansiones imperiales en el viejo mundo, desde la formación del mundo helenístico, hasta la constitución del Imperio Romano.
En este proceso tuvo un papel determinante, “ça va sans dire”, la expansión militar, con sus gestas y atrocidades, verídicas o exageradas. Esa es una faceta siempre destacada, por las visiones catastrofistas y la leyenda negra antiespañola de origen protestante, como si las restantes experiencias imperiales, hubieran sido diferentes por su desarrollo pacífico y más humanitario.
Como explica muy bien Enrique Moradiellos (catedrático de historia, nada sospechoso de imperialismo y/o nacional catolicismo) también es cierto que aquella conquista tuvo un éxito fulgurante, porque se inscribió en “una guerra de indios contra indios” (Bernat Hernández). Y en ella los españoles, aprovecharon muy bien las fisuras internas de los pueblos indígenas enfrentados entre si. Articularon alianzas con sus facciones y consiguieron así, someter imperios mediante una combinación de fuerza, diplomacia, astucia y golpes de fortuna.
Exclusivamente de esta manera, podemos entender que en 1521, el poderoso imperio azteca de México y su propia capital (Tenochtitlán, con más de 200.000 habitantes) cayeran bajo el poder de Hernán Cortés y sus 500 soldados, 100 marineros, 30 caballos y 10 cañones. Aunque no hay que olvidar un dato determinante: los contingentes indígenas que se les sumaron, por su oposición al brutal dominio azteca, como fueron el millar de guerreros totonacas, o los 3.000 guerreros tlaxcaltecas.
Algo similar sucedió con el imperio inca en la cordillera andina, que contaba con la friolera de 14 millones de súbditos. Pero estaba al borde de la guerra civil, y afrontaba la hostilidad de grupos étnicos sometidos, como los cañaris, los limas o los charcas.
El resultado asombroso de todas esas operaciones, fue la rápida expansión española por el continente, con un número muy reducido de hombres, que contaba, eso sí, con una evidente superioridad tecnológica militar. Pero a ello hay que sumar, la ayuda de la sorpresa que provocó su audacia. Y asimismo, como hemos dicho, las alianzas con los grupos étnicos sometidos cruelmente a los imperios precolombinos.
Muy interesantes son los últimos estudios históricos, publicados sobre la colonización española de América Latina, que han puesto de relieve, que la labor de conquista, evangelización e hispanización, fue obra en su mayoría de personas cultivadas, que llevaron a aquellas tierras, las formas de vida de la Europa renacentista.
A tenor de todo ello, no me parece posible concebir América, en su pluralidad, sin esa identidad occidental. Y entiendo que es una quimera anacrónica, pensar en deshacer su historia, bajo la ilusión de impartir justicia retrospectiva, quinientos años más tarde.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 27 de Marzo del 2019.
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jueves, 21 de marzo de 2019
DE LA PRE-POLÍTICA A LA POLÍTICA
En su célebre “Ética”, Spinoza desarrolla una antropología basada en el individuo. Lo analiza en un contexto que llamaríamos pre-político – llamado también “estado de naturaleza”, en el cual no hay ni ley ni religión, ni bien ni mal – en el que todo el mundo tiene derecho a hacer lo que sea para subsistir. Según las famosas palabras de Hobbes, la vida en el “estado de naturaleza” es solitaria, menesterosa, punible, casi animal, y breve. En tanto en cuanto se supone que somos criaturas racionales, comprenderíamos rápido que mejor haríamos, aunque fuera desde un punto de vista puramente egoísta, en llegar prestos a un acuerdo entre nosotros, para limitar nuestros deseos antagonistas, y la búsqueda desenfrenada del interés personal. En resumen, que nuestro mayor interés personal, consistiría en vivir bajo la ley de la razón, antes que bajo la de la naturaleza. Lo cual nos llevaría a confiar a un soberano, nuestro derecho y nuestro poder naturales de hacer todo lo que nos es posible, para satisfacer nuestros deseos. Dicho soberano – sea un individuo, un Rey; un pequeño grupo de individuos, una oligarquía; o el cuerpo político en su totalidad, una democracia – será absoluto, y la extensión de sus poderes no sujeta a restricciones. Se encargará de obligar a todos los miembros de la sociedad a respetar el acuerdo, esencialmente utilizando su temor a las consecuencias, de una ruptura del “contrato social”.
Nos advierte Spinoza, que la obediencia al soberano no contraviene nuestra autonomía, puesto que siguiendo los mandamientos del mismo, seguimos a una autoridad que libremente hemos admitido, cuyas órdenes no tienen otro objetivo, mas que nuestro propio interés racional. Se lee en la “Ética”: “Puede ser, pensará alguno, que de esta forma nos convertimos en esclavos, dado que se considera como tal a todo el que actúa siguiendo órdenes de otro, y como “libre” al que gestiona su vida a su manera; lo cual no es absolutamente cierto. Pues, en realidad, aquel al que su placer conduce así, y es incapaz de ver lo que le es útil y hacerlo, es desde cualquier punto de vista, esclavo; únicamente es libre aquel que vive, con todas sus fuerzas, exclusivamente conducido por la razón. En cuanto a la acción llevada a término por mandato, es decir la obediencia, suprime la libertad de una cierta forma, pero no cae en el campo de la esclavitud: es únicamente el objetivo de la acción el que nos hace esclavos. Si la finalidad de la acción es la utilidad, no ya del que actúa, sino de quien la ordena, entonces sí el agente, el actuante, es esclavo e inútil a si mismo. Pero en una república y un Estado en el cual el bienestar de todo el pueblo, y no el del jefe, es la ley suprema, aquel que obedece en todo al poder soberano, no puede ser tildado de esclavo inútil a sí mismo, sino de ciudadano”.
El tipo de gobierno más susceptible de adoptar leyes fundadas en la sana razón, y servir los fines para los cuales un gobierno ha sido instituido es, en opinión de Spinoza, la democracia. Es la forma “más natural” de gobierno, surgido del contrato social, dado que en una democracia la gente se pliega únicamente, a las leyes que emanan de la voluntad general del cuerpo político, y no a los abusos del poder. En una democracia, la racionalidad de las órdenes del soberano está prácticamente garantizada, pues es muy improbable que una mayoría de ciudadanos, se ponga de acuerdo sobre un proyecto irracional.
Debe haber no obstante, “algunos” límites para los discursos. Los discursos sediciosos, que impelen a los individuos a anular el contrato social, no deben ser permitidos. Ciertos “inconvenientes” pueden nacer, sin duda alguna, de una libertad excesiva. Pero quien quisiera arreglarlo todo mediante la ley, “irritará más lo vicios, que corregirlos”. En un pasaje que prefigura la defensa utilitarista de la libertad, que John Stuart Mill hará dos siglos más tarde, Spinoza añade que “esta libertad es muy necesaria, para el desarrollo de las ciencias y las artes, ya que estas últimas no pueden ser practicadas con éxito, más que por aquellos cuyo juicio es libre y exento de prevención”. No olvidemos que estas reflexiones las expresa Spinoza en pleno siglo XVII, lo que ahí es nada.
En su “Tratado teológico-político”, uno de los alegatos más elocuentes a favor de un estado democrático secular, en la historia del pensamiento político, Spinoza – muy concernido por las cuestiones que abordaba – contrariamente al tono generalmente frío de la “Ética”, expresa sus sentimientos con fuerza y sin ambigüedad alguna.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Noviembre del 2018.
Nos advierte Spinoza, que la obediencia al soberano no contraviene nuestra autonomía, puesto que siguiendo los mandamientos del mismo, seguimos a una autoridad que libremente hemos admitido, cuyas órdenes no tienen otro objetivo, mas que nuestro propio interés racional. Se lee en la “Ética”: “Puede ser, pensará alguno, que de esta forma nos convertimos en esclavos, dado que se considera como tal a todo el que actúa siguiendo órdenes de otro, y como “libre” al que gestiona su vida a su manera; lo cual no es absolutamente cierto. Pues, en realidad, aquel al que su placer conduce así, y es incapaz de ver lo que le es útil y hacerlo, es desde cualquier punto de vista, esclavo; únicamente es libre aquel que vive, con todas sus fuerzas, exclusivamente conducido por la razón. En cuanto a la acción llevada a término por mandato, es decir la obediencia, suprime la libertad de una cierta forma, pero no cae en el campo de la esclavitud: es únicamente el objetivo de la acción el que nos hace esclavos. Si la finalidad de la acción es la utilidad, no ya del que actúa, sino de quien la ordena, entonces sí el agente, el actuante, es esclavo e inútil a si mismo. Pero en una república y un Estado en el cual el bienestar de todo el pueblo, y no el del jefe, es la ley suprema, aquel que obedece en todo al poder soberano, no puede ser tildado de esclavo inútil a sí mismo, sino de ciudadano”.
El tipo de gobierno más susceptible de adoptar leyes fundadas en la sana razón, y servir los fines para los cuales un gobierno ha sido instituido es, en opinión de Spinoza, la democracia. Es la forma “más natural” de gobierno, surgido del contrato social, dado que en una democracia la gente se pliega únicamente, a las leyes que emanan de la voluntad general del cuerpo político, y no a los abusos del poder. En una democracia, la racionalidad de las órdenes del soberano está prácticamente garantizada, pues es muy improbable que una mayoría de ciudadanos, se ponga de acuerdo sobre un proyecto irracional.
Debe haber no obstante, “algunos” límites para los discursos. Los discursos sediciosos, que impelen a los individuos a anular el contrato social, no deben ser permitidos. Ciertos “inconvenientes” pueden nacer, sin duda alguna, de una libertad excesiva. Pero quien quisiera arreglarlo todo mediante la ley, “irritará más lo vicios, que corregirlos”. En un pasaje que prefigura la defensa utilitarista de la libertad, que John Stuart Mill hará dos siglos más tarde, Spinoza añade que “esta libertad es muy necesaria, para el desarrollo de las ciencias y las artes, ya que estas últimas no pueden ser practicadas con éxito, más que por aquellos cuyo juicio es libre y exento de prevención”. No olvidemos que estas reflexiones las expresa Spinoza en pleno siglo XVII, lo que ahí es nada.
En su “Tratado teológico-político”, uno de los alegatos más elocuentes a favor de un estado democrático secular, en la historia del pensamiento político, Spinoza – muy concernido por las cuestiones que abordaba – contrariamente al tono generalmente frío de la “Ética”, expresa sus sentimientos con fuerza y sin ambigüedad alguna.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Noviembre del 2018.
jueves, 14 de marzo de 2019
DEMOCRACIA Y LEY
La democracia está por encima de la ley, se ha dicho. Más literalmente, ha dicho Quim Torra: “Poner la democracia y la voluntad del pueblo por encima de la ley”. La única forma en que la democracia, podría estar por encima de la ley, sería si imaginamos una estatua, en la que aquella se levanta sobre la plataforma de ésta. Pero no se ha hecho una figura con ellas, se ha querido manifestar que en pro de una supuesta democracia, se podrían conculcar las leyes. Legalidad, democracia, ética y moralidad, son campos de juego diferentes, aunque, eso sí, fuertemente relacionados.
La disociación que se ha pretendido hacer en Cataluña, entre democracia y legalidad, es un error gravísimo. La legalidad y la democracia, son caras de una misma moneda. No tiene ningún sentido, que la democracia pase por encima de las leyes. Y ya no digamos, si la ley la ha hecho uno mismo. Esto se podría entender, cuando nos enfrentamos a leyes dictatoriales, pero no en una democracia y Estado de Derecho. La interpretación de que si esto es justo o injusto a mi entender, cumplo o no la ley, abre la puerta a un espacio muy, muy peligroso.
Por supuesto las leyes son convenciones, reglas de juego que en democracia son el fruto de procedimientos, que tienen la legitimidad de contar con el aval de la mayoría de la ciudadanía. Son normas que marcan lo que es legal y lo que es ilegal. Nada más, pero también nada menos. Es evidente que no todo lo que es legal es moral. Y que puede haber comportamientos ilegales, de alto valor moral. Pero no por ello dejan de ser ilegales. Tendremos que repasar a Max Weber.
Que se me entienda bien, porque para mí, el “fundamentalismo” de la ley, se da de bruces con la prueba más evidente de su carácter convencional: es principio de cualquier legalidad democrática, poderla cambiar. Y la prueba más clara de que una democracia funciona, es la de su capacidad de ir adaptando las leyes, a los cambios sociales y económicos.
Y junto al fundamentalismo legalista, aparece con frecuencia, en contraposición, el fundamentalismo democrático de supuesta base patriótica, que – como cita Ramoneda – unos usan para convertir la ley en un muro, y otros para negarla. Se están diciendo muchas estupideces. Casado ha gritado ¡la Constitución es sagrada! Y Torra: ¡nosotros ponemos la voluntad del pueblo por delante de la ley! Deberían saber ambos, que la democracia rehuye los fundamentos absolutos.
Recuerdo al gran filósofo francés Claude Lefort, que teorizó sobre el totalitarismo y la democracia, cuando definía esta última: como el régimen político donde el poder es un lugar vacío, inacabado, siempre construyéndose, donde se alternan las opiniones y los intereses divergentes. Y que decía que “Lo propio de la democracia, es que no tiene verdad, que es capaz de moverse en las verdades provisionales”. Y por eso es una flor de delicado cultivo.
La calidad de la democracia, se mide por la capacidad de ampliar al máximo el espacio de lo posible, sin romper la convivencia. Sabemos que el marco natural de la democracia, ha sido históricamente el Estado nación. Y la configuración del pueblo soberano, se ha confundido muy a menudo con la nación, como forma de colocar a los ciudadanos, bajo la sombra de un sujeto transcendental, al que nos debemos en términos cuasi religiosos. Pero cuando la nación se impone como horizonte absoluto y límite insuperable – escribía Ramoneda – la democracia pierde su peculiar fragilidad, y entra en el terreno de las lealtades inquebrantables, que sólo conducen a los “choques de trenes”.
De ahí, me parece, la crisis actual de gobernanza de las democracias liberales, que ha vuelto a poner en escena enfáticas nociones, como nación y pueblo, balsámicas palabras, utilizadas como argumento fundamental, para revocar unas legalidades democráticas, eso sí, algo oxidadas. Cuando la visión fundamentalista de la ley, se combina con el fundamentalismo patriótico, se entra en la oscuridad. La memoria es corta y el conocimiento de la historia precario, por ello el recuerdo de los años treinta, que operó en Europa como un superego civilizador, durante un par de generaciones, ya queda lejos (para mis nietos tan lejos como el reino visigodo) ¡Y las banderas vuelven a desplegarse!
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Marzo del 2019.
La disociación que se ha pretendido hacer en Cataluña, entre democracia y legalidad, es un error gravísimo. La legalidad y la democracia, son caras de una misma moneda. No tiene ningún sentido, que la democracia pase por encima de las leyes. Y ya no digamos, si la ley la ha hecho uno mismo. Esto se podría entender, cuando nos enfrentamos a leyes dictatoriales, pero no en una democracia y Estado de Derecho. La interpretación de que si esto es justo o injusto a mi entender, cumplo o no la ley, abre la puerta a un espacio muy, muy peligroso.
Por supuesto las leyes son convenciones, reglas de juego que en democracia son el fruto de procedimientos, que tienen la legitimidad de contar con el aval de la mayoría de la ciudadanía. Son normas que marcan lo que es legal y lo que es ilegal. Nada más, pero también nada menos. Es evidente que no todo lo que es legal es moral. Y que puede haber comportamientos ilegales, de alto valor moral. Pero no por ello dejan de ser ilegales. Tendremos que repasar a Max Weber.
Que se me entienda bien, porque para mí, el “fundamentalismo” de la ley, se da de bruces con la prueba más evidente de su carácter convencional: es principio de cualquier legalidad democrática, poderla cambiar. Y la prueba más clara de que una democracia funciona, es la de su capacidad de ir adaptando las leyes, a los cambios sociales y económicos.
Y junto al fundamentalismo legalista, aparece con frecuencia, en contraposición, el fundamentalismo democrático de supuesta base patriótica, que – como cita Ramoneda – unos usan para convertir la ley en un muro, y otros para negarla. Se están diciendo muchas estupideces. Casado ha gritado ¡la Constitución es sagrada! Y Torra: ¡nosotros ponemos la voluntad del pueblo por delante de la ley! Deberían saber ambos, que la democracia rehuye los fundamentos absolutos.
Recuerdo al gran filósofo francés Claude Lefort, que teorizó sobre el totalitarismo y la democracia, cuando definía esta última: como el régimen político donde el poder es un lugar vacío, inacabado, siempre construyéndose, donde se alternan las opiniones y los intereses divergentes. Y que decía que “Lo propio de la democracia, es que no tiene verdad, que es capaz de moverse en las verdades provisionales”. Y por eso es una flor de delicado cultivo.
La calidad de la democracia, se mide por la capacidad de ampliar al máximo el espacio de lo posible, sin romper la convivencia. Sabemos que el marco natural de la democracia, ha sido históricamente el Estado nación. Y la configuración del pueblo soberano, se ha confundido muy a menudo con la nación, como forma de colocar a los ciudadanos, bajo la sombra de un sujeto transcendental, al que nos debemos en términos cuasi religiosos. Pero cuando la nación se impone como horizonte absoluto y límite insuperable – escribía Ramoneda – la democracia pierde su peculiar fragilidad, y entra en el terreno de las lealtades inquebrantables, que sólo conducen a los “choques de trenes”.
De ahí, me parece, la crisis actual de gobernanza de las democracias liberales, que ha vuelto a poner en escena enfáticas nociones, como nación y pueblo, balsámicas palabras, utilizadas como argumento fundamental, para revocar unas legalidades democráticas, eso sí, algo oxidadas. Cuando la visión fundamentalista de la ley, se combina con el fundamentalismo patriótico, se entra en la oscuridad. La memoria es corta y el conocimiento de la historia precario, por ello el recuerdo de los años treinta, que operó en Europa como un superego civilizador, durante un par de generaciones, ya queda lejos (para mis nietos tan lejos como el reino visigodo) ¡Y las banderas vuelven a desplegarse!
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Marzo del 2019.
jueves, 7 de marzo de 2019
MIRABEAU. LA POLÍTICA
Hay un pequeño librito ¿de 1926? “Mirabeau y la política real” de Herbert Van Leisen, que no consigo recordar donde lo leí hace muchos años ¿En la biblioteca de la Facultad de Políticas y Económicas de la Complutense? ¿En casa de mi abuela materna Marie Porcel Bouché? Y hay, por otra parte, la conocida obra de Ortega y Gasset “Mirabeau o el político” de 1927.
Para ambos escritores, Honoré Gabriel Riquetti (9 de marzo de 1749, castillo de Le Bignon, Nemours - 2 de abril de 1791) Conde de Mirabeau, habría sido algo así como el arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debemos confundir lo uno con lo otro. Tal vez parte de los morbosos desvaríos que hoy vivimos, provenga de habernos obstinado en no diferenciar los arquetipos de los ideales. Estos últimos, son las cosas según estimamos deberían ser. Mientras que los primeros son las cosas en su dura realidad. Si nos acostumbráramos a buscar de cada cosa su arquetipo, evitaríamos, posiblemente, formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo.
He recordado algo de todo esto, a raíz de que hace días, una amiga me escribía que para ella, Felipe González era “un ídolo caído”. Son muchos, estimo, los que piensan que el político ideal, el ídolo, sería un hombre, o una mujer, que además de un gran estadista, fuese una buena persona, alguien que no evolucionara en sus ideas, con una vida privada monacal, austera, intachable ¿de acuerdo a que moral? Con el que nos fuera imposible estar en desacuerdo, buen padre de familia, abuelo cariñoso, amigo de sus amigos, simpático, empático, con sentido del humor… ¿es esto posible? Los ideales ¿los ídolos? son las cosas recreadas por nuestros deseos, son “desiderata”.
Varias veces a lo largo de nuestra vida, deberíamos detenernos a realizar una higiene de nuestros ideales, una lógica de nuestros deseos. Tal vez lo que más diferencia una mente infantil del espíritu maduro – escribía Ortega – es que aquella no reconoce la jurisdicción de la realidad, y suplanta las cosas tal cual son, por sus imágenes deseadas. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestros deseos es muy escaso, y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. En ese momento, comenzamos a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar la realidad misma, en lo que tiene de profunda y esencial. El “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo aquel capaz de imaginarse realizando con exactitud su abstracto ideal, lo más probable es que sufra una desilusión.
El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad. Así el atributo de buena persona y otros muchos, que se suele exigir al político ideal, puede que sean fáciles de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político, no es fácil extraerlo de nuestra minerva, de nuestra mente. Tendremos que esperar humildemente, a que la naturaleza tenga a bien inventarlo. Y se resuelva a parir algún nuevo titán político, como en la historia ha habido. Pero eso sí, una vez que el nuevo esté ahí, todos, ingratos y petulantes, nos apresuraremos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente padre de familia. La humanidad es como aquel que se casa con un artista porque es artista, y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.
La política de Mirabeau no tuvo claroscuros, fue diáfana. Como en la historia de su siglo se puede comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo puede causarnos sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierta en un hombre público e improvise, podría decirse en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX, la Monarquía constitucional. Y no vagamente, sino en todos sus detalles, no sólo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático.
Pero el pensamiento político, como sabemos, no es toda la política, sino sólo una dimensión de la misma. La dimensión restante es la actuación, la praxis. Seguramente sin haberlo previsto él mismo, Mirabeau encuentra dentro de sí mismo, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de la vida pública: la oratoria romántica. Relata la historia, que el efecto de su primer discurso fue electrizante. “En el tumultuoso preludio de las Comunas, no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad; fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos”.
Algunos dirán que todo eso era mera retórica. Ya sería bastante que fuera mera retórica – a ver si un día de estos escribo sobre la importancia de la retórica en política - , pero no, era algo más. Era también su valor personal, característica de los grandes políticos. El valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si la Asamblea Nacional se levantaba entera contra él, Mirabeau no se inmutaba, no perdía ni una pizca de su serenidad; al contrario, su mente se aguzaba, penetraba mejor la situación, la hacía transparente, y acababa poniendo de su lado aquella misma Asamblea, unos minutos antes tan arisca y tan fiera con él (a eso los franceses lo llaman “déterminer le troupeau”. Cuentan que en un discurso, Mirabeau le respondió a Robespierre, otro titán: “Joven, la exaltación de los principios, no es lo sublime de los principios”.
Dotado de una capacidad de trabajo extraordinaria, Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas (Talleyrand, le dijo un día a Napoleón: "Señor, con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas"). Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.
Su muerte prematura (42 años) fue declarada desdicha nacional, y su enorme cadáver inauguró el Panteón de los Grandes Hombres. Pero he aquí que poco después, fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Enseguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea, y propuso que los restos de Mirabeau fueran extraídos del Panteón “considerando que no hay grande hombre sin virtud”. ¡La gran frase!
Todo ello nos plantea una interesante cuestión, que no está entre mis aptitudes contestar ¿Por qué la historia de Mirabeau recuerda tanto a la de Cesar y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos? Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalle de su fisiología.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Febrero del 2019.
Para ambos escritores, Honoré Gabriel Riquetti (9 de marzo de 1749, castillo de Le Bignon, Nemours - 2 de abril de 1791) Conde de Mirabeau, habría sido algo así como el arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debemos confundir lo uno con lo otro. Tal vez parte de los morbosos desvaríos que hoy vivimos, provenga de habernos obstinado en no diferenciar los arquetipos de los ideales. Estos últimos, son las cosas según estimamos deberían ser. Mientras que los primeros son las cosas en su dura realidad. Si nos acostumbráramos a buscar de cada cosa su arquetipo, evitaríamos, posiblemente, formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo.
He recordado algo de todo esto, a raíz de que hace días, una amiga me escribía que para ella, Felipe González era “un ídolo caído”. Son muchos, estimo, los que piensan que el político ideal, el ídolo, sería un hombre, o una mujer, que además de un gran estadista, fuese una buena persona, alguien que no evolucionara en sus ideas, con una vida privada monacal, austera, intachable ¿de acuerdo a que moral? Con el que nos fuera imposible estar en desacuerdo, buen padre de familia, abuelo cariñoso, amigo de sus amigos, simpático, empático, con sentido del humor… ¿es esto posible? Los ideales ¿los ídolos? son las cosas recreadas por nuestros deseos, son “desiderata”.
Mirabeau |
El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad. Así el atributo de buena persona y otros muchos, que se suele exigir al político ideal, puede que sean fáciles de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político, no es fácil extraerlo de nuestra minerva, de nuestra mente. Tendremos que esperar humildemente, a que la naturaleza tenga a bien inventarlo. Y se resuelva a parir algún nuevo titán político, como en la historia ha habido. Pero eso sí, una vez que el nuevo esté ahí, todos, ingratos y petulantes, nos apresuraremos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente padre de familia. La humanidad es como aquel que se casa con un artista porque es artista, y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.
La política de Mirabeau no tuvo claroscuros, fue diáfana. Como en la historia de su siglo se puede comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo puede causarnos sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierta en un hombre público e improvise, podría decirse en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX, la Monarquía constitucional. Y no vagamente, sino en todos sus detalles, no sólo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático.
Pero el pensamiento político, como sabemos, no es toda la política, sino sólo una dimensión de la misma. La dimensión restante es la actuación, la praxis. Seguramente sin haberlo previsto él mismo, Mirabeau encuentra dentro de sí mismo, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de la vida pública: la oratoria romántica. Relata la historia, que el efecto de su primer discurso fue electrizante. “En el tumultuoso preludio de las Comunas, no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad; fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos”.
Algunos dirán que todo eso era mera retórica. Ya sería bastante que fuera mera retórica – a ver si un día de estos escribo sobre la importancia de la retórica en política - , pero no, era algo más. Era también su valor personal, característica de los grandes políticos. El valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si la Asamblea Nacional se levantaba entera contra él, Mirabeau no se inmutaba, no perdía ni una pizca de su serenidad; al contrario, su mente se aguzaba, penetraba mejor la situación, la hacía transparente, y acababa poniendo de su lado aquella misma Asamblea, unos minutos antes tan arisca y tan fiera con él (a eso los franceses lo llaman “déterminer le troupeau”. Cuentan que en un discurso, Mirabeau le respondió a Robespierre, otro titán: “Joven, la exaltación de los principios, no es lo sublime de los principios”.
Talleyrand |
Su muerte prematura (42 años) fue declarada desdicha nacional, y su enorme cadáver inauguró el Panteón de los Grandes Hombres. Pero he aquí que poco después, fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Enseguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea, y propuso que los restos de Mirabeau fueran extraídos del Panteón “considerando que no hay grande hombre sin virtud”. ¡La gran frase!
Todo ello nos plantea una interesante cuestión, que no está entre mis aptitudes contestar ¿Por qué la historia de Mirabeau recuerda tanto a la de Cesar y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos? Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalle de su fisiología.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Febrero del 2019.
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