En la segunda parte de su conocida obra “La política como profesión”, Max Weber plantea la cuestión de la moralidad de la política. Fue una parte dirigida especialmente, contra una interpretación muy extendida en la opinión publica por aquel entonces (años veinte del pasado siglo) concretamente entre los estudiantes universitarios, consistente en ver la política como una actividad para la aplicación de principios absolutos, que en la época eran de índole revolucionaria y pacifista. Pero estaba dirigida igualmente, contra el tipo de político excesivamente pragmático y sin convicciones políticas profundas.
Arranca Weber de la definición de Política y de Estado (del Estado “moderno”) mostrando como ambos conceptos están mutuamente referidos entre si. Política es para Weber, la actividad de dirección de un Estado, o el ejercicio de una influencia sobre el mismo, es decir, “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre distintos Estados o, dentro de un Estado, entre los distintos grupos humanos que éste comprende”.
Habla de tres cualidades necesarias para el político – pasión, responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, y sentido de la distancia respecto a sí mismo y a las cosas (“realismo”) – explicando por qué la vanidad es el peor vicio del político, y por qué critica al “político del poder”. Insiste en la característica fundamental de la política, que es la que exige esas cualidades, y la que estará en la base, del problema de la relación entre política y moral.
La acción política la caracteriza Weber, como una acción en la que, por regla general, según demuestra la historia, no hay una correspondencia entre la intención y los resultados, siendo por tanto la relación entre intenciones y resultados, de índole paradójica. En esa situación, lo único que puede darle consistencia interna a la acción política, es su sentido de servicio a una causa. Pero, por otro lado, son muchos y distintos los objetivos posibles de la actividad política. Y con todos estos elementos, plantea ya expresamente, la cuestión de la moralidad de la política.
Weber se pregunta qué moralidad tiene la política, si hay una moralidad que le marque a la política lo que es correcto o no, y si esta moral sería una moral general humana, o una moral específica para la actividad política ¿En qué nivel ético está situada la política? ¿Cuál es la relación verdadera entre ambas? ¿No tienen nada que ver? ¿O vale para la política la moral general, que vale para cualquier otro ámbito de la vida?
Todo el problema deriva del medio que utiliza la política, que es el poder y la violencia que puede derivarse del mismo. Quien se mete en política, es decir, quien se mete con el poder y la violencia como medios, debería ser muy consciente con antelación, que firma un pacto con los poderes diabólicos. Y tener muy presente para sus acciones, que nos es verdad que el bien sólo salga del bien y del mal sólo el mal.
El planteamiento weberiano, deja totalmente fuera de consideración, la idea de que la relación entre la moral y la política, pudiera consistir en utilizar la moral, como fuente de legitimación de una actuación política. Las intenciones de una acción no justifican nada, pues cualquier acción política podría así justificarse por intenciones distintas y aun contrapuestas. Como la política es poder (algo que modestamente he venido yo recordando con frecuencia) o uno no acude a él o se cuenta con él, y entonces hay que cargar con las consecuencias. Justificar el poder con buenas intenciones, Weber lo considera inmoral. Por eso no le parece solución adecuada para la acción política, acudir a la ética del Sermón de la Montaña, en el que él condensaba la doctrina cristiana. Pues dicha ética es una moral absoluta y radical, que prescribe cosas que realmente el político no puede hacer, ya que, por ejemplo, condena la violencia, mientras que el político con frecuencia tiene que utilizar la violencia para ir contra el mal.
Si tenemos en cuenta los caracteres de la acción política, se nos hará evidente que no es compatible con ella, un comportamiento guiado por una ética de carácter absoluto, ya que esta última no se pregunta nunca, por las consecuencias de las acciones. Es en esta pregunta por las consecuencias, de tomarlas en consideración para la acción política, donde se nos muestra la gran diferencia, entre la lógica de la política y la de la ética de las convicciones. Diferente al comportamiento guiado por una ética de lo absoluto o de convicciones, es el dirigido por una ética de la responsabilidad, por la ética de que hay que responder de las consecuencias (previsibles) de las propias acciones. Al aceptar que hay que ser responsable, de las consecuencias de nuestras acciones, Weber afirma que ninguna ética puede evitar, que la consecución de fines considerados buenos, vaya unida a tener que contar con medios dudosos, y con consecuencias colaterales malas: “Ninguna ética – afirma Weber – puede demostrar cuando un fin bueno, justifica medios dudosos, ni en que medida los justifica”.
A lo largo de su obra, Weber va desarrollando argumentos, en contra de que los políticos actúen según una ética de convicciones. Critica el comportamiento político basado en la ética de las convicciones, porque ésta no toma en cuenta, el hecho de la no racionalidad moral del mundo, es decir, el hecho de que del bien puede salir el mal y al revés. La inadecuación de la ética de convicciones a la actividad política, deja a la ética de responsabilidad, como la única compatible con la política, precisamente porque toma en consideración las consecuencias. Ahora bien, la diferenciación y contraposición entre ambas éticas no implica, por otra parte, que no puedan, e incluso que no deban, convivir en la persona del político.
Al político de verdad Weber le exige: a) que sea consciente de las paradojas éticas – ya mencionadas – derivadas de las características de la acción política; b) que tenga también corazón, pero auténtico y firme, no lleno de romanticismo vacío, ya que la política no se hace sólo con la cabeza; y c) que tenga presente que para tener un corazón firme, es preciso mantener la distancia necesaria respecto a las cosas y a si mismo – ser realista – para que uno pueda afrontar el fracaso de todas las ilusiones, de todas las esperanzas.
Al final resume Weber, que sólo tiene cualidades para la política, quien tenga esa fortaleza interior, quien no se derrumbe ante la realidad del mundo tal como es, quien no sea un mero romántico fanfarrón: tiene “Beruf” (vocación, profesión) para la política, quien no se hunda ante un mundo estúpido, que no está dispuesto a recibir, todo lo que uno desea ofrecerle, sino que diga, por el contrario, que él, a pesar de todo, se afirma en su posición y sigue.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 12 de Marzo del 2019.
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