Para ambos escritores, Honoré Gabriel Riquetti (9 de marzo de 1749, castillo de Le Bignon, Nemours - 2 de abril de 1791) Conde de Mirabeau, habría sido algo así como el arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debemos confundir lo uno con lo otro. Tal vez parte de los morbosos desvaríos que hoy vivimos, provenga de habernos obstinado en no diferenciar los arquetipos de los ideales. Estos últimos, son las cosas según estimamos deberían ser. Mientras que los primeros son las cosas en su dura realidad. Si nos acostumbráramos a buscar de cada cosa su arquetipo, evitaríamos, posiblemente, formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo.
He recordado algo de todo esto, a raíz de que hace días, una amiga me escribía que para ella, Felipe González era “un ídolo caído”. Son muchos, estimo, los que piensan que el político ideal, el ídolo, sería un hombre, o una mujer, que además de un gran estadista, fuese una buena persona, alguien que no evolucionara en sus ideas, con una vida privada monacal, austera, intachable ¿de acuerdo a que moral? Con el que nos fuera imposible estar en desacuerdo, buen padre de familia, abuelo cariñoso, amigo de sus amigos, simpático, empático, con sentido del humor… ¿es esto posible? Los ideales ¿los ídolos? son las cosas recreadas por nuestros deseos, son “desiderata”.
Mirabeau |
El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad. Así el atributo de buena persona y otros muchos, que se suele exigir al político ideal, puede que sean fáciles de imaginar y definir; en cambio, todo lo demás que constituye al gran político, no es fácil extraerlo de nuestra minerva, de nuestra mente. Tendremos que esperar humildemente, a que la naturaleza tenga a bien inventarlo. Y se resuelva a parir algún nuevo titán político, como en la historia ha habido. Pero eso sí, una vez que el nuevo esté ahí, todos, ingratos y petulantes, nos apresuraremos a censurar el engendro, porque no tiene las virtudes de un honrado y corriente padre de familia. La humanidad es como aquel que se casa con un artista porque es artista, y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado.
La política de Mirabeau no tuvo claroscuros, fue diáfana. Como en la historia de su siglo se puede comprobar, fue la obra más clara que se intentó en la Revolución Francesa. Si algo puede causarnos sorpresa y maravilla, es que este hombre, ajeno a las Cancillerías y a la Administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierta en un hombre público e improvise, podría decirse en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX, la Monarquía constitucional. Y no vagamente, sino en todos sus detalles, no sólo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático.
Pero el pensamiento político, como sabemos, no es toda la política, sino sólo una dimensión de la misma. La dimensión restante es la actuación, la praxis. Seguramente sin haberlo previsto él mismo, Mirabeau encuentra dentro de sí mismo, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de la vida pública: la oratoria romántica. Relata la historia, que el efecto de su primer discurso fue electrizante. “En el tumultuoso preludio de las Comunas, no se había oído aún nada comparable en fuerza y dignidad; fue como una delicia nueva, porque la elocuencia es el encanto de los hombres reunidos”.
Algunos dirán que todo eso era mera retórica. Ya sería bastante que fuera mera retórica – a ver si un día de estos escribo sobre la importancia de la retórica en política - , pero no, era algo más. Era también su valor personal, característica de los grandes políticos. El valor ante los encrespamientos multitudinarios. Si la Asamblea Nacional se levantaba entera contra él, Mirabeau no se inmutaba, no perdía ni una pizca de su serenidad; al contrario, su mente se aguzaba, penetraba mejor la situación, la hacía transparente, y acababa poniendo de su lado aquella misma Asamblea, unos minutos antes tan arisca y tan fiera con él (a eso los franceses lo llaman “déterminer le troupeau”. Cuentan que en un discurso, Mirabeau le respondió a Robespierre, otro titán: “Joven, la exaltación de los principios, no es lo sublime de los principios”.
Talleyrand |
Su muerte prematura (42 años) fue declarada desdicha nacional, y su enorme cadáver inauguró el Panteón de los Grandes Hombres. Pero he aquí que poco después, fueron descubiertas las pruebas de su venalidad. Enseguida el pedante que siempre está a punto, a la sazón Joseph Chénier, pidió la palabra en la Asamblea, y propuso que los restos de Mirabeau fueran extraídos del Panteón “considerando que no hay grande hombre sin virtud”. ¡La gran frase!
Todo ello nos plantea una interesante cuestión, que no está entre mis aptitudes contestar ¿Por qué la historia de Mirabeau recuerda tanto a la de Cesar y, en varia medida, la de casi todos los grandes políticos? Con rara coincidencia, el gran político ha repetido siempre el mismo tipo de hombre, hasta en los detalle de su fisiología.
Pues eso.
Palma. Ca’n Pastilla a 14 de Febrero del 2019.
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